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Alejandro Zambra - Mis Documentos

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Alejandro Zambra Mis Documentos

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Mi padre era un computador y mi madre una mГЎquina de escribirВ», apunta Alejandro Zambra en las primeras pГЎginas de este libro de relatos, que bien puede leerse como una novela, o como once breves novelas archivadas en la carpeta Mis documentos. A veces parece que hablara un mismo personaje, trasunto del autor, que recuerda sus desventuras como estudiante y como profesor, o que registra su malhumorado intento de superar el tabaquismo (В«QuГ© cosa mГЎs absurda, realmente: querer vivir mГЎs. Como si fuera, por ejemplo, felizВ»). Pero la ilusiГіn de una vida propia, fomentada por la famosa carpeta de Windows, se rompe pronto: los documentos de uno son, en el fondo, los documentos de todos, parece decirnos Zambra, en especial si se habita un paГ­s que necesita indagar en el pasado. Con el fino sentido de la ironГ­a y la precisiГіn que ya le conocemos, con humor y melancolГ­a, con espГ­ritu parГіdico, con aliento lГ­rico y a veces con rabia, Alejandro Zambra traza la anodina existencia de unos hombres que se repliegan en una idea antigua de la masculinidad, o el trГЎnsito de unos seres pendulares que apuestan sus Гєltimas fichas al amor. La incesante bГєsqueda del padre, la obsolescencia de objetos y de sentimientos que parecГ­an eternos, el desencanto de los jГіvenes de la transiciГіn (В«La adolescencia era verdadera. La democracia noВ»), la impostura como Гєnica forma de arraigo, y la legitimidad del dolor, son algunos de los temas que cruzan este libro. Mis documentos muestra a un autor que consolida y proyecta hacia lugares nuevos el personal estilo forjado en BonsГЎi (descrita por Junot DГ­az en The New York Times como В«un puГ±etazo en la mandГ­bulaВ»), La vida privada de los ГЎrboles (В«Una obra sorprendentemente entera y resonanteВ», segГєn The Complete Review), y Formas de volver a casa, una novela sobre la cual la crГ­tica ha sido elocuente: В«Un magnГ­fico lenguaje, a la sombra de Carver: precisiГіn, tristeza, crueldad, ternuraВ» (JoaquГ­n ArnГЎiz, La RazГіn); В«Una de las mejores novelas chilenas en mucho tiempoВ» (Tal Pinto, The Clinic); В«Formas de volver a casa eleva a Zambra al lugar de los escritores vivos que simplemente debemos leerВ» (Clancy Martin, Bookforum); В«Un talento asombrosoВ» (Adam Thirlwell, The New York Times Book Review).

PГЎginas : 166 Palabras : 53,525

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Mi padre era un computador y mi madre una máquina de escribir apunta - photo 1

«Mi padre era un computador y mi madre una máquina de escribir», apunta Alejandro Zambra en las primeras páginas de este libro de relatos, que bien puede leerse como una novela, o como once breves novelas archivadas en la carpeta Mis documentos. A veces parece que hablara un mismo personaje, trasunto del autor, que recuerda sus desventuras como estudiante y como profesor, o que registra su malhumorado intento de superar el tabaquismo («Qué cosa más absurda, realmente: querer vivir más. Como si fuera, por ejemplo, feliz»). Pero la ilusión de una vida propia, fomentada por la famosa carpeta de Windows, se rompe pronto: los documentos de uno son, en el fondo, los documentos de todos, parece decirnos Zambra, en especial si se habita un país que necesita indagar en el pasado.

Con el fino sentido de la ironía y la precisión que ya le conocemos, con humor y melancolía, con espíritu paródico, con aliento lírico y a veces con rabia, Alejandro Zambra traza la anodina existencia de unos hombres que se repliegan en una idea antigua de la masculinidad, o el tránsito de unos seres pendulares que apuestan sus últimas fichas al amor. La incesante búsqueda del padre, la obsolescencia de objetos y de sentimientos que parecían eternos, el desencanto de los jóvenes de la transición («La adolescencia era verdadera. La democracia no»), la impostura como única forma de arraigo, y la legitimidad del dolor, son algunos de los temas que cruzan este libro.

Mis documentos muestra a un autor que consolida y proyecta hacia lugares nuevos el personal estilo forjado en Bonsái (descrita por Junot Díaz en The New York Times como «un puñetazo en la mandíbula»), La vida privada de los árboles («Una obra sorprendentemente entera y resonante», según The Complete Review), y Formas de volver a casa, una novela sobre la cual la crítica ha sido elocuente: «Un magnífico lenguaje, a la sombra de Carver: precisión, tristeza, crueldad, ternura» (Joaquín Arnáiz, La Razón); «Una de las mejores novelas chilenas en mucho tiempo» (Tal Pinto, The Clinic); «Formas de volver a casa eleva a Zambra al lugar de los escritores vivos que simplemente debemos leer» (Clancy Martin, Bookforum); «Un talento asombroso» (Adam Thirlwell, The New York Times Book Review).

Alejandro Zambra Mis documentos ePub r10 Titivillus 111015 Título original - photo 2

Alejandro Zambra

Mis documentos

ePub r1.0

Titivillus 11.10.15

Título original: Mis documentos

Alejandro Zambra, 2013

Diseño de la colección: Julio Vivas y Estudio A

Ilustración: foto Sarai Da Silva, flickr.com / saricientta

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

I MIS DOCUMENTOS para Natalia García La primera vez que vi un computador fue en - photo 3

I
MIS DOCUMENTOS

para Natalia García

La primera vez que vi un computador fue en 1980, a los cuatro o cinco años, pero no es un recuerdo puro, probablemente lo mezclo con visitas posteriores al trabajo de mi padre, en la calle Agustinas. Recuerdo a mi padre con el cigarro eterno en la mano derecha y sus ojos negros fijos en los míos mientras me explicaba el funcionamiento de esas máquinas enormes. Esperaba una reacción maravillada y yo fingía interés, pero apenas podía me iba a jugar al escritorio de Loreto, una secretaria de melena y labios delgados que nunca se acordaba de mi nombre.

La máquina eléctrica de Loreto me parecía prodigiosa, con su pequeña pantalla donde las palabras se acumulaban hasta que una ráfaga intensa las clavaba en el papel. Era un mecanismo quizás similar al de un computador, pero no pensaba en eso. De todos modos me gustaba más la otra máquina, una Olivetti convencional de color negro, que conocía bien, porque en casa había una igual. Mi madre había estudiado programación, pero más temprano que tarde se había olvidado de los computadores, y prefería esa tecnología menor, que seguía siendo actual, porque estaba todavía lejos la masificación de los computadores.

Mi madre no escribía a máquina por algún trabajo remunerado: lo que transcribía eran las canciones, los cuentos y poemas que escribía mi abuela, que siempre andaba postulando a algún concurso o empezando el proyecto que por fin la sacaría del anonimato. Recuerdo a mi madre trabajando en la mesa del comedor, insertando cuidadosamente el papel calco, aplicando con esmero el típex cuando se equivocaba. Tecleaba siempre muy rápido, con todos los dedos, sin mirar el teclado.

Quizás puedo decirlo de esta manera: mi padre era un computador y mi madre una máquina de escribir.

Aprendí pronto a digitar mi nombre, pero me gustaba más imitar, con el teclado, los redobles de las marchas militares. Pertenecer a la banda de guerra era el máximo honor al que podíamos aspirar. Todos querían, yo también. A media mañana, durante las clases, sentíamos el retumbe lejano de las cajas y los pitos, la respiración de la trompeta y el trombón, las notas milagrosamente nítidas del triángulo y de la lira. La banda ensayaba dos o tres veces por semana: me impresionaba verlos perderse hacia una especie de potrero que había al final del colegio. Lo más llamativo era el guaripola, que solo figuraba en los eventos importantes, porque era un exalumno del colegio. Manejaba la vara con una destreza admirable, a pesar de que era tuerto —tenía un ojo de vidrio, la leyenda decía que lo había perdido en una mala maniobra.

En diciembre peregrinábamos al Templo Votivo. Era una caminata infinita, de dos horas, desde el colegio, encabezados por la banda y después nosotros, en orden decreciente, de quinto medio (porque era un colegio técnico) a primero básico. La gente se asomaba a saludarnos, algunas señoras nos daban naranjas para evitar la fatiga. Mi madre aparecía en ciertos puntos del camino: estacionaba por ahí, me buscaba al final de la formación, después volvía al auto a escuchar su música, a fumarse un cigarro, y manejaba otro trecho para alcanzarnos más adelante y saludarme de nuevo, con su pelo largo, brillante y castaño, la madre más bella del curso sin apelación, lo que más bien me acomplejaba, porque algunos compañeros solían decirme que era demasiado linda para ser madre de alguien tan feo como yo.

También iba a saludarme el Dante, que coreaba mi nombre a voz en cuello, avergonzándome con mis compañeros, que se burlaban de él y de mí. Dante era un niño autista, bastante mayor que yo, quizás tenía quince o dieciséis años. Era muy alto, un metro noventa, y pesaba más de cien kilos, como él mismo decía durante un tiempo, cada vez la cifra exacta: «Hola, estoy pesando 103 kilos».

Dante deambulaba todo el día por la villa, intentando descifrar quiénes eran los padres de cuáles niños, y quiénes los hermanos, los amigos de cada uno, lo que en un mundo donde primaba el silencio y la desconfianza, no debe haber sido fácil. Caminaba siempre a la siga de sus interlocutores, que solían apurar el paso, pero él también aceleraba, hasta quedar de frente, avanzando de espaldas, moviendo la cabeza con severidad cuando entendía algo. Vivía solo, con una tía, al parecer abandonado por sus padres, pero eso nunca lo dijo, cuando le preguntaban por sus padres él miraba como desconcertado.

Además de las marchas de la escuela, por las tardes, ya en casa, yo seguía oyendo sones marciales, pues vivíamos detrás del estadio Santiago Bueras, al que los niños de otros colegios iban a practicar, y donde cada tanto, quizás todos los meses, se desarrollaba una competencia entre bandas de guerra. Así que escuchaba marchas militares todo el día, podría decir que esa fue la música de mi niñez. Pero lo fue solo en parte, porque en mi familia la música siempre tuvo importancia.

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