Un órgano preparado
para aprender
U no de los aspectos más fascinantes de tratar con niños radica en constatar la enorme agilidad que muestran a la hora de enfrentarse a ciertas situaciones cotidianas que, a primera vista, les deberían suponer un reto difícil de superar. Después de todo, ¿quién de nosotros no se ha sentido maravillado al comprobar la gran facilidad con que nuestros hijos, nuestros sobrinos o nuestros alumnos aprenden a utilizar los dispositivos electrónicos más modernos —como teléfonos móviles o tabletas digitales— mientras que a nosotros a menudo se nos resisten? ¿Quién no ha experimentado una cierta vergüenza al comprobar que un niño pequeño puede aprender en pocos minutos la letra de una canción que nosotros tardaríamos varias horas en memorizar? ¿Quién no se ha sentido maravillado al comprobar cómo un bebé de pocas semanas es capaz de imitar con gran naturalidad y sin esfuerzo aparente gestos y acciones realizadas por adultos?
Desde muchos puntos vista, el cerebro infantil puede considerarse más inteligente que el de los adultos; sobre todo, si tomamos en cuenta que la inteligencia no tiene nada que ver con la cantidad de conocimientos, sino con la capacidad de análisis, adaptación y respuesta a las situaciones que se nos presentan. De hecho, ningún ser humano tiene más capacidad de adaptación a nuevas situaciones y al entorno que un niño, ya desde el momento en el que nace.
Imaginemos que disponemos de tan solo tres años para aprender a hablar y entender con soltura uno, dos o más idiomas a la vez. Supongamos que simultáneamente tuviéramos que aprender a caminar; a comer; a dirigir los movimientos de nuestras manos, piernas y cabeza; a reconocer a nuestros padres, nuestra familia, nuestra casa, ciudad o pueblo. Que tuviéramos que saber qué es peligroso para nosotros y qué no lo es; qué significa tener hambre o sed. Únicamente un niño tiene la capacidad para aprender estas y muchas otras cosas de forma simultánea y en un período de tiempo muy reducido. Y esto se debe a que, al nacer, el cerebro humano está dispuesto y preparado para recibir, integrar y almacenar información con una eficiencia y una velocidad superiores a las de cualquier otra etapa de la vida.
La maravillosa capacidad de aprendizaje del cerebro infantil ha llamado la atención de numerosos investigadores en tiempos recientes. Este interés está plenamente justificado, pues un mejor conocimiento del cerebro de los niños —el cual no es otra cosa que la base sobre la que se construye la mente humana— puede ofrecernos las claves para comprender la formación y la organización del cerebro humano en general. El estudio de este órgano durante las primeras etapas de la vida puede dotarnos de herramientas para afrontar uno de los grandes desafíos científicos del siglo XXI : descifrar los fundamentos neurobiológicos de la actividad mental.
Ahora bien, el estudio del cerebro humano durante la etapa infantil tiene importancia en sí mismo, en la medida en que resulta de utilidad para detectar tanto los estímulos que favorecen el desarrollo cognitivo de los niños como los que lo perjudican. Potenciar unos y evitar los otros nos ayudará a acompañar a los niños en su crecimiento y a garantizar el desarrollo correcto de sus facultades mentales. La infancia es un período de extraordinaria importancia para el desarrollo de la mente humana, por lo que cualquier alteración en su funcionamiento en esta fase de la vida puede ser causa de graves enfermedades, como la esquizofrenia o el autismo. Por esta razón, entender los mecanismos implicados en trastornos que tienen su origen en el neurodesarrollo puede facilitar las intervenciones tempranas, más eficaces para revertir o paliar los efectos de este tipo de patologías; y para ello primero necesitamos conocer los procesos que permiten que el cerebro adquiera e integre tal asombrosa cantidad de información en las primeras etapas de la vida.
HACIA EL DISEÑO DEFINITIVO
Sin duda, el cerebro es el órgano más complejo y, al mismo tiempo, más enigmático, de cuantos aloja el cuerpo humano. Él controla las funciones de nuestro organismo y guía los actos que nos posibilitan desenvolvernos —y sobrevivir— en nuestro en entorno. Gracias a él, podemos percibir el mundo, comprenderlo y responder a los estímulos que nos proporciona. De la misma manera, nos permite interactuar con nuestros congéneres; nos ayuda a comprenderlos, a aprender de sus acciones, a empatizar y a comunicarnos con ellos. En última instancia, el cerebro controla nuestras funciones vitales, rige nuestra percepción, posibilita nuestras capacidades lingüísticas y nos permite ser seres sociales.
Tal vez, una de las características más sorprendentes del cerebro es que si es capaz de llevar a cabo toda esta enorme variedad de tareas, simultánea y eficientemente, es, sobre todo, gracias a un solo tipo de células: las neuronas. Estas células son el componente fundamental del sistema nervioso humano —se estima que su número asciende a 100 mil millones en un hombre de entre cincuenta y setenta años— y las responsables de llevar a cabo todas sus funciones: desde recibir, analizar e integrar la información procedente de los sentidos hasta organizar los movimientos coordinados de los músculos, producir las acciones reflejas, generar recuerdos o soñar, entre otras cosas.
Las neuronas están formadas por un soma o cuerpo celular del que emergen dos tipos de ramificaciones —múltiples dendritas, y un único axón—, que otorgan a dichas células su aspecto singular (fig. 1). Desde el soma, donde se aloja la información genética de la célula, se extiende el axón, hasta contactar con la neurona o célula receptora. Su función consiste en enviar estímulos nerviosos —es decir, información— a dicha neurona. Cuando la neurona se excita, al inicio del axón se genera un impulso nervioso, o potencial de acción, que se propaga hasta su extremo. Ahí se encuentra el terminal axónico que conecta con la célula receptora de dicho impulso a través de sus dendritas. Precisamente, las dendritas son las encargadas de recibir los impulsos procedentes de la célula emisora, que se ramifican una y otra vez para formar complejos e intrincados árboles dendríticos. De este modo, la transmisión de información —bajo la forma de impulsos nerviosos— es posible gracias a la conexión establecida entre el axón de la neurona que genera la señal y la dendrita de la neurona que la recibe. Esta conexión no es otra que la sinapsis neuronal, una de las estructuras biológicas más complejas de la naturaleza.
F IG . 1
La figura muestra los principales componentes de una neurona de tipo piramidal, característica de la corteza cerebral, y de la sinapsis.