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Sergio Sarria - El hombre que odiaba a Paulo Coelho

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Sergio Sarria El hombre que odiaba a Paulo Coelho
  • Libro:
    El hombre que odiaba a Paulo Coelho
  • Autor:
  • Editor:
    La Esfera de los Libros
  • Genre:
  • Año:
    2016
  • Índice:
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El hombre que odiaba a Paulo Coelho: resumen, descripción y anotación

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Se puede dejar de ser obeso. Y de fumar. Y de beber. Y de ser adicto a las drogas. La ciencia hoy permite, incluso, dejar de ser hombre o mujer. Pero, ¿puede alguien dejar de ser gilipollas?

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El hombre que odiaba a Paulo Coelho — leer online gratis el libro completo

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Luz

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Índice

A Mar.

«El éxito no me cambió. Siempre he sido insufrible».

F RAN L EBOWITZ

«Más allá de donde

aún se esconde la vida, queda

un reino, queda cultivar

como un rey su agonía,

hacer florecer como un reino

la sucia flor de la agonía».

L EOPOLDO M ARÍA P ANERO

«¿Por qué esa manía de querer encontrar
explicación a todos los actos de la vida?».

E RNESTO S ABATO

1
You and I

« Me and you, what can we do?
When the words we use sometimes are misconstrued? ».

W ILCO

N o me conoces, pero me has visto miles de veces. Soy ese tipo de persona que se sienta solo en la barra de un bar de moda simplemente porque está de moda. Ese tío con una edad que te cuesta descifrar porque viste con ropa actual y pretendidamente casual. Ese que le dice a la camarera mientras suena «We Used to Wait» de Arcade Fire que después de Funeral todo lo que han hecho es una soberana mierda. Sí, me rindo, me has descubierto, también soy ese paliza con pinta de capullo que sostiene en su mano una copa de gin fizz y suspira profundamente para controlar su cólera cuando te acercas a la barra y pides un mojito. Soy todos los cretinos sabelotodo y presuntuosos que se han cruzado en tu vida. Un monumento a la suficiencia y a estar de vuelta de todo. Un canto heroico al cinismo. Soy Julián, llevo nueve meses separado y estoy celebrando en un bar mis recién cumplidos cuarenta años rodeado de gente que no conozco. Y te equivocas si crees que esta última frase es una cura de humildad. Es solo un tuit que escribo desde mi iPhone.

—¿No sabes que es de mal gusto estar pendiente del teléfono mientras te hablan?

Ella es H. Una rubia de treinta y dos años con un vestido vintage años cincuenta, un corte de pelo indie y un tatuaje con forma de estrella en la muñeca; un señuelo con el que espera que nadie se dé cuenta de que es de un pueblo de La Mancha, que hace menos de tres años era fan de The Black Eyed Peas y que su nombre completo es Herminia. H. se sentó a mi lado hace diez minutos y desde entonces no ha parado de hablar.

—El tema es que ahora que he acabado de ver The Wire , no me puedo enganchar a ninguna serie. Todo me parece basura. Así que no paro de leer. Estoy con Plataforma de Houellebecq, ¿bien, no?

Quiero arrancarle la cabeza, desintegrarla átomo a átomo con la mirada, decirle que hace mucho tiempo que dejó de ser una persona para convertirse en un maldito cliché, aclararle que con toda seguridad si Houellebecq la conociera vertería plomo hirviendo por encima de su vestido vintage . Pero en lugar de eso:

—Buena elección, aunque yo prefiero Las partículas elementales , no es una gran novela, pero la manera en que Houellebecq te abofetea la cara con su discurso me fascina. Creo que en realidad no es una novela, sino un panfleto para denunciar a la sociedad post mayo del 68.

Ese soy yo intentando impresionar a una mujer a la que aborrezco y tirando al suelo todos mis principios por echar un polvo el día de mi cumpleaños. En mi defensa diré que, en realidad, no soy yo, es el miedo el que habla por mí, el pánico a la soledad. Esta noche soy algo así como un médium. Un espiritista de provincias cuyo cuerpo ha sido tomado por el espectro de doscientas setenta y cinco noches de cama vacía. Una santera cubana que, después de tirarte a la cara la sangre de un gallo, te dice todo lo que quieres oír. La ausencia, la nostalgia, la melancolía y la abstinencia sexual son las que hablan por mí, no yo.

—Me la apunto. Tiene una pinta genial. ¿Quieres otra copa?

No, no quiero otra copa. Quiero cianuro de sodio, arsénico, ántrax, estricnina en polvo, quiero acabar con mi vida inmediatamente y no tener que ver cómo me degrado ante una treintañera malcriada que no tiene ni una sola opinión propia y se dedica a repetir como un loro todo lo que lee en Jot Down . Sin embargo:

—Claro que sí, pero esta vez invito yo.

Es imposible que H. y yo no te resultemos familiares. Ya sabes, esa pareja en una esquina de la barra del bar del barrio más alternativo de tu ciudad, con los ojos brillantes, la lengua torpe y defendiendo acaloradamente conceptos intrascendentes.

—Te juro por mi vida que ahora mismo me pego un tiro en la sien si no me reconoces que Alexander Payne es un genio.

—No digo que no, pero admite que Entre copas está sobrevalorada. Por cierto, ¿nos vamos a follar a mi casa? —sonríe H., como si lo que acaba de decir fuera inesperado o provocador.

—¿A tu casa? ¿Tenemos que esperar tanto? ¿No podemos hacerlo ya sobre la barra? —contesto con aplomo y sin darle importancia, dando a entender que estoy por encima de la situación, que lo que está ocurriendo es para mí tan cotidiano como lo era para el marqués de Sade.

Ahora estamos ahí. ¿Nos ves? Sí, los que caminan abrazados un sábado a las cinco de la mañana ajenos a los que duermen en los cajeros, a los que vomitan en la calle e incluso a los que no encuentran taxi para regresar a casa. Tenemos preocupaciones mayores. H. acaba de recordar que no tiene preservativos y a mí me horroriza la idea de que su apartamento pueda tener un fregadero lleno de platos sucios, un cenicero lleno de colillas o un cuadro de El beso de Gustav Klimt presidiendo el dormitorio. Mientras ella echa monedas en un surtidor de condones, siento escalofríos en el cuerpo. No soporto a H., pero no he vuelto a estar con una mujer desde que Edurne y yo nos separamos. ¿Y si H., ese plato precocinado de la modernidad que no merece leer a Houellebecq y por la que siento un desprecio desmedido, se siente decepcionada cuando me vea desnudo? ¿Y si no consigo que tenga un orgasmo? ¿Y si yo sí lo tengo a los dos minutos? 3, 2, 1, la cuenta atrás del desaliento se ha desatado. ¿Me la tendría que haber sacudido como un adolescente antes de salir de casa para aguantar más? ¿Por qué el pene no puede funcionar como el codo? Joder, el codo siempre obedece tus órdenes. Le da igual que estés nervioso, cansado o que hayas abusado de él un millón de veces ese mismo día. Cuando lo necesitas, está ahí para ti. Siempre alerta, siempre dispuesto. Es el puto marine de la anatomía. ¿Por qué el pito no puede ser como el codo? ¿Por qué tiene que ser tan sensible, tímido e introvertido? ¿Por qué Dios nos puso a los tíos un emo entre las pelotas?

—He comprado tres, ¿crees que es suficiente?

—¿Solo? —Sonrío sin sonreír, en un gesto que se sitúa entre la mueca y la hemiplejía, con los labios fruncidos, pero luchando para que parezcan distendidos, con esa voluntad de querer reír y no poder. Exactamente igual que cuando tu jefe hace un chiste que no tiene gracia, pero te esfuerzas para que tu cara refleje alegría y terminas por parecer Jack Nicholson en El resplandor . La cara de «aquí está Johny» después de hacer un agujero en la puerta con un hacha es la que ve ahora mismo H.

Ahora ya sabes quienes somos; esos dos idiotas que suben por las escaleras de madera de tu piso hablando en voz alta a las seis de la mañana. Esos por los que te despiertas y te arrepientes de haberte mudado al centro. Las dos personas que no solo te han fastidiado el sábado, sino que te van a hacer sufrir el domingo cuando tu pareja te pida que subas al tercero y les digas que por favor respeten el descanso de los vecinos.

—Ah, no te he dicho, comparto el piso con alguien: mi gato. Se llama Murakami —dice H. mientras abre la puerta de su apartamento.

No podía ser de otra manera. H. tenía que tener un gato y llamarlo Murakami . El amor es esperar toda la vida a que alguien se convierta en quien tú deseas; el odio es confirmarlo a los cinco minutos.

—¡Hola, Murakami ! —digo mientras acaricio la cabeza del gato, como si no me diera asco su nombre, como si no odiase los gatos, como si no fuese alérgico a su pelo y mi ojo no empezara a irritarse.

—¿Quieres comer algo o follamos ya?

¿Por qué no puede parar de decir «follar»? ¿Estamos en los años setenta? ¿Se cree que es una actriz de reparto en una película de arte y ensayo? Enhorabuena, H., puedes vanagloriarte de mantener relaciones sexuales esporádicas en pleno siglo XXI sin sentirte culpable. Cada generación ha de tener su propia María José Cantudo y tú eres la nuestra, solo que sin acento de Jaén. Ahora dime que tienes vello en las axilas y te prometo que me echo una pala de cal viva por dentro de los calzoncillos.

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