César Aira - Cumpleaños
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- Libro:Cumpleaños
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- Año:2000
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Cumpleaños: resumen, descripción y anotación
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Hace poco cumplí cincuenta años, y había acumulado grandes expectativas con la fecha, no tanto por el balance de lo vivido que podría hacer entonces como por la renovación, el recomienzo, el cambio de hábitos. De hecho, no pensé ni por un instante en hacer un balance o evaluar el medio siglo pasado. Tenía la vista fija en el futuro. No veía el cumpleaños sino como un punto de partida, y aun sin entrar en detalles ni hacer planes concretos me había hecho esperanzas muy brillantes, si no de empezar una vida totalmente nueva, al menos de librarme, por lo rotundo del aniversario, de algunos de mis viejos defectos, el peor de los cuales es justamente la postergación, el repetido incumplimiento de mis promesas de cambio. No era tan descabellado. Después de todo, dependía sólo de mí. Era más realista que las esperanzas o temores que pone la humanidad en el año 2000, porque cumplir cincuenta años no es algo tan arbitrario como una fecha en el almanaque. Al revés de lo que suele pasar en estos casos, las esperanzas, aun las más infundadas, actuaban a mi favor, ya que podían resultar en una profecía autocumplida. Todo indicaba que iba a serlo, a juzgar por mis expectativas.
Y sin embargo, no pasó nada. El día de mi cumpleaños llegó y pasó: trabajos pendientes, ocupaciones banales, la fuerza de la rutina, que a esta edad se hace tan dominante, compitieron para que pasara sin pena ni gloria. La culpa fue mía, por supuesto, porque si quería que hubiera un cambio debía haberlo efectuado yo mismo, y en realidad me confié a la magia del acontecimiento, me dejé estar, seguí siendo el mismo de siempre. ¿Qué otra cosa podía esperar, en términos prácticos, si no había tenido ninguna intención de divorciarme, ni de mudarme, ni de cambiar de trabajo, ni de nada especial? En fin, lo tomé con filosofía y seguí viviendo, lo que no es poco.
El error, si lo hubo, estuvo en no advertir que los cambios suceden por el lado que uno menos espera, y es eso lo que los vuelve cambios genuinos. Es una ley fundamental de la realidad. Cambia otra cosa, no la que uno esperaba. Caso contrario, seguimos en lo mismo. No se trata tanto de imprevisión o error de cálculo, ni siquiera de falta de imaginación, porque hasta la imaginación tiene sus límites. Las expectativas de cambio se construyen alrededor de un tema, pero el cambio siempre es un cambio de tema. Debería haberlo sabido, por mi experiencia de novelista. Pero tuve que esperar los hechos para enterarme.
Unos meses después, una linda mañana de otoño, iba caminando por la calle con Liliana. Levanté la vista, aspirando el aire frío y tonificante. El cielo estaba despejado, de un celeste luminoso; allá arriba, a mi izquierda, una media Luna dibujada en ese blanco poroso que tiene de día; a la derecha, oculto para nosotros por los edificios, el Sol todavía bajo. Yo me sentía eufórico, cosa nada rara en mí (es mi estado natural), risueño y optimista. Estaba parloteando de cualquier cosa, y de pronto, con la vaga intención de hacer una especie de broma, dije lo siguiente:
—Debe de ser mentira que los recortes de la Luna los produce la sombra que proyecta la Tierra al interponerse entre la Luna y el Sol, porque ahora el Sol y la Luna están los dos en el cielo, la Tierra no se interpone en lo más mínimo, y aun así la Luna está recortada. ¡Nos han tenido engañados! Ja, ja, ja. Las formas de la Luna debe de provocarlas alguna otra causa, ¡y nos quieren hacer creer… ja, ja… que es la sombra de la Tierra…! ¡Qué barbaridad!
Mi esposa, que no siempre aprueba mi sentido del humor, alzó la vista a su vez, extrañada, y me preguntó:
—¿Pero quién dijo que es la sombra de la Tierra la que produce las fases de la Luna? ¿De dónde sacaste eso?
—A mí me lo enseñaron así —mentí—: en Pringles.
—No puede ser. A nadie podría habérsele ocurrido semejante disparate.
—¿Pero entonces cómo es? ¿Cómo?
—No hay ninguna sombra. El Sol ilumina la Luna, y como pasa con toda fuente de luz que ilumina una esfera, no la ilumina toda sino una mitad. Según la posición relativa de la Tierra, vemos una porción de esa mitad; la porción visible va creciendo hasta que vemos la mitad entera, que es cuando hay Luna llena, y después decrece hasta que no vemos nada de esa mitad iluminada. Es muy fácil.
—¿En serio? Entonces fui yo solo el que vivió equivocado, ja, ja.
Ahí la dejamos, en una nebulosa de chiste, de los tantos que hago en el curso del día. Basta decir que es un chiste «malo» y nadie se preocupa por buscarle el sentido. Salvo que de este «chiste» no me olvidé, y poco a poco se me fue haciendo patente lo monstruoso de mi ignorancia. Era cierto que había vivido equivocado, y no respecto de algo sobre lo que fuera excusable equivocarse, sino en algo tan obvio, tan visible, que era casi el modelo de lo obvio y lo visible. Que yo me considerara un intelectual, un hombre cultivado, curioso e inteligente, hacía más risueña la broma. La Luna siempre está ahí colgada frente a uno, siempre encendida, llamativa, todas las noches de la vida, sus formas repitiéndose con puntualidad, doce veces al año. Y el Sol como un reflector, la Tierra con sus días y sus noches, todo dando vueltas… Un niño de ocho años no demasiado imbécil podía haber sacado las conclusiones correctas. O un salvaje / un hombre primitivo, el primer hombre, en su primer intento de pensamiento.
Exorbitante como parece, mi ignorancia en este punto de cosmología básica se explica simplemente por la distracción. Una distracción histórica. En algún momento de mi vida, en la infancia, debo de haberme dado esa explicación para las fases de la Luna, quizás al pasar, sin pensarlo mucho, con la delgadísima medialuna de mi cerebro que en ese momento iluminaba mi atención, y en lo sucesivo nunca más (¡en cincuenta años!) volví a pensar ni por un segundo en el tema. No fue un caso de «nunca lo pensé», sino de «lo pensé una sola vez», que es peor.
Y eso que muchas veces me dijeron que yo «estaba en la Luna». Si lo hubiera estado en realidad, no habría ganado nada, porque desde allí las fases de la Tierra deben de ser parecidas, y la causa tiene que ser la misma. Claro que en la Luna (esto sí lo pensé) yo no habría resistido vivo más de medio minuto, por la falta de aire. No habría tenido tiempo ni serenidad espiritual para hacer historias absurdas sobre la mecánica celeste. El miedo a la asfixia, que me ha perseguido cada minuto de mi vida, me daba la excusa para no pensar. Mientras tanto, estaba en la Tierra, respirando perfectamente, pero la excusa persistía. Disponiendo de un largo medio siglo, sólo alcancé a producir un blanco, un agujero. Lo más grave es la cantidad de agujeros iguales a éste de los que estará hecho mi pensamiento.
El único miserable consuelo que podía darme era que estas distracciones fueran el precio con el que pagaba mi atención a otras cuestiones. Que el ahorro de actividad mental en un punto sirviera para concentrar lucidez sobre otros. Como excusa es pobre, pero quizá tenía una hilacha de verdad. Es pobre porque el punto ciego resulta demasiado escandaloso; lo cierto puede estar justamente en lo alto del precio. Quizá debí ignorar demasiado para darme la latitud de invención que necesitaba para cubrir otras ignorancias. Si no sabía vivir, habría sido un derroche escandaloso emplear mis modestas capacidades en entender algo tan vano y decorativo como las fases de la Luna. A fin de cuentas, todos mis trabajos los hice con el único propósito de compensar mi incapacidad de vivir, y apenas si alcanzaron para mantenerme a flote. Hice mucho, y no me sobró nada. ¿Qué tiene de sorprendente que haya debido pagar con asombrosos agujeros? Para que un hombre con deficiencias tan abismales como las mías pudiera llegar a los cincuenta años, habría necesitado ser un genio; como no lo soy, tuve que montar un simulacro de genialidad, laborioso y complejo, que inevitablemente dio una figura desequilibrada, con altos y bajos muy pronunciados y fuera de lugar, en realidad la silueta de un monstruo.
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