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Henning Mankell - Trilogía del fuego

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Henning Mankell Trilogía del fuego

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Índice Sofia la mujer invencible En febrero de 1997 coincidí con una niña - photo 1
Índice Sofia la mujer invencible En febrero de 1997 coincidí con una niña - photo 2

Índice

Sofia, la mujer invencible

En febrero de 1997 coincidí con una niña de trece años que cambiaba por segunda vez de prótesis en el Centro Ortopédico de Maputo, capital de Mozambique, uno de los países más pobres del mundo que intentaba superar un tiempo de guerras, muertes y silencios que había durado décadas.

Llevaba diez días buscando una historia mozambiqueña que añadir a mi proyecto Vidas Minadas, un intento de documentar el drama de los mutilados en los países más minados del mundo, un proyecto que todavía prosigo con la intención de publicar la última fase en diciembre de 2022 cuando se cumplan veinticinco años de la firma del Tratado de Ottawa contra las minas y del Premio Nobel de la Paz a la Campaña Internacional que se organizó en todo el mundo en contra del uso de estas armas mortíferas.

Después de confirmar con los técnicos protésicos que aquella niña había sido herida por la explosión de una mina me senté a su lado y le detallé cuáles eran los objetivos de mi trabajo fotográfico. Le conté que mi intención era crear una especie de armazón gráfico que sirviera para denunciar cómo las minas tenían mayor efectividad al finalizar las guerras, convirtiéndose en pequeños soldados metálicos que vivían agazapados a la espera de sus víctimas durante años y décadas.

Me sorprendió su madurez. «A mí me gustaría participar, pero usted tendría que pedirle permiso a mi mamá», me dijo con una gran sonrisa. Parecía una muñeca articulada acostumbrada a sufrir y sabía que su andar con piernas artificiales solo adquiriría soltura y naturalidad con la continua repetición de los movimientos.

Con el permiso de los responsables del centro la trasladé en mi coche a Massaca, la aldea donde vivía, a 42 kilómetros de la capital. Su madre Lydia y su entonces padrastro Benedicto aceptaron mi propuesta y me permitieron dedicar los siguientes diez días a documentar su vida cotidiana.

Se levantaba temprano, desayunaba y se lavaba, iba a la escuela, regresaba a la hora de comer, dormía la siesta, hacía los deberes y cosía a máquina. Esa era su rutina diaria. Se organizaba según el horario de una campesina africana. De luz a luz, vivía. Entre tinieblas, dormía.

Sofia Elface Fumo tenía once años cuando pisó una mina un sábado de noviembre de 1993 sobre las cinco de la tarde. Sus piernas quedaron cercenadas en el lugar de la explosión. Su hermana Maria, de ocho años, fue alcanzada por varias esquirlas en el estómago y resultó malherida.

Ambas desconocían la existencia de un campo de minas en el lugar donde solían recoger leña. Aunque la guerra civil ya había concluido, el corredor minado se mantenía con la intención de proteger un campamento de ingenieros italianos. Miembros de organizaciones humanitarias habían insistido en la necesidad de desactivarlo.

Lo lógico hubiese sido que Sofia muriese desangrada. Los trabajadores de una ONG, que casualmente pasaban por allí en una zona donde todavía hoy apenas hay tránsito vehicular, vieron la nube de polvo levantada por la explosión, consiguieron llegar a tiempo de parar las hemorragias de las pequeñas que yacían destrozadas en el suelo y las trasladaron al Hospital Central de Maputo. Un equipo de cirujanos españoles operó a las dos niñas de las graves heridas. Pero la pequeña Maria murió de una infección múltiple un mes y medio después del accidente.

En la primera visita a su casa me sorprendió que Sofia tuviera una máquina de coser nueva con la que se hacía sus bellísimos vestidos y los de sus hermanos en los ratos libres que le quedaban cuando regresaba de la escuela primaria. Me contó que se la había comprado una especie de padrino extranjero, un escritor de origen sueco que la había conocido en el hospital durante su convalecencia y había escrito un libro sobre ella.

Me enseñó la edición en sueco y apunté el nombre, Henning Mankell. En el prólogo el escritor hablaba de «palabras que son expresivas y hermosas» como «invencible» y aseguraba que «el libro trata de una persona invencible llamada Sofia».

En aquel tiempo no sabía quién era Mankell. Luego leí que era un novelista y dramaturgo sueco reconocido internacionalmente por su serie de novelas negras sobre el inspector Kurt Wallander, que estaba casado con Eva Bergman, hija del cineasta Ingmar Bergman, cuya obra al completo conocía desde mis años universitarios, y que pasaba la mitad de su vida en Mozambique al frente de Teatro Nacional Avenida de Maputo.

Me enteré de que era un gran escritor que siempre estuvo pendiente de la pequeña Sofia a la que ayudaba económicamente y ni siquiera se olvidó de ella en el testamento que se conoció cuando en octubre de 2015 murió de cáncer.

La niña invencible, tal como la describió Mankell en El secreto del fuego, el primer libro de esta maravillosa trilogía acta para todos los públicos, la adolescente invencible que se enamora o que se desespera con la muerte de su hermana por sida (se llamaba Anita y murió el mismo día que Sofia cumplió los quince años en 1998) en el segundo libro Jugar con fuego, la mujer invencible que abandona su hogar y decide irse por su propio camino junto a sus tres hijos en La ira del fuego, el tercer relato que el propio autor reconoce que escribió con «una parte de verdad y otra de fantasía» y que le leyó «en voz alta a Sofia al lado del fuego en las cálidas noches africanas», es un hoy la madre coraje de un hijo, Leonaldo, de dieciocho años, y tres hijas, Alia de trece años, Karena de cinco años y Ana Maria de un año, nacidos de tres padres distintos que se han desatendido de sus obligaciones familiares y han forzado a Sofia a multiplicarse como madre, mujer y trabajadora.

Sofia tenía dieciséis años cuando se quedó embarazada de un técnico del centro ortopédico mientras a finales de 1998 se cambiaba de prótesis por tercera vez. La adolescente se hizo cargo de la educación de su hijo, nacido en julio de 1999, sin la ayuda de su pareja, y siguió estudiando en la escuela primaria situada a dos kilómetros de su casa, un recorrido que cada día tardaba una hora en recorrer.

En 2003 empezó la educación secundaria en Boane, la capital del distrito del que dependía su aldea. Era un largo camino de 9,6 kilómetros que hacía dos veces al día en una silla de ruedas con un manillar especial donado por dos organizaciones humanitarias españolas. Sus dos principales deseos eran conseguir un trabajo y estudiar medicina en la universidad mientras sobrevivía en la casa de su madre Lydia de una pequeña parcela agrícola y una ayuda mensual que le enviaba Henning Mankell.

En noviembre de 2004 fue de nuevo madre de una lindísima hija llamada Alia. Vivió un año con el padre de la recién nacida en la casa de sus suegros. Hasta que en abril de 2006 el muchacho decidió irse a Sudáfrica a trabajar. Nunca recibió ayuda económica ni noticias suyas. Tuvo que regresar a casa de su madre, a una familia reducida a mujeres y niños.

La lógica se había impuesto: mujer mutilada es igual a mujer abandonada en la mayoría de los países afectados. Los hombres se quejan de que «sus mujeres ya no son completas y, por tanto, no sirven», tal como me comentó un trabajador social en Maputo al explicarme por qué las mujeres sufrían un mayor trato discriminatorio cuando se quedaban sin piernas por culpa de las minas.

En mayo de 2005 viajó a Barcelona con Alia, que ya tenía seis meses, para cambiar sus prótesis por quinta vez desde que sufrió el accidente. El Institut Desvern de Protética S. L., un pequeño centro fundado por un grupo de amputados en Sant Just Desvern, se había ofrecido a cambiarle las prótesis de forma gratuita. DKV Seguros, compañía muy implicada en las labores sociales y asistenciales, había financiado los viajes y la estancia de madre e hija en la localidad situada a unos pocos kilómetros de Barcelona.

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