José Manuel Sánchez Ron - Diccionario de la ciencia
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- Libro:Diccionario de la ciencia
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1996
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Sabemos que la ciencia penetra nuestras vidas, que las condiciona cada vez más profunda e intensamente. Y, sin embargo, para la mayoría de nosotros, el conocimiento científico es algo ajeno que contemplamos con una mezcla —surgida habitualmente de la ignorancia— de respeto y temor. Este diccionario pretende acercar esa aparentemente todopoderosa ciencia a todo tipo de lectores, incluyendo entre ellos a los propios científicos, alejados en su mayoría, en esta era de la especialización y compartimentación, de una visión global —y humana— de su disciplina, esencialmente múltiple, por otra parte. Pero para lograr semejante compendio —cuanto más completo y escueto mejor— que permita entender el mayor número posible de aportaciones científicas. Lo que este diccionario presenta es una visión personal, profundamente idiosincrásica y selectiva, apasionada e intensa de la ciencia. Una visión en la que, buscando la auténtica esencia del conocimiento e historia de la ciencia, se realiza una drástica selección de conceptos, teorías, problemas y personajes. Una visión, además, que, respetuosa con el valor del conocimiento científico, mira a la ciencia no como un nuevo —sin duda racional— dios, sino como un magnífico y luminoso, aunque en ocasiones problemático, instrumento al servicio de la dignidad, de las necesidades y escala de valores favorecida por la especie humana.
José Manuel Sánchez Ron
ePub r1.0
Un_Tal_Lucas 07.09.16
José Manuel Sánchez Ron, 1996
Editor digital: Un_Tal_Lucas
ePub base r1.2
A mis hijas, Mireya y Amaya
JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ RON, nacido en Madrid el 6 de enero de 1949, es un físico, historiador de la ciencia, académico de la Real Academia Española de la Lengua y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de una obra considerable en física teórica y, sobre todo, en historia de la ciencia. Una obra en la que combina el rigor del análisis histórico y científico con la claridad, la belleza narrativa y pasión de los mejores humanistas.
Vemos, así, hasta qué punto los monumentos del ingenio y del saber son más duraderos que los monumentos del poder o de las manos. Pues ¿no se han conservado los versos de Homero dos mil quinientos años o más, sin mengua de una sílaba o letra, cayendo en ruinas o siendo demolidos entretanto incontables palacios, templos, castillos, ciudades? No es posible tener efigies o estatuas de Ciro, Alejandro, César, ni de los reyes o altos personajes de épocas mucho más recientes: porque los originales no permanecen, y a las copias por fuerza ha de faltarles vida y verdad. Pero las imágenes de las inteligencias y del conocimiento humano quedan en los libros, sustraídas a los estragos del tiempo y capaces de perpetua renovación. Como que ni siquiera es apropiado llamarlas imágenes, porque no cesan de engendrar y esparcir su semilla en las mentes de otros, provocando y causando infinitas acciones y opiniones en las épocas sucesivas.
FRANCIS BACON, El avance del saber (1605)
Han transcurrido diez años desde que este Diccionario de la ciencia, uno de mis libros más queridos, vio la luz por vez primera. Una década no es, en principio, mucho tiempo, pero en ésta algunos apartados de la ciencia —en especial aquellos que tienen que ver con las ciencias biomédicas— han experimentado un gran, un enorme incluso, desarrollo. He tratado de dar cuenta de estos avances, o, mejor, de reaccionar ante ellos introduciendo algunos cambios en las entradas existentes y admitiendo nuevas voces (por ejemplo, «células madre», «clonación», «gripe», «malaria», «materia oscura» o «química»), pero debo confesar que no son excesivas las variaciones con respecto a la primera versión, aunque en justicia sí se debe hablar de una «nueva edición». Que éste sea un «diccionario de autor», es decir, un libro en el que, bajo la forma de diccionario, el autor presenta algo así como su visión del mundo, justifica, creo, mi decisión. Diez años después, en este libro se encuentra lo esencial de mi visión de la ciencia, y del mundo también. Aquellos que busquen un diccionario en el sentido clásico de la palabra, una obra en la que se tiene la esperanza de encontrar todos, o la mayoría, de los términos y conceptos de la materia a la que el diccionario está dedicado, deberán dirigirse a otro texto y no a este.
Únicamente me resta agradecer a todos aquellos que durante estos años se han dirigido a mí valorando positivamente este libro mío. No olvido el aprecio, el afecto y cariño que me han mostrado. Espero que no abandone nunca mi memoria el recuerdo del hombre que me telefoneó para decirme cuánto consuelo había encontrado en la entrada «Alzheimer», mal que su esposa sufría, ni el de la madre que me expresó, agradecida, que su hijo quería estudiar ciencias después de leer mi libro. Por todo eso estoy aún más agradecido a la editorial Crítica, en concreto a Gonzalo Pontón y Carmen Esteban, por haberme ofrecido la oportunidad de esta nueva edición.
Madrid, 14 de junio de 2006
«Heme aquí, a mis sesenta y siete años, dispuesto a escribir algo así como mi propia necrología», escribía Albert Einstein al inicio de las Notas autobiográficas que compuso en 1946. Estoy todavía lejos de tener sesenta y siete años, y, lo que es por desgracia —para mí— ciertamente imposible de remediar, por mucho que pasen los años, jamás podré compararme intelectualmente con Einstein. Aun así, afronto la escritura de este Diccionario de la ciencia con un talante no totalmente ajeno al que debió de mover a aquel genio de la física: como un ajuste de cuentas conmigo mismo. Me he pasado la mayor parte de mi vida estudiando, pensando y escribiendo sobre cuestiones científicas. Primero como físico teórico, después como historiador de la ciencia; ocasionalmente también abordando problemas de filosofía de la ciencia. Es hora ya que emplee esa formación pluridisciplinar, esos años gastados o ganados —nunca se sabe— para construir, y ofrecer a aquellos que la quieran leer, mi propia visión del mundo de la ciencia.
Un diccionario de autor constituye un magnífico instrumento para semejante propósito. No se tiene que responder de la elección de términos realizada; se sabe que ésta no es sino una excusa que sirve a los propósitos —o a los gustos— de quien lo escribe. En el caso de la ciencia, el no tener que asumir ninguna pretensión de generalidad, de globalidad, es particularmente satisfactorio, ya que el cuerpo de ideas, conocimientos, problemas y técnicas que acoge el universo científico contemporáneo es abrumador; de ahí ese fenómeno, que no hace sino crecer constantemente, llamado «especialización».
Ahora bien, ¿cómo seleccionar, cómo escoger entre semejante variedad? A esta idiosincrásica selección de voces mía la anima un triple propósito. El primero es el de acercar a mis lectores aquellos conceptos, ideas, teorías, resultados o problemas científicos que considero fundamentales —absolutamente fundamentales, me atrevería a decir—, o que por algún motivo pueden ser vinculados a cuestiones de especial relevancia. No creo que sea necesario insistir en que, de todas maneras, será fácil encontrar ausencias completamente injustificadas para muchos. Más necesario es advertir que los lectores no deben esperar de cada entrada netamente científica un «estado de la cuestión» sobre el tema que se aborda en ella. Esto es, también, imposible de conseguir. Lo que he buscado es, más que los últimos resultados, hacer hincapié en algún punto que considero particularmente atractivo e interesante.
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