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Paulo Coelho - La espía (Spanish Edition)

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Paulo Coelho La espía (Spanish Edition)
  • Libro:
    La espía (Spanish Edition)
  • Autor:
  • Editor:
    Sant Jordi Asociados
  • Genre:
  • Año:
    2016
  • Índice:
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La espía (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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Índice
Portada
Prólogo
Parte 1
Parte 2
Parte 3
Epílogo
Nota del autor
Sobre el autor
Biblioteca Paulo Coelho
Créditos
Este libro está dedicado a J.
Oh, María, sin pecado concebida, ruega por nosotros, que recurrimos a Ti. Amén.
Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura en el camino arreglarte con él, no sea que te arrastre ante el juez, el juez te entregue al alguacil, y el alguacil te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo.
LUCAS, 12, 58-59
Basado en hechos reales
PRÓLOGO
París 15 de octubre de 1917 Anton Fisherman y Henry Wales para - photo 1
París, 15 de octubre de 1917 • Anton Fisherman y Henry Wales, para International News Service
Poco antes de las cinco de la mañana, un grupo de dieciocho hombres, en su mayoría oficiales del ejército francés, subió al segundo piso de la prisión de mujeres de Saint-Lazare, ubicada en París. Guiados por un carcelero que portaba una antorcha para encender las lámparas, se pararon ante la celda número 12.
Las encargadas del lugar eran monjas. La hermana Léonide abrió la puerta y les pidió que esperasen fuera. Entró, rascó una cerilla en la pared y encendió la lámpara dentro. A continuación, llamó a otra de las monjas para que la ayudase.
Con mucho cariño y cuidado, la hermana Léonide rodeó con su brazo aquel cuerpo dormido que no reaccionaba, como si nada le importase. Al despertar, según el testimonio de las religiosas, parecía salir de un sueño tranquilo. Siguió estando serena cuando se enteró de que su petición de clemencia, presentada días antes al presidente de la República, había sido denegada. Imposible saber si sintió tristeza o alivio porque todo llegaba al final.
A una señal de la hermana Léonide, el padre Arbaux entró en la celda junto con el capitán Bouchardon y el abogado, el señor Clunet. La prisionera le entregó a este último la larga carta-testamento que había escrito durante toda la semana, además de dos sobres marrones con recortes.
Se puso unas medias de seda negras, algo aparentemente grotesco en tales circunstancias, se calzó unos zapatos altos adornados con lazos de seda y se levantó de la cama. De un colgador, clavado en una esquina de su celda, retiró un largo abrigo de piel con las mangas y el cuello revestidos con otro tipo de piel de animal, posiblemente de zorro, y se lo puso encima del pesado kimono de seda con el que había dormido.
Su cabello negro estaba sin arreglar; se peinó con cuidado, recogiéndolo en la nuca. Por encima, se puso un sombrero, que sujetó al cuello con una cinta de seda para que el viento no se lo llevase cuando estuviera en el lugar al aire libre al que la llevaban.
Lentamente, se inclinó para coger un par de guantes negros de cuero. A continuación, con indiferencia, se dirigió a los recién llegados y dijo en voz baja:
—Estoy lista.
Dejaron la celda de la prisión de Saint-Lazare y se dirigieron a un coche que los esperaba con el motor encendido para llevarlos hasta el lugar en el que se encontraba el pelotón de fusilamiento.
El coche arrancó a más velocidad de la permitida cruzando las calles de la ciudad, aún dormida, en dirección al cuartel de Vincennes, lugar en el que antes había un fuerte, destruido por los alemanes en 1870.
Tardaron veinte minutos en llegar y la comitiva se bajó. Mata Hari fue la última en salir.
Los soldados ya estaban preparados para la ejecución. Doce zuavos formaban el pelotón de fusilamiento. Al final del grupo había un oficial con la espada desenvainada.
Mientras el padre Arbaux conversaba con la mujer condenada acompañado por dos monjas, un teniente francés se acercó y le tendió un pañuelo blanco a una de las monjas, diciendo:
—Por favor, véndenle los ojos.
—¿Es obligatorio? —preguntó Mata Hari mientras observaba el pañuelo.
El abogado Clunet miró al teniente con aire interrogativo.
—Sólo si la señora quiere; no es obligatorio —contestó este último.
Mata Hari no fue atada ni vendada; miraba a sus ejecutores con aire de aparente tranquilidad mientras el cura, las monjas y el abogado se alejaban de ella.
Vigilando atentamente a sus hombres para evitar que comprobasen sus rifles (en la práctica, siempre se pone un cartucho de fogueo en uno de ellos para que todos puedan decir que no dispararon el tiro mortal), el comandante del pelotón de fusilamiento empezó a relajarse. Pronto todo habría acabado.
—¡Preparados!
Los doce adoptaron una postura rígida y apoyaron los fusiles en el hombro.
Ella no movió un músculo.
El oficial se colocó en un lugar desde el que todos los soldados pudiesen verlo y levantó la espada.
—¡Apunten!
La mujer continuó impasible, sin mostrar miedo.
La espada descendió, cortando el aire en un movimiento de arco.
—¡Fuego!
El sol, que para entonces ya brillaba en el horizonte, iluminó las llamas y el escaso humo que salió de cada uno de los rifles mientras se disparaba la ráfaga con gran estruendo. Acto seguido, con un movimiento acompasado, los soldados volvieron a colocar las armas en el suelo.
Mata Hari siguió de pie durante una fracción de segundo. No murió como en las películas cuando disparan a la gente. No cayó ni hacia delante ni hacia atrás, y no movió los brazos ni hacia arriba ni hacia los lados. Dio la impresión de que se desvanecía, con la cabeza erguida en todo momento y los ojos abiertos. Uno de los soldados se desmayó.
Las rodillas cedieron y su cuerpo cayó hacia la derecha; las piernas quedaron flexionadas bajo el abrigo de piel. Y allí quedó, inmóvil, con la cara mirando al cielo.
Un tercer oficial, acompañado de un teniente, sacó el revólver de una funda que llevaba ajustada en el pecho y se dirigió hacia el cuerpo inerte.
Se inclinó, apoyó el cañón del arma en la sien de la espía, con cuidado de no tocar su piel. A continuación, apretó el gatillo y la bala le atravesó el cerebro. Se dirigió a todos los que allí estaban y dijo con voz grave:
—Mata Hari está muerta.
PARTE 1
Estimado señor Clunet No sé qué ocurrirá a finales de esta semana Siempre he - photo 2
Estimado señor Clunet:
No sé qué ocurrirá a finales de esta semana. Siempre he sido una mujer optimista, pero el paso del tiempo me está convirtiendo en una persona amargada, solitaria y triste.
Si todo va como yo espero, nunca recibirá usted esta carta. Me habrán perdonado. Al fin y al cabo, a lo largo de mi vida he ido cultivando la amistad de amigos influyentes. La guardaré y se la daré algún día a mi única hija para que descubra quién fue su madre.
Pero, si me equivoco, no tengo muchas esperanzas de que estas páginas, a las que he dedicado mi última semana de vida sobre la faz de la Tierra, lleguen a conservarse. Siempre he sido una mujer realista, y sé que un abogado, cuando un caso está cerrado, se pone con el siguiente sin mirar atrás.
Ya me imagino la situación; es usted un hombre ocupado que se ha ganado cierta fama defendiendo a una criminal de guerra. Mucha gente estará llamando a su puerta para solicitar sus servicios; a pesar de la derrota, ha conseguido una gran publicidad. Habrá periodistas interesados en conocer su versión de los hechos, frecuentará los restaurantes más caros de la ciudad y sus colegas lo tratarán con respeto y envidia. Sabe que nunca ha habido ninguna prueba material contra mí, sólo ciertos documentos previamente manipulados; pero nunca podrá admitir en público que dejó morir a una inocente.
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