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Oscar S. Aranda - Las fantásticas luciérnagas

Aquí puedes leer online Oscar S. Aranda - Las fantásticas luciérnagas texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2020, Editor: Penguin Random House Grupo Editorial España, Género: Ordenador. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Oscar S. Aranda Las fantásticas luciérnagas
  • Libro:
    Las fantásticas luciérnagas
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House Grupo Editorial España
  • Genre:
  • Año:
    2020
  • Índice:
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Las fantásticas luciérnagas: resumen, descripción y anotación

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Oscar S. Aranda desvela los secretos que se esconden tras la luz de las luciérnagas.

A través de los recuerdos, el autor de El lenguaje secreto de la naturaleza nos invita a descubrir el luminoso sistema de comunicación de las luciérnagas. Unos insectos que frecuentemente se han comparado con las hadas y que se han visto obligados a adaptarse de formas sorprendentes a la contaminación lumínica actual.

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Las fantásticas luciérnagas — leer online gratis el libro completo

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Contenido

Edición en formato digital julio de 2020 2019 Oscar S Aranda Mena 2020 - photo 1

Edición en formato digital: julio de 2020

© 2019, Oscar S. Aranda Mena

© 2020, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial

Ilustración de portada: David Ayuso

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ISBN: 978-84-179-0639-9

Composición digital: M.I. Maquetación, S.L.

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Las fantásticas luciérnagas
Oscar S. Aranda

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Oscar S. Aranda desvela los secretos que se esconden tras la luz de las luciérnagas.

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A través de los recuerdos, el autor de El lenguaje secreto de la naturaleza nos invita a descubrir el luminoso sistema de comunicación de las luciérnagas. Unos insectos que frecuentemente se han comparado con las hadas y que se han visto obligados a adaptarse de formas sorprendentes a la contaminación lumínica actual.

Oscar S. Aranda es biólogo conservacionista y escritor, dedicado al cuidado de la naturaleza y la divulgación. Desde niño le encantaban los animales y tuvo la fortuna de vivir su infancia en lugares remotos pero de gran belleza y valor natural. De adulto se labró una gran carrera como biólogo en México, llegando a ser uno de los más reputados del país.

Fue nominado por la prestigiosa cadena CNN como «Defensor del Planeta». Pero su carrera se topó con los narcotraficantes mexicanos, que utilizan los huevos de tortuga como afrodisiaco, precisamente cuando Oscar se dedicaba a la conservación de éstas. Tuvo que abandonar el país. Ahora trabaja como jardinero en Alicante, feliz de seguir rodeado de bichos a pesar de todo.

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—Las luciérnagas son escarabajos con alma de estrella.

—No, ¡las luciérnagas son estrellas que cayeron del cielo!

—¿Y sobrevivieron?

—¡Claro! ¡Por eso siguen brillando, bobo!

Éstas eran las típicas conversaciones que teníamos antes de dormir; cuando mi padre apagaba las luces del campamento y mientras la oscuridad total nos abrazaba, mis hermanas y yo discutíamos sobre el origen de las luciérnagas. Bueno, no era una oscuridad total, porque ellas nos hacían compañía con sus extraños y seductores códigos morse de color verde-amarillo. Era la excusa perfecta para que mis padres pudieran hacernos dormir temprano tras otro agotador día de vacaciones cuidando a sus cinco hijos en medio de la nada urbana y del todo naturaleza.

Era increíble cómo nos cundía el tiempo. En cuanto salía el sol ya estábamos despiertos y dando la lata, ansiosos de que nos dejaran salir de nuestra gigantesca tienda de campaña, donde cientos de jejenes nos esperaban hambrientos. A mí me encantaba desaparecer en busca de bichitos, aunque mis padres no me dejaban ir muy lejos porque había animales venenosos como alacranes y serpientes, pero no me importaba. Lo peor que me había sucedido era tragarme una avispa y que un cangrejo ermitaño, el más grande que haya visto jamás, se prendiera de la palma de mi mano con su gran tenaza por no dejarlo marchar. No parábamos: a ratos jugando, a ratos explorando y a ratos nadando. Cuando menos lo pensábamos, el sol ya se acercaba al horizonte y mis padres nos hacían regresar al campamento.

Tras la puesta de sol, y tras obligarme a tomar una ducha de agua que previamente nos calentaban, nos daban de cenar. Nos colocábamos todos alrededor de esa mesa plegable un poco oxidada y nos sentábamos en esas pequeñas sillas sobre las que años después se sentaría también nuestro célebre y admirado amigo, el rey de los boleros. La noche nos abrazaba y la única luz que se encendía era la que provenía de una extraña lámpara de gas que sólo mi padre podía manipular. Encenderla era todo un ritual y siempre deseé poder hacerlo. Se trataba de una bombilla de tela, extraordinariamente frágil, que, conectada a un cilindro de gas y protegida por una delgada esfera de vidrio, generaba una luz tan intensa que mi padre la debía regular disminuyendo la salida del gas.

A veces, mientras cenábamos, una luciérnaga atraída por la luz del campamento se posaba sobre nuestros cuerpos, destellando y caminando por nuestras manos. Luego las discusiones comenzaban:

—¿Ves, hijo, cómo brillan?

—Se dice «destellan» —le corrigió mi hermana Mahely.

—¿No será «centellear»? —agregó mi hermana Adalhí.

—¡Entonces sería «titilar»! ¿No habías dicho que son estrellas? —repuso mi hermano mayor Manu, que siempre nos molestaba.

—Sí —dijo Adalhí con la voz entrecortada, pues gracias a su malintencionada intervención, toda su emoción del momento se había ido al suelo, junto con las hormigas.

—¡Manuel, déjala en paz!

Dicho esto, la luciérnaga voló y la paz reinó de nuevo en el campamento familiar.

Creo que una de las grandes diferencias entre las nuevas generaciones y las anteriores como la mía es que, de niños, todos tenemos algún recuerdo con luciérnagas. Vagos recuerdos que van pululando en nuestras mentes de adulto y que nos hacen sonreír. Antes la oscuridad era más común, incluso en nuestros jardines, por lo que, además de que era más fácil estar en contacto con la naturaleza, nuestros encuentros con luciérnagas eran más frecuentes.

Yo no lo sabía, pero en realidad esos bichitos de luz que veía desde niño no eran los mismos, y ni siquiera estaban emparentados unos con otros. No podía ser de otra manera, sabiendo que alrededor del mundo existen más de 2.000 especies distintas. Recuerdo, por ejemplo, que cuando acampábamos en los bosques y las montañas, veíamos multitud de pequeños y flacuchos escarabajos volando, que mantenían sus lucecitas encendidas más tiempo, lo cual podría traducirse en código morse como un «largo, pausa, largo, pausa, largo» mientras iban volando por ahí a una altura en la que casi siempre los podíamos alcanzar con alguna red. Las conocíamos a todas ellas como luciérnagas, tal vez gracias a esos fabulosos dibujos animados de La abeja Maya que pasaban por televisión y con los que aprendíamos un montón de cosas chulas sobre los insectos.

En cambio, cuando viajábamos a lugares con un clima más tropical o a las zonas costeras recuerdo que tenían otro aspecto: eran unos escarabajos más grandes y robustos, como de unos 3 centímetros de largo, y preferían posarse en alguna ramita desde donde comenzaban a caminar. Mientras lo hacían, llevaban todo el tiempo encendidas dos lucecitas en su tórax, justo detrás de su cabeza y ubicadas una a cada lado, con lo que podían verse desde cualquier sitio, porque a su vez iban emitiendo unos pulsos cortos de luz verde desde abajo, en el centro de su barriga. Estas emisiones de luz eran más repetitivas, como un código morse «corto, pausa, corto, pausa, corto» y comenzaban de nuevo. En fin, era demasiada información para un niño que se concentraba más en querer capturarlas que en medir la duración de sus destellos.

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