BERTRAND RUSSELL nació en Trelleck Gales, Inglaterra, en el seno de una familia perteneciente a la nobleza. Perdió a sus padres a la edad de tres años y fue educado por sus abuelos paternos. Su abuelo, lord John Russell, fue primer ministro de Inglaterra en dos ocasiones. Recibió una educación muy esmerada y se especializó en filosofía y matemáticas. Trabajó como profesor en diferentes universidades y dio muchas conferencias. Se casó cuatro veces, sus tres primeros matrimonios acabaron en divorcio. Tuvo tres hijos. En 1903 publicó su primera obra, Los principios de las matemáticas. A Russell se le considera como uno de los padres de la Filosofía Analítica moderna. En el campo de la filosofía sus pensamientos giraron inicialmente alrededor del Idealismo Absoluto y más tarde del Atomismo Lógico y del Realismo, lo que le valió el Premio Nobel en 1950. Fundador del movimiento Pugwash (con Einstein, 1953), contra el armamentismo nuclear, destacó por sus avanzadas concepciones pedagógicas en una sociedad excesivamente puritana. Entre sus obras destacan, además de La conquista de la felicidad, Sobre educación, Matrimonio y moral y Teoría y práctica del bolchevismo
I
POSTULADOS DE LAS MODERNAS TEORÍAS EDUCATIVAS
Al leer los mejores libros escritos en tiempos pasados sobre educación, se da uno cuenta de las transformaciones que han experimentado las ideas educativas. Los dos grandes reformadores de las teorías educativas antes del siglo XIX fueron Locke y Rousseau. Ambos son dignos de la reputación que gozan, porque repudiaron muchos errores que estaban muy extendidos en su tiempo. Pero ninguno de los dos llegó tan lejos como llega la casi totalidad de los modernos educadores. Ambos pertenecen a la tendencia liberal y democrática, pero ambos tratan solamente de la educación del muchacho aristocrático a quien dedica todo su tiempo un preceptor. Por excelentes que sean los resultados obtenidos con un sistema semejante, ningún hombre moderno puede considerarlo seriamente, porque es aritméticamente imposible que cada niño absorba todo el tiempo de un preceptor adulto. Este sistema es todavía aplicable a una casta privilegiada, pero en una sociedad más justa su existencia sería imposible. Un hombre moderno, aunque lo crea particularmente conveniente para sus hijos en la práctica, no considera el problema teórico resuelto sino con un sistema educativo abierto a todos o, por lo menos, a aquellos cuyas aptitudes les capacitan para aprovecharse de él. No quiero decir que las personas pudientes deban privarse de las oportunidades educativas que no son accesibles a todos en la sociedad actual. El hacerlo supondría sacrificar la civilización en aras de la justicia. Lo que quiero que se entienda es que el sistema educativo que debemos aspirar a implantar en lo futuro es el que da a cada niño o niña una oportunidad para obtener lo mejor que existe. El sistema ideal de educación debe ser democrático, aunque este ideal no sea inmediatamente asequible. Esto no creo que despierte muchas objeciones, y en este sentido hablaré de democracia. Lo que yo propugno ha de tener capacidad universal, aunque el individuo no sacrifique sus hijos a la mediocridad ambiente, si tiene la inteligencia y posibilidades suficientes para obtener algo mejor. Esta forma atenuada de principios democráticos está ausente de las obras de Locke y de Rousseau. Aunque este último no creyera en la aristocracia, nunca adivinó las consecuencias de su escepticismo en lo referente a la educación.
Y al hablar de educación y democracia, es muy importante hacerlo con toda claridad. Sería desastroso insistir en un nivel absurdo de uniformidad. Unos niños son más inteligentes que otros y pueden obtener mejores resultados de una más esmerada educación. Unos maestros son más laboriosos o más despiertos que otros, pero es imposible que todos los niños sean educados por los pocos maestros mejores. Aun cuando la educación más elevada fuera recomendable para todos —cosa que pongo en duda—, es imposible realizarla hoy día, y una estricta aplicación de los principios democráticos nos llevaría a la conclusión de que ninguno debe tener acceso a ella. Ello sería fatal para el progreso científico, y rebajaría durante un siglo el nivel general educativo. El progreso no debe sacrificarse hoy en beneficio de una igualdad mecánica; debemos avanzar cuidadosamente hacia la democracia educativa para que en este proceso sea destruido el menor número posible de productos valiosos que actualmente van acompañados de la injusticia social.
Pero no podemos considerar satisfactorio un método de educación que no puede ser universal. Los hijos de la gente rica tienen con frecuencia, además de su madre, una nodriza, una doncella y otros servidores, lo cual supone una cantidad de atenciones que nunca, en ningún sistema social, podrán tenerse con todos los niños. Es muy posible que los niños mimados no salgan ganando nada al convertirse en parásitos innecesarios y, en todo caso, ninguna persona imparcial puede preconizar privilegios para minorías exiguas con excepción de retrasados mentales o de genios. Un padre prudente está hoy en situación propicia de elegir para sus hijos métodos de educación que no son universales, y es deseable como experimento que los padres tengan la oportunidad de ensayar nuevos métodos. Pero estos métodos debieran ensayarse con el fin de que llegaran a universalizarse en caso de éxito, en vez de relegarse al beneficio de unos pocos. Afortunadamente, algunos de los mejores ensayos modernos de educación teórica y práctica tienen un origen extraordinariamente democrático: la señora Montessori, por ejemplo, comenzó sus ensayos de escuelas infantiles en los barrios más pobres. En la educación superior se requieren mayores aptitudes y oportunidades, pero no hay razón alguna para que no exista uniformidad en la adopción de un sistema.
Existe otra tendencia moderna en la educación, relacionada con la democracia y muy abierta a discusiones. Me refiero a la tendencia de que la educación sea más bien de carácter utilitario que cultural o decorativa.
La relación de lo ornamental con la aristocracia ha sido analizada muy detenidamente en el libro de Veblen Ideología de la clase acomodada, pero lo que a nosotros nos interesa es el aspecto exclusivamente educativo. En lo que se refiere al hombre, la discusión se reduce a elegir entre la educación clásica y la moderna; en cuanto a la mujer, interviene en la disputa educativa el ideal de la señorita y el deseo de bastarse a sí misma. Pero todo el problema educativo en lo referente a la mujer ha sido influido por el deseo de igualdad sexual; se ha hecho el ensayo de dar a las mujeres la misma educación que a los hombres, aun cuando no fuera en modo alguno recomendable. A causa de ello, los educadores femeninos se han esforzado en dar a las mujeres los mismos conocimientos inútiles que a los hombres en la misma clase, y se han opuesto enérgicamente a que una parte de la educación femenina comprendiera una preparación técnica para la maternidad. Esta división de opiniones demuestra que la tendencia a que me refiero es menos definida en las mujeres, aunque la decadencia de la idea de la «señorita distinguida» es uno de los más palpables ejemplos de su existencia. Para evitar toda confusión en el problema, me limitaré por el momento a la educación masculina.
Muchas discusiones aisladas, que dan a su vez origen a nuevas disputas, dependen parcialmente de la pregunta siguiente: ¿Deben estudiar los jóvenes preferentemente clásicos o ciencia? Lo que se dice más corrientemente es que los clásicos son ornamentales y la ciencia útil. ¿Debe la educación convertirse lo más pronto posible en instrucción técnica para un comercio o una profesión? Nuevamente surge la disputa entre lo útil y lo ornamental, aunque no sea decisiva. ¿Se debe enseñar a los niños a hablar correctamente y a tener buenas maneras, o esto no es otra cosa que restos de aristocratismo? ¿Tiene importancia la apreciación del arte para quien no sea un artista? ¿La pronunciación debe ser fonética? Todas estas y otras muchas interrogaciones no son más que una parte de la discusión entre lo útil y lo ornamental.