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Isaac Asimov - El secreto del universo y otros ensayos científicos

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Isaac Asimov El secreto del universo y otros ensayos científicos
  • Libro:
    El secreto del universo y otros ensayos científicos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1989
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El secreto del universo y otros ensayos científicos: resumen, descripción y anotación

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ISAAC ASIMOV Petróvichi República Socialista Federativa Soviética de Rusia 2 - photo 1

ISAAC ASIMOV (Petróvichi, República Socialista Federativa Soviética de Rusia, 2 de enero de 1920 – Nueva York, Estados Unidos, 6 de abril de 1992). Fue un escritor y bioquímico ruso, nacionalizado estadounidense, conocido por ser un exitoso y excepcionalmente prolífico autor de obras de ciencia ficción, historia y divulgación científica.

La obra de ficción más famosa de Asimov es la Saga de la Fundación, también conocida como Trilogía o Ciclo de Trántor, que forma parte de la serie del Imperio Galáctico y que más tarde combinó con su otra gran serie sobre los robots. También escribió obras de misterio y fantasía, así como una gran cantidad de textos de no ficción. En total, firmó más de 500 volúmenes y unas 9000 cartas o postales. Sus trabajos han sido publicados en 9 de las 10 categorías del Sistema Dewey de clasificación.

Asimov, junto con Robert A. Heinlein y Arthur C. Clarke, fue considerado en vida como uno de los «tres grandes» escritores de ciencia ficción.

El secreto del universo y otros ensayos

Los artículos de este volumen son reediciones de los publicados en The Magazine of Fantasy and Science Fiction, aparecidos en los siguientes números:

«El polvo de los siglos» (noviembre 1958); «La fracción más pequeña del segundo» (septiembre 1959); «Un trozo de pi» (mayo 1960); «El cielo en la Tierra» (mayo 1961); «El huevo y el infusorio» (junio 1962); «Usted también puede hablar gaélico» (junio 1962); «El dedo que se mueve lentamente» (febrero 1964); «¡Signo de exclamación!» (julio 1965); «Estoy buscando un trébol de cuatro hojas» (septiembre 1966); «Doce coma tres seis nueve» (julio 1967); «¡Toca plástico!» (noviembre 1967); «Indecisa, coqueta y difícil de complacer» (febrero 1969); «El muro de luxón» (diciembre 1969); «Pompeyo y circunstancia» (mayo 1971); «Perdido en la no traducción» (marzo 1972); «Lo antiguo y lo definitivo» (enero 1973); «Mirar a un mono largo rato» (septiembre 1974); «Algunos pensamientos sobre el pensamiento» (enero 1975); «A toda marcha atrás» (noviembre 1975); «La diferencia más sutil» (octubre 1977); «El palacio flotante de cristal» (abril 1978); «Ay, todos humanos» (junio 1979); «¡Millón! Deberías vivir para ver esto» (agosto 1980); «Y tras muchos veranos, el protón muere» (septiembre 1981); «El círculo de la Tierra» (febrero 1982); «¿Qué camión?» (agosto 1983); «Más pensamientos sobre el pensamiento» (noviembre 1983); «Todo lo que alcanza a divisar el ojo del hombre» (noviembre 1984); «La relatividad de los errores» (octubre 1986); «Un poeta sagrado» (septiembre 1987); «El río más largo» (julio 1988); «El secreto del Universo» (marzo 1989).

INTRODUCCIÓN

En 1958 Robert P. Mills, que entonces dirigía The Magazine of Fantasy and Science Fiction, me preguntó si estaría dispuesto a escribir una columna mensual sobre temas científicos para la revista. Las condiciones eran que tenía que entregarla antes del cierre de la edición de cada mes, y a cambio me pagarían una pequeña cantidad (que no era lo más importante) y disfrutaría del privilegio de escribir sobre lo que quisiera, sin que el director hiciera ninguna sugerencia u objeción (lo cual era de una importancia capital).

Acepté inmediatamente, sin disimular mí alegría. No podía saber cuánto duraría este acuerdo; parecía bastante probable que después de un periodo más bien corto de tiempo ocurriera algo que lo diera por terminado. La revista podía dejar de publicarse, o podía llegar un nuevo director que no quisiera mi columna científica, o que me quedaría sin temas, o que no tuviera tiempo o salud para hacerlo. ¿Quién sabe?

Pero no ocurrió nada de eso. En el momento de escribir estas páginas, estoy celebrando el trigésimo aniversario de mi columna científica. No ha dejado de aparecer en ningún número. Ni Mills ni sus dos sucesores, Avram Davidson y Edward L. Ferman, han hecho jamás ninguna sugerencia u objeción, y tampoco han mostrado ni la más mínima intención de dejar de publicarla.

Mi primer artículo para Fantasy and Science Fiction apareció en el número de noviembre de 1958. Sólo tenía unas mil doscientas palabras, porque ésta era la extensión que me habían marcado. Unos meses más tarde me pidieron que alargara el artículo hasta cuatro mil palabras, lo que, en mi opinión, era un cambio muy halagador.

Así era ese primer articulo, «El polvo de los siglos»:

Uno de los descubrimientos más descorazonadores que hacen las amas de casa al principio de su carrera es que el polvo es invencible. Por muy limpia que se mantenga una casa, por muy poca actividad que se permita en su interior, y por muy a conciencia que se impida la entrada de los niños y otras sucias criaturas, en cuanto se da uno la vuelta todo aparece cubierto de una fina capa de polvo.

La atmósfera de la Tierra, sobre todo en las ciudades, está llena de polvo, lo cual está muy bien, porque, de lo contrario, no habría cielos azules y las sombras no estarían suavizadas.

Y el espacio también esta lleno de polvo, sobre todo entre los sistemas solares. Está atestado de átomos individuales y de conglomerados de átomos. Muchos de estos conglomerados alcanzan el tamaño aproximado de una cabeza de alfiler: son los llamados «micrometeoros» que, a las velocidades a las que se desplazan, son lo bastante grandes como para causar daños a una nave espacial. (Una de las funciones de los satélites espaciales es medir la cantidad de micrometeoros existente en el espacio que rodea a la Tierra.)

Esperamos que estas cantidades no sean lo bastante grandes como para impedir los viajes espaciales, pero de todas maneras son elevadas. Cada día la Tierra arrastra miles de millones de ellos, que arden en las capas superiores de la atmósfera debido al calor generado por la fricción y se mantienen siempre más allá de un radio de noventa kilómetros de la superficie del planeta. (Los ocasionales meteoros de mayor tamaño que pesan varios kilos e incluso toneladas son harina de otro costal.) Pero. ¿qué quiere decir que «arden»?

Al arder, los átomos que forman los micrometeoros no desaparecen, se limitan a evaporarse por el calor. Más tarde este vapor se condensa, formando un polvo finísimo. Lentamente, este polvo se va depositando sobre la Tierra.

Las medidas más recientes del polvo meteórico en la atmósfera (que yo sepa) son las publicadas por Hans Petterson en el número del 1 de febrero de 1958 de la revista científica inglesa Nature. Petterson subió hasta unos tres kilómetros sobre el nivel del mar, escalando las laderas del Mauna Loa en Hawai (y de otra montaña en Kauai), y tamizó el aire, separando el fino polvo para luego pesarlo y analizarlo. A una altitud de tres kilómetros, en medio del océano Pacifico, es razonable suponer que el aire estará bastante libre de polvo terrestre. Además, Petterson prestó especial atención al contenido de cobalto del polvo, porque el polvo meteórico contiene mucho cobalto y el terrestre muy poco.

Encontró 14.3 microgramos (un microgramo es la millonésima parte de un gramo) de cobalto en el polvo filtrado de un total de mil metros cúbicos de aire. Los meteoros contienen aproximadamente un 2,5 por 100 de cobalto, así que Petterson calculó que la cantidad total de polvo de origen meteórico presente en la atmósfera hasta una altura de noventa kilómetros es de 28 600 000 toneladas.

Este polvo no se limita a estar ahí. Se va depositando lentamente sobre la Tierra, mientras su cantidad sigue aumentando debido a la continua entrada de nuevos micrometeoros en la atmósfera. Si la cifra de 28 600 000 es constante, cada año se añade la misma cantidad de polvo que la que se deposita; pero, ¿cuál es esa cantidad?

Petterson se remontó a los datos relativos a la explosión del volcán Krakatoa en 1883, en las Indias Orientales, en la que las capas superiores de la atmósfera recibieron tremendas cantidades de polvo finísimo, que durante algún tiempo hizo que las puestas de sol fueran extraordinariamente hermosas en todo el mundo. Casi todo ese polvo había vuelto a depositarse en la Tierra dos años más tarde. Si esta cifra de dos años para depositarse en la Tierra también es válida para el polvo meteórico, entonces cada año se deposita sobre la Tierra la mitad del total, 14 300 000 toneladas de polvo, y 14 300 000 toneladas de nuevo polvo entran en la atmósfera.

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