Aira - Continuación de ideas diversas
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A la medianoche del 14 de octubre de 1806, Napoleón se paseaba en su caballo blanco por las calles de Jena en llamas. Sus tropas después de la victoria habían entrado a saco en la ciudad, con licencia de pillaje, destrucción y muerte. Fue la ocasión que tuvo Hegel de ver pasar frente a él al Emperador, y aunque su casa también había sido saqueada y sus libros y papeles quemados la fecha le quedó marcada por el privilegio irrepetible de haber visto al Espíritu del Mundo en persona, etc., etc., etc. La escena, en su dramatismo cinematográfico de reunión cumbre, viene siendo desde hace doscientos años una favorita de historiadores y exégetas. El mundo se pone en escena en ella.
¿Pero es el mundo realmente? Porque un polinesio, o un esquimal, o un gaucho de las pampas argentinas, bien podría decir “¿Napoleón? ¿Quién es?”. Y para tacharlos de ignorantes habría que poner en juego la misma soberbia ombliguista de esos verdaderos enanos sanguinarios que se creyeron dueños del mundo sólo por haber efectuado matanzas y destrucciones en media docena de pequeños países de Europa. Uno siente cierta satisfacción ante ese desconocimiento: merecido se lo tienen.
Y no es necesario ir a rincones muy lejanos del mundo para encontrar ignorancia. Aquí nomás hay muchos, muchísimos jóvenes y no jóvenes que no saben quién es Napoleón, aunque les suene el nombre. Y no hablemos de Hegel. Es uno de los casos, pocos, debo reconocerlo, en que felicito y agradezco a la ignorancia.
A mi edad... He comenzado a olvidar nombres, de un modo alarmante. Algunos tengo que anotarlos, cuando sé que puedo llegar a necesitarlos. Debería hacerlo con todos. Pero si los anoto en papeles sueltos, en una hoja cualquiera de mis cuadernos, no me sirve. Debería tener una libreta específica, para llevar siempre conmigo y así saber dónde tengo que acudir en busca de un nombre que ha desaparecido de mi mente. ¿Pero qué nombres anotar ahí? ¿Cómo puedo saber de antemano qué nombre voy a olvidar? Los que olvidé una vez, es lo más probable que vuelva a olvidarlos. O los nombres de cosas, sitios o personas que sé que necesitaré en algún momento. En cuanto al método de archivo: no debería usar el orden alfabético, que no tiene ninguna pertinencia aquí. Más bien un orden temático, bien pensado.
Y este orden me revelaría, al fin, como un beneficio marginal pero de suma importancia, la estructura de mis intereses y de mi pensamiento.
A un fantasma le preguntan el nombre: responde diciendo uno que no es el suyo, no porque haya querido engañar sino por equivocación: le pasa siempre. Sabe cuál es su nombre, pero en el momento de decirlo se confunde y dice otro. Por ejemplo se llama Alicia, pero dice Elena. Y después se pregunta “¿Elena? ¿De dónde pude sacar eso?”. No conoce (no conoció en vida) a ninguna Elena, nombre que ni siquiera le gusta especialmente.
Muchas veces el humano viviente que le hace la pregunta tiene que corregirlo, cuando sabe de quién se trata. Otras veces se corrige él solo. O bien el error no es corregido.
A los vivos eso no les pasa. Podría pasarles. Podría darse el caso, y seguramente se ha dado más de una vez, de que uno quiere decir su nombre, al presentarse o respondiendo a una pregunta, y se equivoque y diga otro. Pero eso siempre tiene una explicación, por ejemplo que inmediatamente antes haya estado hablando de otro, repitiendo su nombre: “Evaristo me contaba que él, Evaristo, es un alcohólico reprimido. ¡Este Evaristo! Ya me ha dicho cosas así antes. Evaristo es un bromista. ¡Qué loco, Evaristo!”. En ese momento se une al grupo un conocido de los demás, pero no de él, que al saludarlo y presentarse, todavía con la cabeza llena de otras anécdotas de Evaristo, le da la mano y dice “Mucho gusto, Evaris...”, y suelta la risa, dice su nombre y explica el motivo de la equivocación.
En el caso de los fantasmas no hay ninguna explicación.
Esa impregnación de un nombre que se da en los vivos es un fenómeno relacionado con el olvido de los nombres, que se da con la edad, anticipo de la muerte.
A un traductor se le están planteando todo el tiempo los pequeños grandes problemas de la microscopía de la escritura. Yo dejé de traducir hace diez años, y lo hice con alivio, pero pasado el tiempo empecé a sentir que había perdido algo. Y sigo sintiéndolo. Lo que más extraño no son las facilidades del oficio sino sus dificultades, esas perplejidades puntuales que despertaban mi pensamiento por lo común adormecido. Ahora que ya no traduzco tengo que inventármelas. Invento una, ya que estoy. Supongamos que en una novela que sucede en un país lejano los personajes, en la más extrema pobreza, se ven obligados a sobrevivir de lo que les da una naturaleza avara, alimentos que el autor menciona por sus nombres, seguro de que sus lectores connacionales captarán de inmediato de qué se trata: esos pobres infelices están en el fondo de la miseria y el desamparo, víctimas del atraso, de la injusticia social, casi al nivel de los animales... Pero sucede que los alimentos que menciona para transmitir ese mensaje son la rúcula, los champignones y el salmón ahumado, que para sus connacionales serán inmediatamente señales de pobreza, de comer lo que crece silvestre en los prados y se atrapa con la mano en los arroyuelos, mientras que en la lengua y el país del traductor connotan caros restaurantes gourmet, sofisticación y riqueza. ¿Qué hacer? Descartado el recurso fácil de la nota al pie, la “N.d.T.” de la que todo buen traductor aborrece con justo motivo, una solución sería evitar lo específico y poner algo así como “hierbas y hongos silvestres, y pescado ahumado”. Eso podría funcionar, siempre y cuando unas páginas más allá al autor no se le ocurra que la rúcula o los champignones o el salmón jueguen un papel en tanto tales en el argumento de la novela, por ejemplo que los salmones que nadan contra la corriente por el río que pasa cerca de la primitiva aldea de los personajes traigan adheridas unas partículas fosforescentes que indican que en el mar frente a la desembocadura del río se están llevando a cabo operaciones de mutación de algas por parte de un grupo de científicos renegados de la NASA... Ahí yo, traductor (pero todo esto es un problema imaginario), adoptaría una solución radical: los haría alimentarse de bagres fileteados, lo que para un lector argentino transmitiría muy bien la idea de pobreza extrema. Y las partículas fosforescentes se las pondría en la punta de los bigotes. Y como los bagres nadan a favor y no en contra de la corriente, los científicos clandestinos estarían trabajando río arriba, tierra adentro, quizás en lo alto de las montañas, haciendo sus alquimias con las rocas de las surgentes. Poco a poco se iría transformando en una novela mía, y no sé si podría seguir tratándose de una traducción.
Al arte más extremadamente experimental (por ejemplo un ballet que consista nada más que en arrancarle una por una las hojas a una planta), el que exhibe su originalidad con el descaro provocador del absurdo y lo gratuito, se lo ve, no sin razón, como producto del capricho individual, del juego de las formas practicado en la intimidad de la voluntad artística, desinteresado de la realidad histórica en la que vive su autor.
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