Las primeras versiones de los textos aquí reunidos fueron publicadas en los diarios Las Últimas Noticias y La Tercera; en los suplementos «Revista de Libros» de El Mercurio, «Cultural» de El País (Uruguay), «Radar» de Página/12, «Ñ» de Clarín y «Babelia» de El País (España); en las revistas The Clinic, Dossier, Revista UDP, Qué Pasa, Turia, Etiqueta Negra, Pie de Página, Letras Libres, Quimera y Bookforum. Al final de cada texto se consigna su fecha aproximada de escritura, aunque muchos han sido modificados e incluso reescritos por entero para este libro.
NOTA DEL AUTOR
La idea de armar este libro fue de Andrés Braithwaite, que fue también quien aceptó mis primeros textos sobre literatura, a mediados de 2002, cuando empecé a escribir reseñas para el diario Las Últimas Noticias. En ese tiempo no estaba seguro de querer dedicarme a la crítica literaria. A decir verdad, no sé muy bien lo que entonces quería ser. Buscaba trabajo. Eso quería ser: alguien con trabajo. Y que mi trabajo consistiera en leer era una oportunidad simplemente maravillosa.
Recuerdo un pasaje de La tentación del fracaso en que Julio Ramón Ribeyro, en mitad de una crisis creativa, manifiesta el temor de convertirse en el crítico literario de su generación. De algún modo pensaba eso yo también. Estaba rodeado de amigos talentosos que leían mis poemas y me incluían en el grupo, pero tal vez ellos entendían que mi lugar era ese, el del crítico. Por lo demás yo daba indicios, pues había participado en un taller de crítica, con Bernardo Subercaseaux y Patricia Espinosa, en la Universidad de Chile.
Ponerlo así, en todo caso, como una lucha de vocaciones o de talentos, es mentir un poco. Mi lugar ya estaba establecido entonces, incluso desde antes, desde la adolescencia. Era el lugar del lector. Luego publiqué algunos libros y ahora me cuesta imaginarme la vida sin escribir. Pero escribir y leer son experiencias totalmente distintas. El placer de pasar la tarde leyendo fue, para mí, muy anterior al deseo de escribir. Y sigue siendo más pleno, más estable.
Cuando empecé a trabajar en Las Últimas Noticias quise actuar fundamentalmente como un lector que, por azares de la vida, debía a veces dar cuenta de obras que en otras circunstancias hubiera dejado pasar alegremente. Las reglas eran claras: la pauta obedecía a las novedades literarias y estaba referida sobre todo a las novelas chilenas que fueran apareciendo. Necesitaba ponerme al día, leer los libros anteriores de los autores que me tocaba reseñar. Y quería ser riguroso, por lo que con frecuencia leía dos veces novelas que en un mundo perfecto hubiera abandonado en el primer párrafo.
Supongo que por eso algunas de mis reseñas eran muy duras. Inevitablemente acababa vengándome por el tiempo malgastado. Procuraba siempre, sin embargo, dejar ver una cierta arbitrariedad: que se notara el punto de vista, que fuera perceptible que yo adhería a otra clase de literatura, aunque, desde luego, precisar esas adhesiones era para mí difícil y lo sigue siendo. De más está decir que gracias a ese trabajo descubrí autores que admiro y cuyos libros he seguido leyendo. Y a decir verdad mis comentarios solían ser favorables a las obras que reseñaba, pero el ruido que provocaban las críticas negativas era, por supuesto, mucho mayor.
Nunca pensé que mi oficio apelara a los autores y por eso me sorprendía cuando reclamaban o directamente me enfrentaban si se daba la triste ocasión de encontrármelos en algún bar. Duré tres años en ese trabajo y si lo abandoné fue en parte porque estaba cansado de esa clase de incomodidades. Ser crítico literario es uno de los oficios que más respeto. Pero definitivamente no quería ocupar ese lugar de autoridad. Cuando dejé Las Últimas Noticias supe que extrañaría mucho a Andrés Braithwaite, a esas alturas uno de mis mejores amigos. Extrañaría esa amistad, sometida a prueba semana tras semana, pues él miraba mis textos como si en ello se le fuera la vida. Y extrañaría también la seguridad que me daba saber, al escribir, que Andrés sinceramente trataría de mejorar mis a menudo peregrinas primeras versiones.
Al poco tiempo empecé a publicar crónicas y ensayos breves en El Mercurio y luego en La Tercera y en algunas revistas, experiencias todas muy favorables. Hablar sobre libros que quería leer, sobre autores que admiraba o sobre temas que realmente me interesaban era el trabajo ideal. A veces, sin embargo, en especial cuando algún artículo no acababa de convencerme, surgía el inquietante recuerdo de Braithwaite: lo imaginaba fumando y tomando un cargadísimo café mientras leía un texto mío. Me aterraba pensar que afilaba pacientemente el lápiz antes de tachar, sin el menor asomo de piedad, cada una de mis frases.
La vocación de invisibilidad de Andrés Braithwaite –imprescindible, por cierto, en un buen editor– lo ha hecho insistir en que quite su nombre de esta nota. Pero es necesario mencionarlo, darle las gracias. Me tranquiliza saber que en este libro solamente comparecen las páginas que Braithwaite seleccionó y editó de entre un corpus numeroso y a veces caótico. De aquel tiempo en Las Últimas Noticias, de hecho, quedó muy poco, dos o tres textos nada más, porque la idea no era hacer un libro de reseñas.
Cuando dejé la crítica literaria semanal sentí muchas veces el placer de no leer algunos libros. En parte es esa la razón del título de este volumen, tomado de una de las crónicas que escribí para La Tercera. En rigor el título alude a varios de los temas presentes en esta serie: a las imposturas del mundo literario, a la tiranía de las novedades, a las desconcertantes listas de lecturas obligatorias, a la insólita pero arraigada costumbre de hablar de libros sin haberlos leído, y también, en cierto modo, a la dificultad de encontrar un título. Pero es verdad que este libro es, sobre todo, un elogio de la lectura.
Me gusta, sin embargo, esa ambigüedad. No descubro nada si digo que vivimos en un tiempo en que la gente lee poco. Y son todavía menos las personas que buscan, en la lectura, algo más que información. Este libro, entonces, se resigna cortésmente al estado de las cosas, y formula las dos invitaciones: a leerlo y a no leerlo. La última frase es, quizás, una broma.
Santiago, junio de 2010
Aunque la selección actual es más abundante y algunos artículos han sido retocados, continuados, completados, sustituidos y sobre todo corregidos (lo que por supuesto no garantiza que hayan quedado «buenos»), este libro es en esencia el mismo que se publicó por primera vez hace ocho años. Confieso, eso sí, que a última hora, y a sus espaldas, decidí incluir dos o tres textos explícitamente rechazados por Andrés Braithwaite. Espero que nadie le vaya con el cuento.
Ciudad de México, mayo de 2018
I
LECTURAS OBLIGATORIAS
Aún recuerdo la tarde en que la profesora de castellano se volvió a la pizarra y escribió las palabras prueba, próximo, viernes, madame, Bovary, Gustave, Flaubert, francés. Con cada palabra crecía el silencio y al final solamente se oía el triste chirrido de la tiza. Por entonces ya habíamos leído novelas largas, casi tan largas como Madame Bovary, pero esta vez el plazo era imposible: teníamos apenas una semana para enfrentar una novela de cuatrocientas páginas. Comenzábamos a acostumbrarnos, sin embargo, a esas sorpresas: acabábamos de entrar al Instituto Nacional, teníamos doce o trece años, y ya sabíamos que en adelante todos los libros serían largos.
Así nos enseñaron a leer: a palos. Todavía pienso que los profesores no querían entusiasmarnos sino disuadirnos, alejarnos para siempre de los libros. No gastaban saliva hablando sobre el placer de la lectura, tal vez porque ellos habían perdido ese placer o nunca lo habían experimentado realmente: se supone que eran buenos profesores, pero en ese tiempo ser bueno era poco más que saberse los manuales.