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Bogotá D. C., diciembre de 2017
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E L M ANUAL DE ARTE DEL SIGLO XIX en Colombia de Beatriz González, publicado originalmente por la Universidad de los Andes, se inicia con tres inquietudes preliminares: se llama manual, está realizado para estudiantes curiosos y explora un siglo que califica de entrada como «bastante olvidado y menospreciado». Un siglo que, sin embargo, atrae cada vez más el interés de los investigadores.
La palabra manual en el Diccionario de uso del español de María Moliner combina el trabajo manual con el tratado breve de cualquier materia, lo que es un buen comienzo para el recorrido que la autora hace de un siglo a partir de las diferentes expresiones de sus artes visuales. De esa manera, el fatigoso trabajo histórico se mide en unas proporciones más mesuradas y sobre todo menos pretenciosas cuando no es precisamente abundante la literatura sobre el tema. Pero la palabra manual se aplica a lo que se hace con las manos, que en el caso de Beatriz González es una magnífica coincidencia entre su trabajo como artista y su indagación como historiadora. Esta mezcla afortunada, que tiene sus peligros, es una de las constantes de esta obra que se mueve en los terreros fronterizos entre el arte y la ciencia, la representación y lo real, las imágenes y las cosas.
El siglo XIX al que se refiere Beatriz González nace con la tarea descomunal de los pintores de las láminas botánicas, a dos de los cuales Alexander von Humboldt calificó como los mejores pintores de flores del mundo (Francisco Javier Matís y Salvador Rizo), y concluye con el fin del sueño académico entrado el siglo XX en la Exposición Nacional de Bellas Artes. Pero lo que sucede entre esos dos polos históricos del siglo olvidado es una serie de acontecimientos en las artes que revelan tensiones y transformaciones profundas que tienen que ver con la mirada sobre la naturaleza, el papel del arte en la indagación científica, los alcances representativos de la imagen, las conexiones entre el saber de la provincia y los flujos internacionales del conocimiento, la consideración del paisaje o las apropiaciones territoriales. Pero también con el surgimiento paulatino de la escena social, los cuadros de costumbres, las figuraciones del héroe y el ingreso exultante de locos, yerbateros, hombres embozados y personajes ocultos en la penumbra de la sociedad. Una de las características más interesantes de la mirada sobre el arte de este siglo, es la potencia que ofrece para preguntarnos sobre la identidad y el autorreconocimiento de los colombianos. La historia del arte que se propone en el manual traiciona gozosamente las limitaciones de los manuales, porque en estos habitualmente se ofrecen descripciones obsesivas de los acontecimientos generalmente siguiendo un esquema formal que casi nunca revelan los trazos que ha adoptado una sociedad a través de los materiales que sus pintores utilizan, los propósitos de sus compromisos vitales, los contrastes entre el mundo real y la representación, las formas de los paisajes, los vínculos entre el recorrido de los viajeros y las constataciones de sus bitácoras. A los manuales no les interesa responder a preguntas tan provocadoras como la que plantea Beatriz González a través de su obra, cuando establece conexiones entre las expresiones artísticas del siglo XIX y la construcción de la nación, mostrando cómo el arte se inmiscuye de manera permanente y sobre todo consistente en medio de revueltas, exilios, guerras civiles, conspiradores y hasta presidentes sonsos. Al hacerlo le da un giro conveniente a la mirada histórica tradicional que ha puesto sus ojos y sus conocimientos en la explicación de la política o la economía de estos años, pero desviándolos cuando se trata de miniaturas, caricaturas, abismos, flores o paisajes. A lo máximo que llega cierta mirada es a poner al arte al servicio de la ciencia o a los floreros en la escenografía del relato y la iconografía independentista.
Esta reubicación de la mirada histórica es posible porque se van tejiendo los entrecruzamientos que revelan los sentidos de la trama. Por ejemplo, los más generales entre naturaleza y representación, y también los más sencillos pero no menos evocadores: «en la ornamentación de un reloj —escribe— se identifica la imagen neoclásica de David; en una acuarela que representa un precipicio se reconoce el Romanticismo; en dos bueyes impresos en litografía se advierte el realismo de Courbet». (Página 10).
Que esté dedicado a estudiantes curiosos es una magnífica invitación de la autora, que sabe que sin asombro y sin curiosidad es imposible el conocimiento, aunque a veces sean posibles las profesiones. Y la invitación es aún más atrevida al tratarse de un esfuerzo de memoria histórica en tiempos de desmemorias y discontinuidades, de rapidez y de instantaneidad.
Un lector, inclusive curioso, encuentra o construye las pistas de su lectura. Y cuando se trata de períodos históricos tan extensos, como un siglo, establece su propio orden para animarse a hacer el recorrido y no perderse (por lo menos tanto) en su intento.