LA CIENCIA DEL SEXO
Pere Estupinyà
Pere Estupinyà es químico y bioquímico. Abandonó su doctorado en genética para dedicarse a la difusión del conocimiento científico. Fue Knight Science Journalism Fellow en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y ha trabajado en el Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos y como consultor para la Organización de Estados Americanos y el Banco Interamericano de Desarrollo. También ha sido editor del programa Redes de TVE y ha escrito en diferentes medios de comunicación. Es un omnívoro de la ciencia, y no pierde ocasión de robar cerebros científicos con el objetivo de difundir su preciado contenido. Actualmente reside en Nueva York.
PRIMERA EDICIÓN VINTAGE ESPAÑOL, MARZO 2014
Copyright © 2013 por Pere Estupinyà Giné
Todos los derechos reservados. Publicado en coedición con Penguin Random House Grupo Editorial, S. A., Barcelona, en los Estados Unidos de América por Vintage Español, una división de Random House LLC, Nueva York, y en Canadá por Random House of Canada Limited, Toronto, compañías Penguin Random House. Originalmente publicado en español en España como S=EX2. La ciencia del sexo por Penguin Random House Grupo Editorial, S. A., Barcelona, en 2013. Copyright de la presente edición en castellano para todo el mundo © 2013 por Penguin Random House Grupo Editorial, S. A.
Vintage es una marca registrada y Vintage Español y su colofón son marcas de Random House LLC.
Ilustración de la © 2013 por alademosca
Información de catalogación de publicaciones disponible en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.
Vintage ISBN en tapa blanda: 978-0-8041-6963-9
Vintage eBook ISBN: 978-0-8041-6964-6
Diseño de la cubierta: Mikel Urmeneta
www.vintageespanol.com
v3.1
A Fazia,
por alterar todos mis niveles
hormonales habidos y por haber
Índice
Introducción
Cuando el neurocientífico Barry Komisaruk me propuso participar en uno de sus estudios sobre fisiología de la respuesta sexual acepté de inmediato. Era enero de 2012 y yo estaba documentándome para escribir este libro sobre la ciencia del sexo. Ser voluntario en un experimento de la reconocida Universidad de Rutgers me pareció una gran oportunidad para comprender desde dentro este tipo de investigaciones. Sin duda: ¡a por ello! Más tarde, cuando Barry me explicó que mi misión sería estimularme manualmente bajo un escáner de resonancia magnética funcional que mediría la actividad de diferentes áreas cerebrales mientras yo me excitaba y alcanzaba el orgasmo, le dije que debía pensármelo. ¡Buf! La imagen recreada en mi mente tenía un punto aterrador. A los pocos días envié un correo electrónico a Barry excusándome y diciéndole: «Barry, lo siento, pero me da vergüenza. Además, si soy sincero, no sé si sería capaz de cumplir el objetivo en dichas condiciones». Él insistió en que el experimento se desarrollaría con total privacidad, que lo único que el equipo vería sería mi cerebro en la pantalla del ordenador, y que no me preocupara por los nervios; que incluso si el experimento no culminaba, parte de los datos serían igualmente útiles. Añadió que me compensarían con doscientos dólares, lo cual no sé si en esas circunstancias fue un aliciente o una contrariedad.
En el capítulo 3 os contaré si terminé siendo el primer hombre de la historia en tener un orgasmo bajo un escáner de resonancia magnética funcional. Pero antes querría detenerme un momento para reflexionar sobre la súbita reacción que tuve a las pocas horas, tras mi respuesta negativa: «¿Vergüenza? ¿De qué sentía vergüenza realmente?». Al fin y al cabo, durante la investigación para mi último libro, El ladrón de cerebros, participé encantado en un estudio de Harvard para comprobar si un escáner cerebral idéntico al de Komisaruk podía detectar mis mentiras. También dejé que estimularan eléctricamente una parte de mi corteza frontal en los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos con el objetivo de averiguar si aprendía una tarea motora con mayor rapidez. Me he mareado dando vueltas en una centrifugadora de radio corto del Massachusetts Institute of Technology MIT para analizar cómo reaccionaba mi cuerpo a la ausencia de gravedad. Y he entrado en toda clase de laboratorios, incluidos los de investigación militar, de ética mucho más dudosa que el de Barry. El objetivo siempre ha sido conocer la ciencia desde lo más adentro posible. Y siempre que he tenido ocasión de observar o participar activamente en experimentos lo he hecho. Entonces, ¿por qué este decoro repentino? ¿Tenía la oportunidad de colaborar con uno de los investigadores líderes en el estudio de la relación entre el sistema nervioso y la respuesta sexual, y lo estaba rechazando por «pudor»? Curioso. Sobre todo porque me consideraba una persona de mentalidad abierta que vivía el sexo con absoluta naturalidad. Además, cuando semanas antes una investigadora del equipo de Barry me explicó que había estado estimulando diferentes zonas de sus genitales para ver qué nervios y áreas cerebrales estaban involucrados en cada tipo de excitación, me sorprendió que pudiera alcanzar un orgasmo en quince segundos, pero en ningún momento juzgué su participación en el estudio como algo indecoroso o grotesco. Me pareció perfecto e interesantísimo. Hasta que llegó mi turno y constaté hasta dónde llegan nuestros prejuicios con el sexo.
Quién sabe si el origen de mi vergüenza provenía de un instinto biológico o era fruto de la influencia cultural. El sexo es un acto irracional y, como tal, predecir en frío nuestras reacciones ante situaciones nuevas y emocionalmente intensas es arduo y complicado. A la mente humana no le es nada fácil conciliar razones y emoción.
De hecho, entre amigos y familiares, e incluso entre la pareja, por absurdo que nos parezca, a veces nos cuesta mucho hablar de sexualidad sin que un punto de rubor entorpezca nuestras palabras y desvíe las miradas.
Esto me preocupaba, ya que mi intención era escribir un libro sobre la ciencia del sexo que pudiera saltar generaciones y ser recomendado por un padre a su hijo y por un nieto a su abuela. Estoy convencido de que la sexualidad es una temática ideal para divulgar cómo funciona nuestro sistema hormonal y nervioso, la fisiología del cerebro, así como el análisis científico de nuestra mente y comportamiento social. Por eso quería escribir sobre sexo tal y como lo hago sobre ciencia, acercándolo a todos los públicos. Con este fin he intentado evitar el uso de un lenguaje soez o excesivamente explícito que pueda incomodar al lector. Por supuesto, no me andaré con rebuscados eufemismos cuando describa las diferentes terminaciones nerviosas que llegan al clítoris, la vagina o el cuello del útero. Reconozco también que jugaré un poco con la picardía y la imaginación del lector, que no podré evitar el sarcasmo al hablar de las circunstancias que provocan la eyaculación precoz en hombres que van de machotes, y que recurriré al infalible humor cuando yo mismo me sonroje frente al ordenador. Estoy firmemente convencido de que la comunicación de deseos, fantasías, dudas y problemas en el ámbito sexual es una de las tareas pendientes en la educación y la práctica médica, y que limita la capacidad de disfrutar de una de las actividades que mayor bienestar nos aporta y con más satisfacción realizamos.
Fijémonos si no en el estudio dirigido en 2010 por el psicólogo de Harvard Daniel Gilbert: a 2.250 hombres y mujeres les instalaron una aplicación en sus teléfonos móviles que les preguntaba a tiempos aleatorios qué estaban haciendo en ese preciso instante y cuán felices se sentían. Siendo 0 el mínimo y 100 el máximo de bienestar, la felicidad subjetiva de estar trabajando ocupaba los últimos lugares con un 61. Leer, ver la tele, cuidar a los hijos u oír las noticias eran actividades que caían todas alrededor del 65. Comprar estaba en el décimo lugar con un 68. Después pasear, rezar o meditar, y comer en el séptimo. Escuchar música en el quinto, conversar en el tercero con 74, hacer ejercicio ocupaba el segundo lugar con 77, y sí, efectivamente, encontrarse en una relación sexual ocupaba el podio de la satisfacción con un destacadísimo 92. La conclusión fue obvia: el sexo es la actividad que nos hace sentir más felices, al menos de forma temporal.