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Daniel C. Dennett - El ojo de la mente

Aquí puedes leer online Daniel C. Dennett - El ojo de la mente texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1981, Editor: ePubLibre, Género: Ordenador. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Daniel C. Dennett El ojo de la mente

El ojo de la mente: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Prólogo

¿Qué es la mente? ¿Pueden pensar las máquinas? Quienquiera que encare estos interrogantes cae indefectiblemente en un estado de perplejidad. La concepción de esta obra obedece al deseo de revelar esta perplejidad y darle relieve. Nuestro objeto no es tanto responder en forma directa a las grandes preguntas planteadas, como conmover a todos: quienes están comprometidos en una visión del mundo concreta, sensata, científica, y también quienes tienen una visión religiosa o espiritualista del alma humana. Consideramos que hoy no existe la respuesta fácil a estas preguntas, y que será necesario un replanteo radical de las cuestiones antes de pretender llegar a un acuerdo general en cuanto al significado de la palabra «yo». El propósito de nuestra obra es, pues, provocar, preocupar y confundir al lector, haciendo de lo obvio, algo extraño, y tal vez de lo extraño, algo obvio.

Deseamos agradecer a todos los colaboradores y personas que nos asesoraron e inspiraron: Kathy Antrim, Paul Benacerraf, Maureen Bischoff, Scott Buresh, Don Byrd, Pat y Paul Churchland, Francisco Claro, Gray Clossman, Paul Csonka, Susan Dennett, Mike Dunn, Dennis Flanagan, Bill Gosper, Bernie Greenberg, John Haugeland, Pat Hayes, Robert y Nancy Hofstadter, Martin Kessler, Scott Kim, Henry Lieberman, John McCarthy, Debra Manette, Marsha Meredith, Marvin Minsky, Fanya Montalvo, Bob Moore, David Moser, Zenon Pylyshyn, Randy Read, Julie Rochlin, Ed Schulz, Paul Smolensky, Ann Trail, Rufus Wanning, Sue Wintsch y John Woodcock.

DOUGLAS H. HOFSTADTER

DANIEL C. DENNETT

Chicago, abril de 1981.

Introducción

Vemos levantarse a la luna en el este. Vemos levantarse a la luna en el oeste. Vemos dos lunas que se aproximan mutuamente por el cielo frío y negro, y que una luna no tardará en pasar detrás de la otra en el curso de cada una. Estamos en Marte, a millones de kilómetros de casa, protegidos contra el frío mortal y seco del desierto rojo marciano por las frágiles membranas de la tecnología terrestre. Protegidos, pero perdidos, porque nuestra nave espacial está irremediablemente destrozada. Nunca volveremos a la tierra, a los amigos, la familia, los lugares que dejamos allí.

Pero quizá haya esperanza. En el compartimiento de comunicaciones de la nave averiada encontramos un teleportador Teleclono Mark IV con instrucciones para su uso. Si hacemos funcionar el aparato, debemos sintonizar la aguja para el receptor Teleclono en la Tierra y luego entrar en la cámara emisora, donde el teleportador nos desmantelará el cuerpo con rapidez y sin dolor y trazará un esquema con cada molécula que será enviado a la Tierra. Allí el receptor, con sus depósitos bien provistos de los átomos necesarios, producirá en forma casi instantánea, partiendo de las instrucciones recibidas, ¡nuestra persona! Transportada a la Tierra una vez más con la velocidad de la luz, a los brazos de los seres amados, que pronto estarán escuchando arrobados los cuentos de nuestras aventuras en Marte.

Una última inspección de la nave espacial dañada nos convence de que el Teleclono es nuestra única esperanza. Sin nada que perder, preparamos el transmisor, movemos las llaves indicadas y entramos en la cámara. ¡5, 4, 3, 2, 1, YA! Abrimos la puerta que tenemos delante y salimos de la cámara receptora del Teleclono a la atmósfera soleada y familiar de la Tierra. Hemos vuelto sin haber sufrido el menor daño después de nuestra larga caída desde Marte por el Teleclono. Nuestra milagrosa salvación de un fin terrible en el planeta rojo justifica un festejo. Y cuando nuestra familia y amigos se congregan a nuestro alrededor, notamos cómo han cambiado todos desde la última vez que los vimos. Después de todo, fue hace tres años y todos hemos envejecido. Por ejemplo, Sarah, nuestra hija, que debe de tener ahora ocho años y medio. Nos sorprendemos pensando: «¿Es posible que ésta sea la niñita que una vez sostuvimos en las rodillas?». Claro que es ella, reflexionamos, aunque hay que admitir que no la hemos reconocido, sino que la hemos extraído de nuestra memoria para identificarla luego por deducción. Está tanto más alta, tiene un aspecto tanto mayor… En realidad, la mayoría de las células de su cuerpo no estaban en ella cuando la vimos por última vez. Pero a pesar del crecimiento y del cambio, a pesar del reemplazo de sus células por otras, es la misma personita de la cual nos despedimos con un beso hace tres años.

Entonces tenemos una idea repentina: «¿Soy yo, realmente, la misma persona que besó a esta niñita hace tres años? ¿Soy la madre de esta niña de ocho años, o bien un ser humano enteramente nuevo, de pocas horas de edad, a pesar de mis recuerdos —o recuerdos aparentes— de los días y años anteriores? ¿Murió hace poco tiempo la madre de esta niña en el planeta Marte, indefensa y destruida en la cámara del Teleclono Mark IV?».

«¿Habré muerto en Marte? No, decididamente no he muerto en Marte, ya que estoy viva en la Tierra. Sin embargo, alguien debió de morir en Marte, la madre de Sarah. En tal caso, no soy la madre de Sarah. ¡No, tengo que serlo! Toda la intención de entrar en el Teleclono era volver a reunirme con los míos, con mi familia. Lo olvido todo el tiempo. Quizá no entré en ese Teleclono en Marte. Quizá se trató de otra persona, si acaso llegó a suceder. ¿Es esa máquina infernal un teleportador —un medio de transporte—, o bien, como lo sugiere su nombre de fábrica, una especie de asesino fabricante de gemelos? ¿Sobrevivió o no la madre de Sarah a su experiencia con el Teleclono? Creía que sobreviviría. Entró en la cámara llena de esperanza y expectativa, ya que adoptaba una medida para proveer a Sarah de alguien que la protegiese, alguien amado, pero también egoísta, por cuanto se salvaba de un gran peligro al optar por algo agradable. O por lo menos, tenía esa convicción. ¿Cómo sé yo que por lo menos, tenía esa convicción? Porque estaba allá. Porque era la madre de Sarah. O por lo menos, así parece».

En los días que siguen, nuestro ánimo se eleva y decae, con los momentos de alegría y de alivio alternados con los de profunda duda y cavilación espiritual. Tal vez pensamos, «no está bien fomentar la jubilosa creencia de Sarah en el retorno de su madre». Nos sentimos un poco impostoras y nos preguntamos qué pensará Sarah el día que descubra lo que sucedió en realidad allá en Marte. Recordamos lo que imaginó de la realidad al descubrir que no existía Papá Noel, cuando dio la impresión de estar tan confusa y dolida. ¿Cómo había podido su propia madre engañarla todos esos años?

Ahora con algo más que curiosidad ociosa levantamos el ejemplar de El ojo de la mente y comenzamos a leerlo, ya que nos promete llevarnos en un viaje de descubrimientos del alma y del yo. Aprenderemos, afirma, algo sobre lo que somos y sobre quiénes somos.

Pensamos para nuestros adentros:

Aquí estoy leyendo la página 10 de este libro. Estoy vivo. Estoy despierto. Yo veo las palabras en la página con mis ojos. Veo mis propias manos sosteniendo este libro. Tengo manos. ¿Cómo sé que son mis manos? Pregunta tonta. Están fijas en mis brazos, mi cuerpo. ¿Cómo sé que éste es mi cuerpo? Lo controlo. ¿Lo poseo? En cierto sentido, sí. Puedo hacer lo que quiera con él, mientras no cause daño a otros. Es más, una especie de bien legal, porque aunque no puedo venderlo legalmente a nadie mientras esté con vida, puedo transferir la posesión legal de mi cuerpo a, digamos, una escuela de medicina una vez que haya muerto.

Si poseo este cuerpo, cabe imaginar que soy algo distinto de este cuerpo. Cuando digo «poseo mi cuerpo» no quiero decir «este cuerpo se posee a sí mismo», afirmación probablemente sin sentido. ¿O acaso todo lo que no es propiedad de otro se posee a sí mismo? ¿Pertenece la Luna a todos, no pertenece a nadie, o bien pertenece a sí misma? ¿Qué puede ser el propietario de cualquier cosa? Yo puedo serlo, y mi cuerpo es una de las cosas que poseo. De cualquier manera,

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