Traducción de Robert Juan-Cantavella
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Para Rosy, miflor de combate, para mi hermana y mi padre, para todos los superhéroes con y sin bata blanca que no han abandonado el barco durante la tormenta.
¡prospera, libro mío!, despliega las velas blancas, embarcación mía, y atraviesa las olas imperiosas,
canta, navega, surca el azul ilimitado que se extiende desde mí a los siete mares para llevar esta canción a los marineros y a todos sus barcos.
W ALT W HITMAN , Hojas de hierba,
traducción de Eduardo Moga
(Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2014)
Era la primera vez que un paciente venía a mi consulta en skateboard.
Profesor P EFFAULT DE L ATOUR
Acabo de atravesar el infierno en autoestop. El auténtico infierno. No aquel que tiene fuego y unos tipos con cuernos que escuchan heavy metal, no, sino el infierno del que no sabes si saldrás con vida.
HACER EL TONTO POÉTICAMENTE
ES UN OFICIO ESTUPENDO
6 de noviembre de 2013
«Haces demasiadas cosas al mismo tiempo, ya no tienes veinte años», me decían.
Ya descansaré cuando esté muerto.
Soy un adicto al entusiasmo. Tengo el cráneo tan lleno de cuevas de Alí Babá que casi se me saltan los ojos. Nunca me aburro, salvo cuando me hacen bajar el ritmo. Mi corazón lanza fuegos artificiales. Soy un auténtico hombre-volcán y por mis venas corre lava. Busco la convulsión eléctrica de la sorpresa. No sé vivir de otra forma.
Siempre he soñado con ser un superhéroe, principalmente para salvarme a mí mismo. Pero acabar con mis demonios sería demasiado sencillo, en realidad los necesito. Si los mato, me mato. Por más que he deseado ser inventor, crooner, mediopoeta, ilusionista, patinador en skate de plástico, comedor de mujeres de piel de crepe o imitador de animales salvajes, soy insomne, y estoy angustiado y cansado por haber creído demasiado. Como si me hubiese tomado el pelo a mí mismo.
Perder a mi madre marcó un antes y un después en mi bulimia creativa. Desde entonces no ha dejado de crecer. A cada cual sus muletas, las mías son peonzas eléctricas: solo puedo apoyarme en ellas cuando están en movimiento. Las reglas son simples: no detenerse, tampoco frenar y sobre todo no permanecer encerrado en ninguna parte, ni en sentido literal ni en el figurado. Hacer el tonto poéticamente es un oficio estupendo.
El rock es un oasis de adrenalina para niños perdidos. De existir una carretera para poder dar la vuelta al mundo siguiendo el ecuador, mi grupo Dionysos habría recorrido en camión esos cuarenta y cuatro mil kilómetros más de cuatro veces. Somos una tribu eléctrica formada por amigos desde hace ya veinte años. Siento como en el escenario me crecen alas en la cabeza. La fricción del combustible emocional me transporta. Cuando en la médula de mis huesos siento vibrar el rumor de la multitud, no puedo sino entregarme sin límites. El problema es que doy más de lo que tengo. Soy el más tonto de los dragones. El que escupe chispas y se chamusca las alas con ellas.
Sin embargo, en el horizonte siguen surgiendo maravillosos retos. Viajar al sur, ver a mi familia en un lugar que no sea un camerino después de un concierto, ir al cine en bicicleta y puede que incluso ser padre.
Últimamente todo se interrelaciona. Conducido por la montaña rusa de mi gira-película-libro, me parecía que mi abrumador cansancio era algo más o menos lógico. No he tenido vacaciones en dos años, he descansado poco y he tomado poco sol, aunque sentía una alegría rabiosa. Tengo que acabar este largo sprint cueste lo que cueste. ¡Y el estreno de mi primer largometraje será la mágica línea de meta! Imposible desperdiciar tan fabuloso privilegio. Hace seis años que trabajo en este sueño, no es el momento de rendirse. ¡Prohibido aminorar la marcha!
En los últimos hectómetros de esa carrera, rodamos el videoclip de Dionysos –«Jack y la mecánica del corazón»–, que acompañará el estreno de mi película de animación homónima. Tras salir de París bajo las estrellas marchitas de la madrugada, el grupo llega medio dormido al estudio de grabación. Madrugar y el rock combinan tan bien como las tostadas con mermelada y el whisky. Todo el mundo habla al ralentí. Tengo unas ojeras como las de E.T. Gracias al maquillaje y a la imagen en blanco y negro disimulo mis ciento cincuenta años. Pocas veces me he sentido tan cansado, pero aquí estoy, con mi ropa demasiado estrecha y mis zapatos puntiagudos. Eso debería bastar.
Las cámaras y las luces están preparadas, comienza el rodaje. Simulamos que tocamos la canción. Siento que alrededor todo se mueve. Es tan agotador y divertido como saltar sobre las olas.
Sin embargo, al final de las tomas tengo la impresión de que mi corazón va a estallar. La sensación de que en lugar de pulmones tengo una avellana y respiro a través de una pajita obstruida. Cada salto me cuesta una fortuna en aliento. La cabeza me da vueltas. Se me paralizan los músculos. Pero todavía queda por grabar otra toma. Me he desfondado en los planos amplios y ni siquiera hemos empezado con los primeros planos. No digo nada, trato de recuperar el resuello durante las pausas. El grupo está ahí, lo mismo que los de la discográfica y el equipo de la película. Imposible retroceder ni reducir la marcha. Tengo que hacerlo todo a fondo. Inventar historias verdaderas me hace profundamente feliz. Vivirlas y compartirlas, todavía más. Trato de concentrarme en esa realidad.
Trigésima toma: aprieto los dientes, intento ahorrarme los movimientos más violentos, pero sin dejar de resultar intenso. Me estoy mareando. Nadie se da cuenta. Eso me tranquiliza, aunque aumenta mi sensación de aislamiento.
Por fin termina la jornada. Todo el mundo está contento. Me cruzo con mi reflejo en el espejo del baño, estoy más pálido que Drácula. No digo nada a nadie. Pero mañana por la mañana iré a sacarme sangre.
INDISPENSABLE PARA LA VIDA
7 de noviembre de 2013
Entro en una de estas tiendas médicas con pinta de hospital en miniatura llamadas laboratorios. Una dosis de silencio azul, un pinchazo, después un azucarillo y quedo en libertad. «Está usted muy muy blanco, señor Malzieu… ¿Se encuentra bien?» La enfermera que acaba de pincharme tiene una de esas sonrisas superentrenadas en la compasión que me hacen temblar.
Hoy es el viernes del fin de semana del 11 de noviembre y el lunes es fiesta, así que no tendré los resultados hasta el martes. Subo por el bulevar Beaumarchais a cámara lenta. Una viejecita con un miniperro peinado igual que ella me adelanta en la plaza de la République. Compro L’Équipe y me como unos nuggets para no pensar en nada durante varios minutos. Me siento un poco mejor.
Vuelvo a casa. Queda justo al lado, pero me cuesta lo mío. Llevo el abrigo y estoy aterido de frío, la gente, en cambio, se pasea por ahí en jersey, tan tranquila. Ya hace algunas semanas que no subo por la escalera, hoy me ahogaba incluso en el ascensor.
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