Somos nuestro cerebro
Cómo pensamos, sufrimos y amamos
Dick Swaab
Traducción del neerlandés
de Marta Arguilé Bernal
Wij zijn ons brein. Van baarmoerder tot Alzheimer. Originalmente publicada en holandés, en 2010, por Uitgeverij Contact, Amsterdam.
Primera edición en esta colección: febrero de 2014
© Dick Swaab, 2010
© de la traducción, Marta Arguilé Bernal, 2014
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2014
Plataforma Editorial
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El editor agradece el apoyo de la
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Depósito legal: B. 4833-2014
ISBN: 978-84-16096-15-2
Ilustración de portada: Maartje Kunen
Dibujos en páginas interiores: Maartje Kunen
Composición: Grafime
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Para todos los científicos que tanto han estimulado mi cerebro, y para Patty, Myrthe, Roderick y Dorien, que en casa han compuesto mi enriquecido ambiente familiar.
«Muchos de los planteamientos que he avanzado son sumamente especulativos y sin duda algunos resultarán equivocados, pero en cada caso he aportado razonamientos que me han llevado a preferir una conclusión a otra… Los hechos falsos son altamente injuriosos para el progreso de la ciencia, porque siempre perduran mucho; pero las opiniones falsas, respaldadas por algo de evidencia, hacen muy poco daño, porque todos toman el saludable placer de probar sus falsedades…».
CHARLES DARWIN
El origen del hombre y la selección en relación al sexo, 1871
Índice
Prólogo Preguntas sobre el cerebro
a un presunto experto
Bien sé que el lector no tiene necesidad de saber todo esto, pero yo tengo necesidad de contárselo.
JEAN-JACQUES ROUSSEAU (1712-1778)
Este siglo se enfrenta al menos a dos gigantescos interrogantes científicos: cómo se originó el universo y cómo funciona nuestro cerebro. Mi entorno y el azar hicieron que me viese absorbido por el segundo de ellos.
Crecí en una familia donde de niño escuchaba conversaciones tan apasionantes sobre temas médicos que me resultó imposible escapar a esa profesión. Mi padre era ginecólogo e investigaba aspectos muy controvertidos de la reproducción, como la esterilidad masculina, la inseminación artificial o la píldora anticonceptiva. A menudo recibía la visita de amigos que, como más tarde supe, también eran pioneros en sus respectivos campos de investigación. Del profesor Dries Querido, que años después fundaría la Facultad de Medicina en Róterdam, recibí de niño mis primeras lecciones de endocrinología. Cuando sacábamos a pasear al perro y éste levantaba la pata, Querido me explicaba que aquel comportamiento se debía al efecto que las hormonas sexuales ejercían sobre el cerebro. El profesor Coen van Emde Boas, primer catedrático de sexología de los Países Bajos, solía venir a vernos con su esposa. Nos contaba historias fascinantes, sobre todo para un niño. Recuerdo que un día nos habló de lo mal que había discurrido la conversación con uno de sus pacientes. Al final de la visita, el hombre acabó soltándole lo que lo tenía tan alterado: había oído decir que el doctor era homosexual. Van Emde Boas le pasó entonces un brazo por los hombros y exclamó: «Pero, tesoro, tú no te lo habrás creído, ¿verdad?». Dejó al paciente de piedra. Todos nos echamos a reír.
En casa no había preguntas prohibidas, y los fines de semana mi padre me dejaba hojear sus libros de medicina y observar por el microscopio células vegetales y criaturas unicelulares flotando en agua de charca.
Cuando aún era un estudiante de secundaria, mi padre me permitía acompañarlo a las conferencias que daba por todo el país. Jamás olvidaré que, durante la conferencia previa a la fase de prueba de la primera píldora anticonceptiva, fue atacado y hasta abucheado por los sectores religiosos más extremos. Él, sin embargo, siguió exponiendo sus argumentos con calma, al menos aparente, mientras yo lo escuchaba, tenso y sudoroso. Visto en retrospectiva, resultó una experiencia muy útil que me preparó para las virulentas reacciones que años después suscitarían mis propias investigaciones. Por aquel entonces también venía a visitarnos de vez en cuando Gregory Pincus, el científico estadounidense inventor de la píldora anticonceptiva, y me dejaban acompañarlos a los laboratorios farmacéuticos Organon, donde la fabricaban. Aquél fue mi primer contacto con un laboratorio.
Con tales antecedentes, era natural que acabase estudiando medicina. En las animadas conversaciones que mantenía con mi padre durante las comidas hablábamos sobre cualquier aspecto de la profesión con tal crudeza y lujo de detalles que mi madre solía exclamar: «¡Bueno, ahora se acabó!», y eso que habiendo sido enfermera de quirófano en el frente durante la guerra entre Rusia y Finlandia de 1939 aquello no le venía de nuevo. De pronto, llegó el momento en que no sólo se esperaba de mí que hiciese preguntas, sino que además me tocaba responderlas. Cuando uno estudia medicina, los demás presuponen, injustamente, que es un experto en cualquier achaque, alguien a quien consultar gratis.
Un día, estaba tan harto de las interminables quejas de una pariente que, alzando mucho la voz, interrumpí las demás conversaciones durante una celebración de cumpleaños para exclamar: «Eso es muy interesante, tía Jopie, ¿por qué no se quita la ropa y deja que la examinemos?». Funcionó de maravilla: jamás volvió a molestarme. Las preguntas, sin embargo, no cesaron.
Durante mis estudios de medicina quise profundizar más en los fundamentos del trabajo experimental sobre los que a menudo se basan los conceptos médicos. Además, contrariando la voluntad de mis padres, estaba decidido a disponer de una independencia económica. Por entonces, en Ámsterdam sólo había dos lugares donde un estudiante de pregrado podía conseguir un trabajo de media jornada en investigación en calidad de asistente: el Departamento de Farmacología y el Instituto Neerlandés de Investigaciones Cerebrales. En este último se produjo antes una vacante. Así fue como se proyectó mi carrera. Dados mis antecedentes familiares, la elección del tema resultaba lógica: me centraría en el nuevo campo de la neuroendocrinología. Investigaría la producción hormonal de las células cerebrales y la sensibilidad del cerebro a las hormonas. Durante la entrevista de trabajo con el profesor Hans Ariëns Kappers mencioné mi interés por el campo de la neuroendocrinología. Él me informó de que aquel departamento estaba a cargo de Hans Jongkind y mandó buscarlo. La conversación que mantuvimos a continuación puso en evidencia lo poco que yo conocía de la literatura del tema; no obstante, Kappers dijo que me pondrían a prueba y me contrató. Durante la investigación para mi tesis doctoral realicé experimentos para identificar las funciones de las células cerebrales que producían hormonas. Tenía que compaginar aquellos experimentos con mis estudios de medicina, lo que me mantenía enteramente ocupado, incluso durante las noches, los fines de semana y las vacaciones. Posteriormente, mientras trabajaba de asistente con el profesor Boerema en el departamento de cirugía, a duras penas conseguí una tarde libre para doctorarme en 1970. Después de graduarme en 1972, decidí seguir en el campo de la investigación cerebral. En 1975 fui nombrado vicedirector del Instituto Neerlandés de Investigaciones Cerebrales (XVI.7) y en 1978 me convertí en su director. En 1979 se sumó a esas responsabilidades la cátedra de neurobiología en la Facultad de Medicina de la Universidad de Ámsterdam. A pesar de las funciones directivas que he desempeñado a lo largo de treinta años, he seguido siendo ante todo investigador de campo, pues no en vano elegí esa profesión. Hasta el día de hoy, junto a mi equipo de investigación, he aprendido muchísimo de los extraordinarios estudiantes, doctorandos, doctores y miembros del personal, dotados todos ellos de gran talento y espíritu crítico, procedentes de más de veinte países distintos, con los que sigo cruzándome por el mundo en clínicas y certámenes sobre la investigación cerebral. Todo el grupo le debe mucho a los excelentes analistas que han facilitado la calidad y el desarrollo de las nuevas técnicas de investigación.
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