PRÓLOGO
Emilio Lledó
La filosofía estoica ocupa un lugar especial en la historia de la filosofía griega. Grecia fue el origen de una reflexión sobre la experiencia que desde la mirada al «mar de las mil voces», a la naturaleza, al lenguaje, a la violencia, a la maldad, pasó también a la amistad, al amor, a la filantropía como una forma de entender, de comunicar, de vivir.
Después de la filosofía de Platón y Aristóteles que determina, en muchos aspectos teóricos y prácticos, el pensamiento y la cultura, surge una serie de reflexiones, de «filosofías» que, como el epicureísmo y el estoicismo, pretenden dar un nuevo aire al sentido y horizonte del vivir.
Estos planteamientos que expresan lo que los historiadores llaman el helenismo, no pretenden tanto teorizar, o sea, mirar el mundo y la naturaleza desde la experiencia, sino desde el sentimiento y la percepción del propio cuerpo y de su estar y ser en él.
Al estoicismo le preocupó, sobre todo, la instalación en la vida personal, en la sociedad, en el universo. Una forma, pues, de «globalizar», como ahora se dice, la presencia de la naturaleza y sus latidos en los seres humanos que se encontraban en ella, y que eran de ella. El mundo formaba una cierta unidad con las criaturas que lo habitaban. Ese habitar estuvo forjado por dos conceptos esenciales, la areté y la eudaimonía , o sea, el bien obrar y la felicidad. Diógenes Laercio, en el libro VII de su famosa y original historia sobre la vida y el pensamiento de los filósofos, comenta que esa relación, más allá de la naturaleza humana, nos lleva a la autarquía, y a un espacio ideal que serena y acompaña la inicial soledad de cada existencia.
Ese encuentro con el Universo, a través del ser individual, consuena a lo largo de la cultura con la visión de una naturaleza que nos constituye y que, haciéndonos individuos singulares, nos permite sentir y cuidar esa otra naturaleza ajena, en la que estamos, en la que respiramos, en la que existimos. Una idea que sigue viva y comprometiendo el existir y el pervivir.
El libro de Max Pohlenz, en su larga y detenida investigación, marcó los diversos senderos que surcaron el territorio de una posible y nueva forma de felicidad. El subtítulo indicaba ya una «historia del movimiento espiritual» hacia la intimidad del ser humano. Estaba, además, dedicado a sus alumnos, «los vivos y los muertos». Tan triste dedicatoria tenía que ver con la situación histórica en la que este libro surge, que, terminado en 1943, se publica varios años después del fin de la guerra.
Resuena, de alguna manera, la feroz historia en la que se escribe, y siendo ya un libro clásico en la investigación de la filosofía griega, deja entrever, en muchos momentos que han sido matizados en investigaciones posteriores, esas circunstancias de la historia europea.
Una filosofía como el estoicismo sigue viviendo en cada historia presente. Esa vida presente nos obliga a pensarla, a conformarla y, de paso, nos anima a confiar en el bien y en la armonía con el mundo que, fraternalmente, tenemos que habitar.
Desde hace muchos años, conozco y estimo a Salvador Mas, su obra intelectual y sus libros. Seguro que la traducción de La Stoa , junto con Iker Martínez, tendrá las cualidades de sus otros trabajos. Las páginas que he podido contrastar con el original alemán son excelentes. Esta traducción servirá, en estos tiempos, para evocar los planteamientos que en la filosofía griega se entendieron, una vez más, como formas de existir, de resistir.
El helenismo ha padecido durante bastante tiempo el prejuicio clasicista, que solo veía en él una época de decadencia y un momento epigonal. Hoy sabemos que ha ejercido una influencia enorme sobre la evolución de Occidente, no solo por haber transmitido el patrimonio espiritual de la antigua Hélade, sino también por su propia creación. Aunque la filosofía helenística ya no es para nosotros tan solo la «postaristotélica», que se alimenta del trabajo intelectual más antiguo, falta aún mucho, no obstante, para alcanzar una comprensión más profunda del hecho de que fue la expresión de un sentimiento vital nuevo y autónomo, así como para apreciar realmente el sentido que tuvo, tanto para su época como para la posteridad. Por esto se ha escrito este libro, que tiene por objeto el fenómeno histórico-espiritual más importante dentro de esta filosofía.
El subtítulo del libro indica cómo he concebido mi tarea. La misma Stoa no deseaba presentar un sistema teórico rígido que deslizara en la historia de la filosofía un cuerpo ajeno al mundo; quería ser un arte de vivir que ilustrara al hombre sobre su destino y que debía ponerlo en condiciones de satisfacerlo en cualquier situación. A lo largo de medio milenio acreditó en la práctica su fuerza para los pueblos y los tiempos más diversos y ofreció una actitud ética y paz espiritual a innumerables hombres. Ciertamente, también puede ser instructivo para el presente ver a partir de qué situación espiritual creció este movimiento, en qué creyó y qué hizo a partir de su fundación, cómo se desarrolló y por qué, finalmente, sucumbió bajo el espíritu de una nueva época.
Dediqué mi tesis doctoral a un estoico. Inicié mi actividad académica con una lección sobre la Stoa. Desde aquel entonces, mi investigación y mi docencia se han fecundado mutuamente, y siempre he recibido acicates del vivo intercambio de ideas con quienes me escuchaban. Por eso el libro está dedicado a mis discípulos, tanto a los vivos como a los muchos, demasiados, muertos. En el otoño de 1914 un joven y querido amigo, que antaño había leído a Epícteto conmigo y que ahora servía como oficial en Francia, me escribió: «Cuando la idea del cansancio y el peligro me quiere asustar, me atengo a Epícteto: compruebo su contenido y, cuando concluyo que no toca mi interioridad, digo: ‘‘solo eres una representación que en nada me atañe’’. Entonces no alcanza a tener poder alguno sobre mí». Fue su última carta. Poco después, en su calidad de auténtico alemán y animado por un sentimiento estoico del deber, dio su vida por la patria.
Navidad, 1943
M. Pohlenz
Las circunstancias de estos tiempos han retrasado la publicación de la obra. Un segundo volumen, que aparecerá inmediatamente, ofrece una fundamentación más exacta de la exposición y de las fuentes (La Stoa, segundo volumen, notas ).
Agradezco cordialmente a Hans Drexler y a Kurt Hubert su ayuda a la hora de corregir las pruebas.
Navidad, 1947
M . P .
FILOSOFÍA HELÉNICA Y HELENÍSTICA
«El origen de toda filosofía es el maravillarse», dice Platón, y, por el hecho de que el joven Teeteto se maraville, reconoce su predisposición filosófica: una sensibilidad auténticamente helénica. La palabra ϑαυμάζειν significa originariamente «considerar con atención, perseguir con interés personal el curso de las cosas». Pero los helenos no solo son individuos oculares, individuos que captan con agudeza una imagen externa; también quieren contemplar la esencia de las cosas. Nunca aceptan los hechos dados como algo evidente. Se «maravillan», ven problemas, quieren comprender, preguntan por el de dónde y el por qué, tras lo individual divisan lo universal, lo genérico que determina su esencia, ordenan las particularidades en un contexto general, exigen una ley universal que se extiende sobre los distintos fenómenos y los reúne en una unidad superior. No solo buscan la utilidad práctica; para ellos, la mirada cognoscitiva, la ϑεωρία, es un fin en sí mismo. En la Hélade también existen las personalidades independientes que no se contentan con seguir creyendo y transmitiendo lo tradicional, sino que se forman su propia imagen del mundo y, en esta medida, hacen posible el progreso del común de las gentes.