Formas de volver a casa habla de la generación de quienes, como dice el narrador, aprendían a leer o a dibujar mientras sus padres se convertían en cómplices o víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet. La esperada tercera novela de Alejandro Zambra muestra el Chile de mediados de los años ochenta a partir de la vida de un niño de nueve años.
El autor apunta a la necesidad de una literatura de los hijos, de una mirada que haga frente a las versiones oficiales. Pero no se trata solo de matar al padre, sino también de entender realmente lo que sucedía en esos años. Por eso la novela desnuda su propia construcción, a través de un diario en que el escritor registra sus dudas, sus propósitos y también cómo influye, en su trabajo, la inquietante presencia de una mujer.
Con precisión y melancolía, Zambra reflexiona sobre el pasado y el presente de Chile. Formas de volver a casa es la novela más personal de uno de los mejores narradores de las nuevas generaciones.
Alejandro Zambra
Formas de volver a casa
ePub r1.0
Titivillus 29.11.15
Título original: Formas de volver a casa
Alejandro Zambra, 2011
Diseño de cubierta: Julio Vivas y Estudio A
Fotografía de cubierta: Javier Godoy
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Para Andrea
ALEJANDRO ZAMBRA (Santiago de Chile, 1975). Es licenciado en Lengua y Literatura Hispánica, Universidad de Chile; Magíster en Filología Hispánica, CSIC (España); y Doctor en Literatura, Pontificia Universidad Católica de Chile. Escritor y columnista, colabora habitualmente en diversos medios de comunicación de su país y el extranjero.
Ha publicado los libros de poesía Bahía Inútil (1998), Mudanza (2003) y Facsímil (2014), las novelas Bonsái (2006), La vida privada de los árboles (2007) y Formas de volver a casa (2011), y el libro de relatos Mis documentos (2013).
I. Personajes secundarios
Una vez me perdí. A los seis o siete años. Venía distraído y de repente ya no vi a mis padres. Me asusté, pero enseguida retomé el camino y llegué a casa antes que ellos —seguían buscándome, desesperados, pero esa tarde pensé que se habían perdido. Que yo sabía regresar a casa y ellos no.
Tomaste otro camino, decía mi madre, después, con los ojos todavía llorosos.
Son ustedes los que tomaron otro camino, pensaba yo, pero no lo decía.
Mi papá miraba tranquilamente desde el sillón. A veces creo que siempre estuvo echado ahí, pensando. Pero tal vez no pensaba en nada. Tal vez solo cerraba los ojos y recibía el presente con calma o resignación. Esa noche habló, sin embargo —esto es bueno, me dijo, superaste la adversidad. Mi madre lo miraba con recelo pero él seguía hilvanando un confuso discurso sobre la adversidad.
Me recosté en el sillón de enfrente y me hice el dormido. Los escuché pelear, al estilo de siempre. Ella decía cinco frases y él respondía con una sola palabra. A veces decía, cortante: no. A veces decía, al borde de un grito: mentira. Y a veces, incluso, como los policías: negativo.
Esa noche mi madre me cargó hasta la cama y me dijo, tal vez sabiendo que fingía dormir, que la escuchaba con atención, con curiosidad: tu papá tiene razón. Ahora sabemos que no te perderás. Que sabes andar solo por las calles. Pero deberías concentrarte más en el camino. Deberías caminar más rápido.
Le hice caso. Desde entonces caminé más rápido. De hecho, un par de años más tarde, la primera vez que hablé con Claudia, ella me preguntó por qué caminaba tan rápido. Llevaba días siguiéndome, espiándome. Nos habíamos conocido hacía poco, la noche del terremoto, el 3 de marzo de 1985, pero entonces no habíamos hablado.
Claudia tenía doce años y yo nueve, por lo que nuestra amistad era imposible. Pero fuimos amigos o algo así. Conversábamos mucho. A veces pienso que escribo este libro solamente para recordar esas conversaciones.
Ahora sé caminar; no podré aprender nunca más.
W. BENJAMIN
En lugar de gritar, escribo libros.
R. GARY
La noche del terremoto tenía miedo pero también me gustaba, de alguna forma, lo que estaba sucediendo.
En el antejardín de una de las casas los adultos montaron dos carpas para que durmiéramos los niños. Al comienzo fue un lío, porque todos queríamos dormir en la de estilo iglú, que entonces era una novedad, pero se la dieron a las niñas. Nos encerramos a pelear en silencio, que era lo que hacíamos cuando estábamos solos: golpearnos alegre y furiosamente. Pero al pelirrojo le sangró la nariz cuando recién habíamos comenzado y tuvimos que buscar otro juego.
A alguien se le ocurrió hacer testamentos y en principio nos pareció una buena idea, pero al rato descubrimos que no tenía sentido, pues si venía un terremoto más fuerte el mundo se acabaría y no habría nadie a quien dejar nuestras cosas. Luego imaginamos que la Tierra era como un perro sacudiéndose y que las personas caían como pulgas al espacio y pensamos tanto en esa imagen que nos dio risa y también nos dio sueño.
Pero yo no quería dormir. Estaba, como nunca, cansado, pero era un cansancio nuevo que enardecía los ojos. Decidí que pasaría la noche en vela y traté de colarme en el iglú para seguir conversando con las niñas, pero la hija del carabinero me echó diciendo que quería violarlas. Entonces yo no sabía bien lo que era un violador y sin embargo prometí que no quería violarlas, que solo quería mirarlas, y ella rio burlonamente y respondió que eso era lo que siempre decían los violadores. Tuve que quedarme fuera, escuchándolas jugar a que las muñecas eran las únicas sobrevivientes —remecían a sus dueñas y rompían en llanto al comprobar que estaban muertas, aunque una de ellas pensaba que era mejor porque la raza humana siempre le había parecido apestosa. Al final se disputaban el poder y aunque la discusión parecía larga la resolvieron rápidamente, pues de todas las muñecas solo había una barbie original. Esa ganó.
Encontré una silla de playa entre los escombros y me acerqué con timidez a la fogata de los adultos. Me parecía extraño ver a los vecinos, acaso por primera vez, reunidos. Pasaban el miedo con unos tragos de vino y miradas largas de complicidad. Alguien trajo una vieja mesa de madera y la puso al fuego, como si nada —si quieres echo también la guitarra, dijo mi padre, y todos rieron, incluso yo, que estaba un poco desconcertado, porque no era habitual que mi papá dijera bromas. En eso volvió Raúl, el vecino, con Magali y Claudia. Ellas son mi hermana y mi sobrina, dijo. Después del terremoto había ido a buscarlas y regresaba ahora, visiblemente aliviado.
Raúl era el único en la villa que vivía solo. A mí me costaba entender que alguien viviera solo. Pensaba que estar solo era una especie de castigo o de enfermedad.
La mañana en que llegó con un colchón amarrado al techo de su Fiat 500, le pregunté a mi mamá cuándo vendría el resto de la familia y ella me respondió, dulcemente, que no todo el mundo tenía familia. Entonces pensé que debíamos ayudarlo, pero al tiempo entendí, con sorpresa, que a mis padres no les interesaba ayudar a Raúl, que no creían que fuera necesario, que incluso sentían una cierta reticencia por ese hombre delgado y silencioso. Eramos vecinos, compartíamos un muro y una hilera de ligustrinas, pero nos separaba una distancia enorme.
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