Daniel C. Dennett - La conciencia explicada
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- Libro:La conciencia explicada
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1991
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La conciencia explicada: resumen, descripción y anotación
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PRELUDIO: ¿POR QUÉ SON POSIBLES LAS ALUCINACIONES?
Imagine usted que un grupo de malvados científicos le ha extirpado el cerebro mientras dormía y lo han introducido en un tarro con todo lo necesario para mantenerlo con vida. Imagine, además, que, hecho esto, los malvados científicos se dedican a hacerle creer que usted no es solamente un cerebro en un tarro, sino que sigue en pie con su cuerpo, participando en las actividades propias del mundo real. Esta vieja parábola, la del cerebro en un tarro, es uno de esos experimentos mentales favoritos que muchos filósofos siempre llevan en su zurrón. Es la versión moderna de aquel demonio malvado de Descartes (1641), un ilusionista imaginario empeñado en hacer lo imposible por distraer a Descartes ante cualquier situación, incluida su propia existencia. Sin embargo, como observó el propio Descartes, ni siquiera un malvado demonio con poderes infinitos sería capaz de hacerle creer en su existencia si esto no fuera cierto: cogito ergo sum, «pienso, luego existo». Hoy en día, los filósofos están menos preocupados por probar su existencia en tanto que entes pensantes (quizá porque consideran que Descartes resolvió el problema satisfactoriamente) y más ocupados en tratar de responder a la pregunta de qué conclusiones debemos extraer de nuestras experiencias sobre la propia naturaleza y sobre la naturaleza del mundo en que (aparentemente) vivimos. ¿Es posible que usted no sea más que un cerebro en un tarro? ¿Es posible que usted siempre haya sido un cerebro en un tarro?
Y si así fuera, ¿sería usted capaz de llegar a concebir su situación (por no hablar de confirmarla)?
El caso del cerebro en un tarro es un modo bastante ingenioso de aproximarse a estos problemas; sin embargo, quisiera utilizar esta parábola con un propósito ligeramente distinto. Me servirá para poner de manifiesto algunos hechos bastante sorprendentes en relación a las alucinaciones, los cuales, a su vez, nos encaminarán hacia los prolegómenos de una teoría —una teoría empírica y científicamente respetable— de la conciencia humana. El experimento mental, en su versión estándar, presupone que los malvados científicos poseen todos los medios a su alcance para transmitir a las terminaciones nerviosas de los sentidos los estímulos adecuados a fin de que su engaño tenga éxito, un supuesto que, aun reconociendo las evidentes dificultades técnicas que supondría, los filósofos han considerado como algo «posible en principio». Deberíamos ser un poco más cautos con aquello que, en principio, parece posible. En principio, también sería posible construir una escalera de acero hasta la Luna, o escribir en orden alfabético todas las conversaciones inteligibles llevadas a cabo en inglés que contuvieran menos de mil palabras. Sin embargo, ninguna de estas dos cosas es, de hecho, ni remotamente posible, y, a veces, una imposibilidad de hecho es teóricamente más interesante que una posibilidad en principio, como enseguida veremos.
Detengámonos sólo un momento para pensar en lo desalentadora que puede resultar la tarea emprendida por nuestros científicos malvados. Imaginémosles procediendo poco a poco, empezando por las tareas más sencillas hasta llegar a problemas de más difícil solución. Comenzarían con un cerebro convenientemente reducido a un estado comatoso, al que se mantiene con vida pero que no recibe ningún estímulo a través de los nervios ópticos, los nervios auditivos, los nervios somatosensoriales ni ninguna otra de las vías aferentes o, de entrada, del cerebro. Se suele asumir que un cerebro en estas condiciones permanecería en estado comatoso para siempre, sin necesidad de morfina para mantenerlo dormido, aunque existen algunas experiencias que parecen demostrar que un despertar repentino es posible incluso en circunstancias tan horribles como éstas. No me parece muy arriesgado afirmar que se sentiría usted bastante angustiado, si llegara a despertarse en tal estado: ciego, sordo, completamente insensible, sin ningún sentido de la orientación de su cuerpo. Sin ánimo de aterrorizarle, pues, los científicos deciden despertarle canalizando música en estéreo (debidamente codificada como impulsos nerviosos) hacia sus nervios auditivos. Producen también las señales apropiadas, que normalmente procederían de su sistema vestibular u oído interno, para hacerle creer que está usted tumbado boca arriba, aunque paralizado, insensible y ciego. Es muy probable que todo cuanto hemos descrito hasta ahora esté dentro de los límites del virtuosismo tecnológico en un futuro no muy lejano; quizá ya sea posible hoy en día.
Nuestros científicos continuarían, entonces, con la estimulación de los canales que habían enervado su epidermis, comunicándoles lo que habría sido interpretado como una suave y uniforme sensación de calor sobre la superficie ventral de su cuerpo (la barriga), y (rizando el rizo) podrían estimular los nervios epidérmicos dorsales (posteriores) a fin de simular la hormigueante textura de finos granos de arena presionando sobre su espalda. «¡Estupendo!», pensaría usted, «aquí estoy, tumbado en la playa, paralizado y ciego, escuchando buena música, pero seguramente en peligro de quemarme al sol. ¿Cómo he llegado hasta aquí, y cómo puedo pedir ayuda?».
Supongamos ahora que los científicos, después de haber conseguido todo esto, se enfrentan al problema más complejo de convencerle de que usted no es una mera nuez de coco caída sobre la playa, sino un agente capaz de participar de diversas actividades en el mundo. Proceden paso a paso: deciden en primer lugar liberar parcialmente la «parálisis» de su cuerpo fantasma y le permiten mover el dedo índice de la mano derecha sobre la arena. De hecho, lo que hacen es transmitirle la experiencia sensorial del movimiento de su dedo, lo cual se consigue provocando la sensación de realimentación cinestésica asociada a las señales motrices o volitivas relevantes en las terminaciones eferentes, o de salida, de su sistema nervioso. Pero también deben conseguir eliminar la insensibilidad de su dedo fantasma y producir los estímulos que provocarían la sensación de una arena imaginaria revuelta por efecto del movimiento del dedo.
De repente, nuestros científicos se ven enfrentados a un problema que pronto se les escapará de las manos, ya que la manera de percibir el movimiento de la arena depende de cómo decida usted mover el dedo. Calcular con propiedad la información necesaria para la realimentación, generarla y componerla, y finalmente presentarla en tiempo real se convertirá en un problema intratable computacionalmente, incluso en el más rápido de los ordenadores; alternativamente, si los malvados científicos deciden resolver el problema del tiempo real calculando previamente todas las respuestas posibles para poder «enlatarlas» y así reproducirlas cuando sea necesario, no conseguirán más que sustituir un problema insoluble por otro: hay demasiadas posibilidades que almacenar. En resumen, nuestros malvados científicos quedarán atrapados en el pantano de la explosión combinatoria en el mismo momento en que decidan concederle una mínima capacidad para explorar su mundo imaginario.
Nuestros científicos han topado con un conocido obstáculo, cuya sombra se proyecta en los aburridos estereotipos de cualquier videojuego. Las alternativas abiertas para la acción deben quedar estrictamente —y en contra de todo realismo— limitadas a fin de que la labor de aquellos que quieren representar el mundo permanezca dentro de los límites de lo factible.
Si los científicos no pueden hacer otra cosa que convencerle de que está condenado a jugar a Donkey Kong toda la vida, entonces son realmente unos científicos perversos.
Para este problema técnico existe algo parecido a una solución. Es la solución utilizada, por ejemplo, para reducir la carga computacional en aquellos simuladores de vuelo que poseen un gran realismo: el uso de
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