César Aira - Sobre el arte contemporáneo & En la Habana
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- Libro:Sobre el arte contemporáneo & En la Habana
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2013
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Sobre el arte contemporáneo & En la Habana: resumen, descripción y anotación
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Los dos ensayos que integran este volumen fueron escritos con una década de diferencia. Sobre el arte contemporáneo es la alocución con la que César Aira inauguró el congreso Artescritura, que tuvo lugar en Madrid en 2010 y que se proponía superar la brecha que separa a escritores y artistas visuales. En La Habana, en cambio, parte de un recorrido por la casa museo del escritor Lezama Lima, realizado durante una visita a Cuba en el año 2000, y desemboca en una crónica del viaje por los museos de la ciudad y los objetos que allí se exponen.
Estos dos imponentes textos de uno de los autores clave de las letras hispanas vuelven a incidir en algunos de los temas predilectos de Aira: la relación entre arte y literatura, el proceso de creación, el arte de lo incompleto y, en definitiva, la veracidad de la escritura.
César Aira
ePub r1.0
Titivillus 02.05.16
César Aira, 2013
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Los dos textos que integran este volumen, separados por una década y diferentes en su tema y forma, responden de todos modos a los mismos intereses, que no son ni los del crítico de arte ni los del cronista viajero. El primero reproduce la alocución inaugural al coloquio Artescrituras, que tuvo lugar en Madrid entre el 20 y el 22 de octubre de 2010, organizado por Javier Montes. El segundo es el relato parcial de una visita a Cuba en el mes de mayo de 2000, invitado por la editorial entonces denominada Grijalbo-Mondadori.
Mi punto de vista es el del escritor que busca inspiración, estímulo, procedimientos y temas en la pintura. Es decir, un personaje clásico, casi convencional, y casi inevitable. Un comienzo posible de la historia de la literatura, en todo caso un mito de origen, sería el del primer poema, el primer relato, como descripción o interpretación fabulosa de un dibujo o una estatua. Contarles a los amigos o a los vecinos de caverna cómo cacé un bisonte es un simple acto de comunicación, al que la lengua es puramente funcional; pero contarles la historia que sugieren esos bisontes y cazadores pintados en la pared… eso bien podría ser un anticipo de literatura. La mediación de las imágenes impone una distancia, y la distancia crea un espacio, en el que las palabras pueden resonar y multiplicar su expresión más allá de lo utilitario.
Como mito de origen es bastante dudoso, y de todos modos ya no estamos en el origen; quizás estamos en el final. Salvo que en nuestro oficio el final, o la finalidad, consiste en llegar al origen. Y cualquier origen es bueno, si sirve. Por mi parte, encabalgado en esta épica personal y dudosa de las mediaciones, he encontrado en las derivas del Arte Contemporáneo una fuente incomparable e inagotable de fantaseos productivos, y eso desde la primera infección, que tiene fecha. Fue en el año 1967, cuando compré en una librería de Buenos Aires el libro Marchand du Sel, primera compilación de los escritos de Marcel Duchamp hecha por Michel Sanouillet. Ese libro, publicado en 1959 por las ediciones Le Terrain Vague de Erik Losfeld, traía un desplegable transparente en el que estaba fotografiado el Gran Vidrio, y se ha vuelto un valioso objeto de colección —tanto que tuve que comprarme una reedición de bolsillo para no seguir manoseándolo y poder mantenerlo en buen estado por si alguna vez quiero venderlo. De la preciosa primera edición al descartable ejemplar barato, el contenido de un libro, con toda su carga de calidad e información, puede trasladarse sin pérdida. A diferencia de la imagen, la palabra escrita no necesitó de los avances técnicos para llegar a la reproducción perfecta de sí misma.
Pero ahí interviene el fetichismo, que es la superación dialéctica de la reproducción. Y es por un fetichismo sentimental o autobiográfico que no pienso vender, por ahora, mi Marchand du Sel. A los dieciocho años que tenía cuando lo compré, yo quería ser escritor; quería escribir novelas como las que me habían acompañado desde la infancia, opinar sobre mis colegas, teclear la máquina de escribir hasta gastarme los dedos, decir cosas inteligentes, importantes, ser poeta, ensayista, ganar el Premio Nobel; además, y como si todo esto fuera poco, todavía me sentía a tiempo de llegar a ser Rimbaud. Pero el hechizo de Duchamp, esa especie de fascinación fría de la que él tenía el secreto, interrumpió para siempre estos planes. Fue una intuición sin formas definidas, pero imposible de ignorar. La indefinición que la rodeaba la hacía más irresistible. Me ha llevado estos cuarenta años empezar a vislumbrar lo que había detrás de esa ensoñación adolescente, y sigo sin saber si fue exactamente lo que me propuse, o si puede haber algo exacto en el asunto, o si importa entenderlo. Creo que lo que se me reveló, a través de aquel desplegable transparente, fue la inutilidad de escribir libros, aun amándolos como yo los amaba, o precisamente porque los amaba. Había llegado la hora de hacer otra cosa. Esa otra cosa (que por lo demás ya estaba hecha y la había hecho Duchamp) fue lo que hice en definitiva, usando el disfraz de escritor para no tener que explicarme: escribir las notas al pie, las instrucciones imaginarias o burlonas, pero coherentes y sistemáticas, para ciertos mecanismos inventados por mí, que hicieran funcionar a la realidad a mi favor.
Este programa era antidiscursivo sin dejar de ser locuaz. Satisfacía a la vez el gusto por el secreto y el disgusto por el silencio oportunista, me evitaba hablar, explicar, interpretar, opinar, instruir, comunicar, pero no escribir, en tanto sacaba a la escritura del campo de la cháchara del sabelotodo y la ponía en la longitud de onda de los juegos de la inteligencia y la invención, por donde había pasado Duchamp y donde pasaba su copiosa estela, que poco después empezaría a llamarse Arte Contemporáneo.
Estos antecedentes seguramente permiten adivinar que soy lector asiduo y suscriptor de las revistas que transmiten las novedades del arte, Artforum, en primer lugar (mi colección de Artforum se remonta a los años setenta), Art in America, Flash Art, Frieze, Art Press… Y empiezo justamente por las revistas, por un hecho que he notado, que muchos habrán notado, y que se hace más notorio año tras año, cual es que estas revistas, cada vez mejor impresas, con reproducciones fotográficas siempre más perfectas, tienen una oferta visual cada vez más pobre y desalentadora. Llega Artforum, y la primera hojeada impaciente muestra fotos de salas oscuras con pantallas en las que hay algunas imágenes borrosas, galerías vacías, una señora sentada a una mesa, ropa colgada de percheros, tomas de videos en los que apenas se discierne algo que podría ser follaje o nubes o un charco, un cuarto con unos tablones tirados en el suelo o apoyados contra las paredes, una instantánea de una familia en la playa, un cocktail, una oficina… Es posible llegar a la última página sin haber encontrado nada que hable visualmente por sí mismo. Se hace necesario volver al principio y leer con atención, para descubrir a qué estaban haciendo referencia esas fotos decepcionantes; y una vez informado, uno reconoce que eran la mejor documentación que había podido lograrse de obras de arte que bien pueden ser innovadoras, inteligentes, valiosas, pero que se empeñan en una obstinada voluntad de no dejarse fotografiar.
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