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Elena Ferrante - La invención ocasional

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Elena Ferrante La invención ocasional
  • Libro:
    La invención ocasional
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2019
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La invención ocasional: resumen, descripción y anotación

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E n otoño de 2017, el diario The Guardian me propuso escribir una columna semanal. Me sentí halagada y espantada a la vez. Nunca había tenido una experiencia de ese tipo y temía no ser capaz de sacarla adelante. Después de mucho vacilar, informé a la redacción de que aceptaría la propuesta si me enviaban una serie de preguntas que respondería una a una dentro de los límites del espacio asignado. Aceptaron mi petición enseguida, así como el pacto de que la columna no duraría más de un año. Poco a poco, el año pasó y me resultó muy instructivo. Nunca me había visto en la tesitura de tener que escribir por obligación, encerrada tras unas lindes inviolables, sobre temas que yo misma había pedido a los pacientes redactores que eligieran por mí. Estoy acostumbrada a buscar por mi cuenta una historia, unos personajes, un razonamiento y a poner una palabra detrás de otra, casi siempre con esfuerzo, borrando mucho; y al final lo que encuentro —suponiendo que encuentre algo— sorprende. Ante todo, a mí. Es como si, aprovechándose de mis intenciones todavía inseguras, una frase generara la siguiente, y nunca sé si el resultado es bueno o no; sin embargo, ahí está, y entonces hay que seguir dándole vueltas, ha llegado el momento de que el texto cobre la forma que deseo. Pero en los artículos para The Guardian prevaleció el choque casual entre el tema editorial y la urgencia de la escritura. Si a la primera versión de un relato le sigue enseguida un largo período, a veces muy largo, de profundización, de reescritura, de dilatación o drenaje meticuloso, en este caso ese proceso fue mínimo. Estos textos nacieron hurgando de inmediato en la memoria en busca de una pequeña experiencia ejemplar, recurriendo de modo irreflexivo a convicciones forjadas en libros leídos hace muchos años, después desconectadas y vueltas a conectar gracias a otras lecturas, siguiendo intuiciones súbitas inducidas por la misma necesidad de escribir, llegando a conclusiones bruscas a causa del espacio ya agotado. En fin, ha sido un ejercicio nuevo: cada vez que echaba el cubo al pozo oscuro de mi cabeza, sacaba una frase y esperaba con aprensión a que otras la siguieran. El resultado, por ahora, es este libro que comienza casualmente el 20 de enero de 2018, con el relato siempre inseguro de una primera vez, y termina casualmente el 12 de enero de 2019, con la puesta a punto de una última vez. He sentido la tentación de ordenar las distintas piezas de un modo más meditado y he preparado los posibles índices. Pero me ha parecido presuntuoso maquetarlos como si hubiesen nacido a raíz de un proyecto bien articulado, y al final los he dejado alineados, junto con las ilustraciones fantasiosas y coloridas de Andrea Ucini, según sus fechas de publicación. No he querido ocultarme ante todo a mí misma su naturaleza de invenciones ocasionales, por lo demás no distintas de aquellas que nos hacen reaccionar a diario en el mundo en el que nos ha tocado vivir.

18 de marzo de 2019

LOS ARTÍCULOS

H ace un tiempo planeé contar mis primeras veces. Hice una lista de unas cuantas: la primera vez que vi el mar, la primera vez que viajé en avión, la primera vez que me emborraché, la primera vez que me enamoré, la primera vez que hice el amor. Fue un ejercicio tan arduo como inútil. ¿Cómo podía ser de otro modo? Consideramos las primeras veces con excesiva indulgencia. Por su naturaleza, se basan en la inexperiencia, y enseguida fueron engullidas por todas las veces que vinieron después, no tuvieron tiempo de asumir una forma autónoma. Sin embargo, las evocamos con simpatía, con añoranza, atribuyéndoles la fuerza de lo irrepetible. Debido a esta incongruencia en su constitución, mi proyecto empezó a hacer aguas de inmediato y naufragó definitivamente solo cuando traté de contar con veracidad mi primer amor. En este caso específico, hice un gran esfuerzo de memoria para buscar elementos significativos y encontré muy pocos. Él era muy alto, muy delgado y me parecía guapo. Tenía diecisiete años; yo, quince. Nos veíamos todos los días a las seis de la tarde. Íbamos a una callejuela desierta detrás de la estación de autocares. Él me hablaba, pero poco; me besaba, pero poco; me acariciaba, pero poco. Le interesaba sobre todo que lo acariciara yo. Una noche —¿era de noche?— lo besé como me hubiera gustado que me besara él. Lo hice con una intensidad tan ávida e impúdica que después decidí dejar de verlo. Sin embargo, no sé si este hecho —el único esencial para mi relato— ocurrió de verdad en esa ocasión o en el curso de otros pequeños amores que siguieron. Además, ¿era realmente tan alto? ¿Y nos veíamos realmente detrás de la estación de autobuses? Al final descubrí que de mi primer amor recordaba ante todo mi estado de confusión. Amaba a aquel chico hasta el punto de que verlo me despojaba de toda percepción del mundo y me sentía al borde del desmayo, no por debilidad, sino por exceso de energía. Nada me resultaba suficiente, quería más, y me sorprendía que él, por el contrario, después de desearme tanto, de repente me encontrara superflua y huyera como si yo me hubiese vuelto inútil. Bien, me dije, escribirás sobre el primer amor y hasta qué punto es, en su conjunto, insuficiente y misterioso. Pero cuanto más trabajaba en ello, más vaguedades, ansias e insatisfacciones apuntaba. De modo que la escritura se rebelaba, tendía a llenar vacíos, a dar a la experiencia la melancolía estereotipada de la adolescencia perdida. Por ello dije: Se acabó el relato de las primeras veces. Lo que hemos sido en el origen no es más que una mancha confusa de color contemplada desde la orilla de aquello en lo que nos hemos convertido.

20 de enero de 2018

N o soy valiente. Ante todo, me da miedo cualquier cosa que se arrastre, y en especial las serpientes. Me dan miedo las arañas, la carcoma, los mosquitos, incluso las moscas. Me dan miedo las alturas y, por tanto, los ascensores, los teleféricos, los aviones. Me da miedo la tierra misma donde posamos los pies cuando imagino que podría abrirse o que, por una avería repentina en el mecanismo universal, podría caerse como en la rima infantil que recitábamos de pequeñas cuando jugábamos al corro (Gira, gira rotundo, se cae el mundo, se cae la tierra, todos a tierra… Cuánto me aterraban estas palabras). Me dan miedo todos los seres humanos cuando se vuelven violentos: me dan miedo cuando gritan, cuando insultan, cuando esgrimen palabras de desprecio, palos, cadenas, armas blancas o de fuego, bombas atómicas. Sin embargo, de joven, en las ocasiones en que había que mostrarse impávidas, me obligaba a quedarme impávida. Pronto me acostumbré a tenerle menos miedo a los peligros, verdaderos o imaginarios, y empecé a tenerle más miedo, mucho más, al momento en que los demás reaccionaban porque yo, paralizada, no lograba hacerlo. ¿Que mis amigas chillaban porque había una araña? Yo superaba el asco y la mataba. ¿Que el hombre al que amaba me proponía unas vacaciones en la montaña con los inevitables viajes en telesilla? Sudaba la gota gorda, pero iba. Una vez, el gato trajo una culebra y la dejó debajo de la cama, y yo, armada de escoba y recogedor, chillando, la eché fuera. Y si alguien amenaza a mis hijas, a mí, a cualquier ser humano, a cualquier animal no agresivo, supero las ganas de salir corriendo. Según la opinión general quienes reaccionan con tanta terquedad como me he adiestrado a hacer yo son quienes tienen verdadera valentía, esa que consiste, precisamente, en vencer el miedo. Pero no estoy de acuerdo. Las personas pávidas-combativas como yo colocamos en la cima de todos nuestros miedos el miedo a perder la estima por nosotros mismos. Nos atribuimos con inmodestia tan alto valor que, con tal de no encontrarnos cara a cara con nuestra bajeza, somos capaces de cualquier cosa. En conclusión, nos tragamos los miedos no por altruismo sino por egoísmo. De manera que, debo reconocerlo, me doy miedo. Sé desde hace tiempo que soy capaz de excederme, de ahí que intente atenuar las reacciones agresivas a las que me he obligado desde niña. Estoy aprendiendo a aceptar el miedo, incluso a exhibirlo burlándome de mí misma. Empecé a hacerlo cuando comprendí que mis hijas se asustaban si las defendía con una vehemencia exagerada de peligros pequeños, grandes, imaginarios. Quizá lo que debe dar más miedo es la furia de las personas aterradas.

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