El hombre debe saber que del cerebro, y solamente del cerebro, surgen nuestros placeres, alegrías, risas y bromas, así como nuestras penas, dolores y lágrimas. A través de él, en lo particular, pensamos, vemos, oímos y distinguimos lo feo de lo bello, lo malo de lo bueno, lo agradable de lo desagradable.
I NTRODUCCIÓN
¿P OR QUÉ SOMOS COMO SOMOS ?
Alma de niebla dulce, suspendida
sobre su ayer amante, cuerpo inerme que
pálido se enfría con las nocturnas horas
y queda quito, solo, dulcemente vacío.
Alma de amor que vela y se separa
vacilando, y al fin se aleja tiernamente fría.
V ICENTE A LEIXANDRE , «El cuerpo y el alma»
Desde los tiempos más antiguos, el ser humano se ha formulado preguntas, y una de las más recurrentes versa sobre sí mismo. La cuestión de por qué somos como somos ha navegado a lo largo de los siglos encontrando múltiples respuestas, generalmente insatisfactorias, pero todas intentando aproximarse a la verdad desde muy diferentes puntos de vista. El hombre se observa y es capaz de reconocerse; es consciente de sí mismo. También piensa y puede extraer ideas abstractas a partir de conceptos materiales, por lo que concluimos que tiene intelecto. Esas mismas ideas, tamizadas por el filtro de la percepción, hacen que cada individuo posea una idiosincrasia propia; es decir, tiene un carácter que influye en su comportamiento. Poseemos todas esas cualidades que, tomándolas juntas, hacen un todo que no resulta fácil definir en una sola palabra ni aglutinarlo en un solo concepto. Podríamos llamarlo alma o, quizá, espíritu . Y no nos referimos con ello al concepto religioso de alma trascendente, pese a que ambos puedan parecer indisolublemente ligados (durante muchos siglos, así fue). Nos referimos a aquello que nos impulsa, que nos dota de pensamiento y de voluntad, y que cesa o desaparece en el momento de nuestra muerte.
Alma (del latín anima) es aquello que poseen los individuos —o, quizá, que posee a los individuos— y que hace que estos estén vivos. Es decir, es la fuerza vital que los sustenta y a la vez los diferencia, sin la cual no seríamos más que carcasas huecas, seres semejantes a piedras. Ahora bien, ¿todos tenemos un alma? Si con ese «todos» nos estamos refiriendo al conjunto de los seres humanos, la mayoría de las personas contestarían con un «sí» rotundo a la pregunta. En cambio, si nos estamos refiriendo a los animales, muchos dudarían al contestar. Y si incluimos a todos los seres vivos, es probable que la mayoría considere que no. No es fácil —ya sea por un mal entendido antropocentrismo, ya sea por otros prejuicios— adjudicarle la posesión de un alma a una planta. Y tampoco a un animal poco complejo, como por ejemplo una medusa. Porque lo cierto es que, aunque las plantas responden a estímulos, como cualquier ser vivo, no son capaces de pensar. Tampoco lo hacen muchos animales de los llamados «inferiores».
Entonces, ¿quién puede tener un alma? Si nos atenemos a la definición que hemos dado anteriormente, solo aquellos que tengan un intelecto, una consciencia, un carácter. Pero ¿somos realmente los únicos que tenemos esas cualidades? Observamos a muchos animales y vemos que también tienen un carácter, un comportamiento que incluso en ocasiones puede ser racional. ¿Es suficiente para adjudicarles un alma? Incluso algunos son capaces de razonar dentro de unos límites. Es difícil contemplar a un chimpancé o a un bonobo y no maravillarnos (y tal vez sentirnos un poco inquietos) al descubrir en ellos comportamientos que nos resultan familiares, muy cercanos a los nuestros, de tal modo que podríamos adjudicarles también a ellos un alma.
La cuestión del alma quedaría reducida entonces a su identificación con la mente y sus propiedades. Pero, aun así, esto nos suscita otra pregunta: la de cómo funciona esa mente y de qué manera influye en nuestro cuerpo. Tal vez nos sorprenda descubrir que los mecanismos por los cuales esa mente controla las funciones del organismo son tremendamente similares en todos los animales, incluidos los seres humanos. La forma en que la mente se hace cargo de emociones o necesidades básicas, como comer o dormir, no difiere en lo sustancial de la elaboración de pensamientos complejos. Todo esto lo hace el sistema nervioso, primordialmente el cerebro, y este, aunque difiere entre los seres vivos en muchos grados de complejidad, al final se rige por principios estructurales y funcionales universales, que son comunes a todos ellos.
El estudio de esta dualidad mente-cuerpo ha pasado de ser un campo de trabajo fundamentalmente filosófico a ser un aspecto más de la ciencia biológica, en particular de la neurociencia. Es una disciplina moderna; se podría decir que toda la biología lo es, pues prácticamente no se puede considerar su nacimiento como verdadera ciencia independiente hasta el siglo XIX , aunque las raíces de su existencia se hunden en el pasado, unidas a esa pregunta que formulábamos al principio acerca de la existencia del alma y su relación con la sustancia de la que estamos hechos. Por ello es necesario un breve repaso, sucinto, a las múltiples respuestas que se han ido ofreciendo a dicha pregunta a lo largo de la Historia y cómo estas han ido mutando con el paso del tiempo a la par que aumentaban los conocimientos sobre nuestra propia naturaleza.
E L ALMA EN LA A NTIGÜEDAD Y EN LA E DAD M EDIA
El hombre primitivo debió de observar que, en la naturaleza, los seres vivos —de los que formaba parte— se comportaban todos de una determinada manera. Los lobos como lobos, los ciervos como ciervos, y los osos como osos. No obstante, había diferencias entre cada individuo: un oso podía ser más agresivo que otro; un ciervo, más asustadizo que otro. Dentro de su propia comunidad debió de encontrar las mismas diferencias: cada individuo, pese a sus evidentes semejanzas, era distinto a otro, y esa distinción no solo consistía en un físico diferente (mayor altura, más peso, rasgos físicos distintos), sino en un carácter y un comportamiento particular que lo hacía, por así decirlo, único. Es decir, todos los seres guardaban similitudes, pero todos poseían algo que los diferenciaba. Y ese algo era lo que permitía distinguirlos como seres independientes unos de otros: su alma.