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Juan Antonio Rivera - Lo que Sócrates diría a Woody Allen

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Juan Antonio Rivera Lo que Sócrates diría a Woody Allen
  • Libro:
    Lo que Sócrates diría a Woody Allen
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2004
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Lo que Sócrates diría a Woody Allen: resumen, descripción y anotación

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LO QUE NO SE PUEDE CONSEGUIR A FUERZA DE VOLUNTAD
I. El coleccionista

FREDDIE Y MIRANDA

La acción de esta cinta de William Wyler transcurre en un pueblo cercano a Londres (quizá Reading). Allí trabajaba, como oficinista en un banco, un joven retraído y amante de los recovecos de su soledad. Freddie (así se llama el joven) tiene dos únicas aficiones en su vida: una de ellas es coleccionar mariposas; es el coleccionista de la película. Su inocente pasatiempo ha sido descubierto a su pesar y lo ha convertido en el blanco de las pesadas burlas de sus compañeros de trabajo. Para una persona tímida y sensible como es él, y casi carente por completo de habilidades para el trato social, esas chanzas no resultan inofensivas, calan muy hondo en su ánimo y le confirman en su gusto por la soledad. El contacto con los demás es una fuente casi segura de mortificaciones para alguien constituido como él lo está; inteligente y extraño a la vez. Un día Freddie (Terence Stamp) se encuentra con que ha ganado 71 000 libras en las quinielas; eso da un golpe de timón brusco al curso de su vida: deja de trabajar en el banco y se toma más en serio su segunda afición.

Su otra afición es Miranda Grey (Samantha Eggar), una bella pelirroja estudiante de arte. La conoce desde pequeño, cuando ambos iban juntos al colegio en el mismo autobús. Como le confesará después a la propia Miranda, «la primera vez que te vi supe que eras la mujer de mi vida». La ha adorado en silencio durante todos esos años, sin que ella se haya percatado siquiera de su presencia; ha seguido sus pasos día tras día, conoce al dedillo sus costumbres, los lugares que frecuenta, cómo son sus amigos; incluso advierte que tiene un devaneo amoroso con un hombre mayor que ella.

De momento se ha limitado a esta persecución silenciosa. Pero un día Freddie descubre en un lugar apartado una casa en venta, con una bodega anexa, abandonada, decorada durante años solo por una espesa red de telarañas. Es entonces cuando decide dejar de contemplar a Miranda desde lejos y pasar a la acción: la sigue, como en tantas otras ocasiones, con su furgoneta, mientras ella pasea meditabunda y, ese día, algo apesadumbrada; la acorrala en un callejón y la deja inconsciente tapándole la nariz con una bolsa o torunda impregnada de cloroformo.

Ya inconsciente, la lleva a la bodega, que previamente ha acondicionado para recibir a su «huésped»: han desaparecido las telarañas y en su lugar vemos un tocador, libros de arte, vestidos y ropa elegidos según el gusto de ella, un radiador eléctrico para caldear la estancia, etc. No, Freddie no ha raptado a Miranda para violarla, sino para algo mucho más inusual: pretende tenerla encerrada allí hasta que se enamore de él.

INTENTOS DE FUGA

Miranda sale por fin de su estado de inconsciencia. Su rostro va expresando sucesivamente las sensaciones de aturdimiento, esfuerzo por recordar lo que le ha pasado, recuerdo, alarma y terror. Al poco tiempo se oyen unos discretos golpes en la puerta de la bodega y entra Freddie con una bandeja de comida para ella. Él se mueve con cuidado, como si tuviera delante un pájaro al que quisiera amaestrar o una mariposa a la que deseara acercarse lo más posible sin que ella levantara el vuelo. También trata de tranquilizarla con lo que le dice: le aclara que es su «invitada», que espera que se encuentre cómoda allí, que le pida lo que necesite… Miranda le mira con el asombro y la incredulidad pintados en el rostro, pero pronto intenta cosas más prácticas: aprovecha un descuido de él para intentar escapar por la puerta de la bodega, que ha quedado abierta. Freddie se interpone en su camino, la sujeta por los hombros y, en un tono de voz que la pasión vuelve gutural, le dice: «Te quiero». Se reprocha enseguida haber revelado tan tempranamente su secreto: «El caso es que me había prometido a mí mismo tantas veces que, de entrada, no te lo diría; que esperaría a que nos lo comunicásemos sin prisas. Y, cuando te he tocado, me ha salido».

A Miranda le empieza a entrar poco a poco en la cabeza que Freddie no busca conseguir dinero por su rescate ni sexo a las bravas, sino algo mucho más peregrino: su amor. Se da cuenta también de inmediato del poder que las revelaciones de su captor le confieren sobre él, y le llega a proponer un trato: «Si me dejas ir, no diré nada a nadie. Podríamos ser amigos y yo te podría ayudar. Escucha, si me dejas ir, comenzaré a admirarte; pensaré que me tenías a tu disposición, pero que fuiste muy gentil y te portaste como todo un caballero». Ortega y Gasset afirmaba que el enamoramiento es un estado de imbecilidad transitoria; pero Freddie, aunque está perdidamente enamorado de la chica, no es ningún idiota y, si bien no puede dejar de mirar con arrobo a Miranda, percibe con claridad la nota falsa que hay en sus palabras, el solecismo psicológico que contienen: nadie que te asegura que empezará a admirarte lo va a hacer después. Prometer a alguien que se le admirará no es como prometer hacerle un jersey de lana: la admiración no es el tipo de cosas que uno pueda ofrecer a otro imponiéndoselas a sí mismo previamente como tarea.

Cuando Miranda comprende que aquello no va a dar resultado, le pregunta a Freddie cuánto tiempo piensa tenerla retenida.

No sé, depende —responde él.

¿De qué? ¿Del tiempo que tarde en enamorarme de ti? Porque si es eso lo que quieres, me quedaré encerrada en esta habitación hasta que me muera.

Un poco más adelante, Miranda simula un ataque de apendicitis para que él se vea forzado a llevarla a un hospital. A estas alturas, ella sabe que no la dejará morir, que es la prenda más preciada de su vida y que tendrá que poner fin a su cautiverio para que ella se cure. Tampoco esto resulta, y empieza a entablarse entre ellos una especie de «carrera de armamentos»: cuanto más hábiles son los ardides de ella para escabullirse, mayor es la suspicacia y la alerta intelectual que Freddie despliega para atajarlos e inutilizarlos.

LA MIRADA AMBIGUA DEL ESPECTADOR

Continuando con el repaso de intentos de huida de Miranda llegamos a una de las escenas más significativas de la película: la primera vez que Miranda sale de la mazmorra para tomar un baño en casa de Freddie. Para impedir que se escabulla, ata las manos de la chica a su espalda, aunque renuncia, a petición de ella, a amordazarle la boca. Al salir al exterior, tras tantos días de cautiverio, Miranda aspira con fruición animal el aire fresco de la noche: las aletas de la nariz vibrantes de gozo, el pelo al viento, las mejillas sonrojadas… Está bellísima, ofrece sin pretenderlo una estampa muy atractiva; es más, muy erótica. Freddie percibe la sensualidad involuntaria que ella desprende copiosamente en esos momentos. Comienza, casi sin darse cuenta, a acariciarle los brazos y el pelo, mientras con la mirada parece interrogarla, pidiéndole permiso para seguir. Lejos de autorizar esos avances, la alarma de ella va en aumento, hasta que, percatándose de en qué puede acabar todo aquello, lanza un grito de socorro.

Freddie le tapa enseguida la boca y hace un extraño gesto de dolor (una torcedura brusca del cuello) en el que parecen confluir el pesar ante la negativa de ella y la rabia contra sí mismo por su momento de debilidad. Lo que acaba de pasar entre ellos deja además claro algo crucial para captar y entender la tensión que recorre la película: el amor de él por ella no es un amor blanco o asexuado sino muy al contrario, un amor apasionado en el que predomina una incandescente atracción física, que él a duras penas consigue dominar. El erotismo intenso que atraviesa la película tiene todo que ver con esta contención de sus deseos que Freddie se impone hasta tanto ella acceda de grado, y por amor, a satisfacerlos.

Es muy interesante que, justo después, se pueda observar uno de los pocos momentos de solidaridad de ella hacia la tortura por la que él está pasando. Miranda parece entender los desesperados esfuerzos de autocontrol de Freddie: retrocede un paso, se libra de la mano que le sella la boca, pero ya no grita en demanda de auxilio. Hay una tregua en esa «carrera de armamentos» que antes mencioné, subrayada por el silencio comprensivo de ambos. Ella renuncia momentáneamente a intentar escaparse de él, y Freddie, por su parte, no hace nada por volver a taparle la boca, sabedor de que, en ese instante de comprensión mutua y silenciosa, no hace falta.

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