SERGIO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ (Ciudad de México, 1950 - ib., 2017). Fue un periodista y escritor mexicano, conocido especialmente por sus investigaciones sobre feminicidios en Ciudad Juárez.
Desempeñó labores de crítico, narrador, ensayista, historiador de la literatura y guionista. Ha sido editor de libros y suplementos culturales así como profesor en estudios de postgrado. Su trabajo ha sido reconocido con diversos premios, tanto en su México natal como fuera, entre ellos España y Alemania.
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Bahía lejana
En un instante las palabras quedan en suspenso. Se olvidan de sí, de ser expresadas. En la punta de los labios trémulos hay un dejo de piedad y de azoro. También flota, y se impone, la sensación visceral de ser devastado por un acto injusto y, de pronto, un pasmo que se traga, voraz, el orden racional. Una ligereza lleva no sólo a la mirada, sino a toda la conciencia de la que se es capaz, a una última cita con una fisura que succiona y engrandece lo último del ser orgánico. Un vuelo final de entrega a la inmensidad luminosa, en plenitud. Alrededor, en un atisbo rezagado, lo conocido, la suma del sentir y el percibir, lo más abstruso y lo más claro se desplazan lentos, aunque sea un trayecto vertiginoso e intenso hacia la nada en una fuga sin fin. Tal es, cuentan los que la han vivido y vuelto al mundo de lo tangible, la experiencia de la muerte. Han sentido el porvenir de todos nosotros. La amnesia que ignoramos. Y también debe ser el trance de los decapitados. Atrás quedan las manos atadas y el cuello rígido, o en una silla, o de hinojos ante el cadalso. Un ruido que sisea muestra su voluntad de eternidad, y los párpados se entrecierran en un impulso extático. El cuerpo desaparece, convulsivo, incrédulo, mudo. Víctima de una sustracción elemental, el dolor brota tan intenso que escapa a su entendimiento. Todo se oscurece: el sol, los colores cotidianos, los recuerdos, los afectos, lo que fue motivo de apego, o delirio, o indiferencia, la discordia y el intervalo que llamamos dicha. Una extrañeza que desconoce el propio rostro, o las manos y su temblor, el sabor del aire. El mundo es un giro puesto al revés. El puro estar en suspenso. Y luego, la noche.
Pienso en aquello mientras contemplo el mar. E imagino la interioridad de la decapitación como un teatro secreto, en el que confluyen los testimonios de quienes han observado decapitaciones y las palabras de quienes han estado en el umbral de la muerte y han sobrevivido. Como, durante breve tiempo, mi hermano mayor. Su corazón guardaba un defecto de nacimiento y, al paso de los años, se agravó al calcificarse una arteria. Una mañana, mientras se sometía a una prueba clínica, un ejercicio de esfuerzo, cayó al suelo, incapaz de resistir. Fue reanimado y, cuando despertó, su mirada había cambiado. Y era él, pero ya no era él, a quien conocimos. No sólo tenía los ojos melancólicos y perplejos: llevaba en ellos una hondura extraña, de bondad pétrea, de viajero antiguo proveniente de un ultramar monstruoso. La intención puesta en algo que a otros se nos escapaba. Se le volvió un tema recurrente, casi un gesto obsesivo, hablar de la luz que contempló. Deambulaba en su vida de retiro inmerso en la nostalgia de aquella luminosidad. ¿Con quién parecía dialogar en silencio? Oscilaba en una encrucijada difícil, y los mismos platillos y el vino que antes disfrutaba le sabían distintos. Comenzó a hablar de sí en tiempo pretérito. Se despedía poco a poco de nosotros. Debieron realizarle una operación quirúrgica para restaurar su salud. Sobrevivió mal. Su despedida se alargó, estupefacto frente a lo que acontecía, puesto en vilo entre aquel resplandor y su vida, ya cancelada. Un mero inventario para otros en el que ejercía de mayordomo discreto. El relato de su encuentro con la luz final me ha rondado a últimas fechas. Pasaron ya más de diez años desde que mi hermano murió. Sólo en sueños hablamos.