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Jorge Luis Borges - Veinticinco agosto 1983 y otros cuentos: volumen en honor de J.L. Borges

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Jorge Luis Borges Veinticinco agosto 1983 y otros cuentos: volumen en honor de J.L. Borges
  • Libro:
    Veinticinco agosto 1983 y otros cuentos: volumen en honor de J.L. Borges
  • Autor:
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    Ediciones Siruela
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    1983
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Veinticinco agosto 1983 y otros cuentos: volumen en honor de J.L. Borges: resumen, descripción y anotación

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Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos Sinopsis En mi curioso ayer prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más íntimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género. Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades.

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En mi curioso ayer prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada - photo 1

En mi curioso ayer prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más íntimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género. Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades.

J. L. B.

Jorge Luis Borges Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos La Biblioteca de - photo 2

Jorge Luis Borges

Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos

La Biblioteca de Babel - 02

ePub r1.8

orhi 09.01.2016

Título original: Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos

Jorge Luis Borges, 1983

Editor digital: orhi

Corrección de erratas: Valjean, Astennu, origen, Un_Tal_Lucas, elrijo, Raul321, tinkertailor5 y riverrun

ePub base r1.2

Veinticinco Agosto 1983 Vi en el reloj de la pequeña estación que eran las once - photo 3

Veinticinco Agosto 1983

Vi en el reloj de la pequeña estación que eran las once de la noche pasadas. Fui caminando hasta el hotel. Sentí, como otras veces, la resignación y el alivio que nos infunden los lugares muy conocidos. El ancho portón estaba abierto; la quinta, a oscuras. Entré en el vestíbulo, cuyos espejos pálidos repetían las plantas del salón. Curiosamente el dueño no me reconoció y me tendió el registro. Tomé la pluma que estaba sujeta al pupitre, la mojé en el tintero de bronce y al inclinarme sobre el libro abierto, ocurrió la primera sorpresa de las muchas que me depararía esa noche. Mi nombre, Jorge Luis Borges, ya estaba escrito y la tinta, todavía fresca.

El dueño me dijo: —Yo creí que usted ya había subido.

Luego me miró bien y se corrigió: —Disculpe, señor. El otro se le parece tanto, pero, usted es más joven.

Le pregunté: —¿Qué habitación tiene?

—Pidió la pieza 19 —fue la respuesta.

Era lo que yo había temido.

Solté la pluma y subí corriendo las escaleras. La pieza 19 estaba en el segundo piso y daba a un pobre patio desmantelado en el que había una baranda y, lo recuerdo, un banco de plaza. Era el cuarto más alto del hotel. Abrí la puerta que cedió. No habían apagado la araña. Bajo la despiadada luz me reconocí. De espaldas en la angosta cama de fierro, más viejo, enflaquecido y muy pálido, estaba yo, los ojos perdidos en las altas molduras de yeso. Me llegó la voz. No era precisamente la mía; era la que suelo oír en mis grabaciones, ingrata y sin matices.

—Qué raro —decía— somos dos y somos el mismo. Pero nada es raro en los sueños.

Pregunté asustado: —Entonces, ¿todo esto es un sueño?

—Es, estoy seguro, mi último sueño.

Con la mano mostró el frasco vacío sobre el mármol de la mesa de luz.

—Vos tendrás mucho que soñar, sin embargo, antes de llegar a esta noche. ¿En qué fecha estás?

—No sé muy bien —le dije aturdido—. Pero ayer cumplí sesenta y un años.

—Cuando tu vigilia llegue a esta noche, habrás cumplido, ayer, ochenta y cuatro. Hoy estamos a 25 de agosto de 1983.

—Tantos años habrá que esperar —murmuré.

—A mí ya no me está quedando nada —dijo con brusquedad.

—En cualquier momento puedo morir, puedo perderme en lo que no sé y sigo soñando con el doble. El fatigado tema que me dieron los espejos y Stevenson.

Sentí que la evocación de Stevenson era una despedida y no un rasgo pedante. Yo era él y comprendía. No bastan los momentos más dramáticos para ser Shakespeare y dar con frases memorables. Para distraerlo, le dije:

—Sabía que esto te iba a ocurrir. Aquí mismo hace años, en una de las piezas de abajo, iniciamos el borrador de la historia de este suicidio.

—Sí —me respondió lentamente, como si juntara recuerdos—. Pero no veo la relación. En aquel borrador yo había sacado un pasaje de ida para Adrogué, y ya en el hotel Las Delicias había subido a la pieza 19, la más apartada de todas. Ahí me había suicidado.

—Por eso estoy aquí —le dije.

—¿Aquí? Siempre estamos aquí. Aquí te estoy soñando en la casa de la calle Maipú. Aquí estoy yéndome, en el cuarto que fue de madre.

—Que fue de madre —repetí, sin querer entender—. Yo te sueño en la pieza 19, en el patio de arriba.

—¿Quién sueña a quién? Yo sé que te sueño, pero no sé si estás soñándome. El hotel de Adrogué fue demolido hace ya tantos años, veinte, acaso treinta. Quién sabe.

—El soñador soy yo —repliqué con cierto desafío.

—No te das cuenta que lo fundamental es averiguar si hay un solo hombre soñando o dos que se sueñan.

—Yo soy Borges, que vio tu nombre en el registro y subió.

—Borges soy yo, que estoy muriéndome en la calle Maipú.

Hubo un silencio, el otro me dijo:

—Vamos a hacer la prueba. ¿Cuál ha sido el momento más terrible de nuestra vida?

Me incliné sobre él y los dos hablamos a un tiempo. Sé que los dos mentimos.

Una tenue sonrisa iluminó el rostro envejecido. Sentí que esa sonrisa reflejaba, de algún modo, la mía.

—Nos hemos mentido —me dijo— porque nos sentimos dos y no uno. La verdad es que somos dos y somos uno.

Esa conversación me irritaba. Así se lo dije.

Agregué:

—Y vos, en 1983, ¿no vas a revelarme nada sobre los años que me faltan?

—¿Qué puedo decirte, pobre Borges? Se repetirán las desdichas a que ya estás acostumbrado. Quedarás solo en esta casa. Tocarás los libros sin letras y el medallón de Swedenborg y la bandeja de madera con la Cruz Federal. La ceguera no es la tiniebla; es una forma de la soledad. Volverás a Islandia.

—¡Islandia! ¡Islandia de los mares!

—En Roma, repetirás los versos de Keats, cuyo nombre, como el de todos, fue escrito en el agua.

—No he estado nunca en Roma.

—Hay también otras cosas. Escribirás nuestro mejor poema, que será una elegía.

—A la muerte de… —dije yo. No me atreví a decir el nombre.

—No. Ella vivirá más que vos.

Quedamos silenciosos. Prosiguió:

—Escribirás el libro con el que hemos soñado tanto tiempo. Hacia 1979 comprenderás que tu supuesta obra no es otra cosa que una serie de borradores, de borradores misceláneos, y cederás a la vana y supersticiosa tentación de escribir tu gran libro. La superstición que nos ha infligido el Fausto de Goethe, Salammbô, el Ulysses. Llené, increíblemente, muchas páginas.

—Y al final comprendiste que habías fracasado.

—Algo peor. Comprendí que era una obra maestra en el sentido más abrumador de la palabra. Mis buenas intenciones no habían pasado de las primeras páginas; en las otras estaban los laberintos, los cuchillos, el hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches, las batallas que vuelven en la sangre, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo repetido en las tardes.

—Ese museo me es familiar —observé con ironía.

—Además, los falsos recuerdos, el doble juego de los símbolos, las largas enumeraciones, el buen manejo del prosaísmo, las simetrías imperfectas que descubren con alborozo los críticos, las citas no siempre apócrifas.

—¿Publicaste ese libro?

—Jugué, sin convicción, con el melodramático propósito de destruirlo, acaso por el fuego. Acabé por publicarlo en Madrid, bajo un seudónimo. Se habló de un torpe imitador de Borges, que tenía el defecto de no ser Borges y de haber repetido lo exterior del modelo.

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