Henning Mankell - Arenas movedizas
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- Libro:Arenas movedizas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2016
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Arenas movedizas: resumen, descripción y anotación
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El dedo torcido
El accidente de tráfico
La mañana del 16 de diciembre, muy temprano, Eva me llevó a Kungsbacka, a la estación de servicio de Statoil, donde alquilé un coche. Pensaba ir y volver ese mismo día a Vallåkra, debía entregar el vehículo aquella noche. Al día siguiente iba a firmar mi último libro en el ambiente prenavideño de varias librerías de Gotemburgo y Kungsbacka.
Hacía una mañana de un crudo frío invernal. Pero no nevaba. El viaje me llevaría tres horas si paraba a desayunar en Varberg, como era mi costumbre.
Mi directora teatral de Maputo estaba de visita en Suecia. Manuela Soeiro, con la que llevaba treinta años trabajando. En realidad, era la primera reunión digna de tal nombre que celebrábamos en torno a la producción de otoño del año siguiente. Manuela se alojaba en casa de Eyvind, que iba a dirigir la versión de Hamlet a la que yo había estado dando vueltas prácticamente todos los años que llevaba trabajando en el Teatro Avenida.
Hacía mucho tiempo que se me había ocurrido la idea de que en Hamlet había algo muy obvio como de cuento de reyes africanos. Shakespeare tenía algo «negro» que podíamos destacar. Lo cierto es que existe una historia casi idéntica que se desarrolla en el sur de África a lo largo del siglo XIX. Mi idea era que, al final, cuando todos están muertos y Fortimbrás entra en escena, es el hombre blanco, que aterriza para empezar a colonizar África en serio. De ahí que para mí fuera lógico que Fortimbrás concluyera la obra con el monólogo «ser o no ser».
Para montar Hamlet hay que contar con un actor que sea capaz de representar el papel tal y como uno aspira a que se represente. Ahora lo teníamos. Jorgihno lo conseguiría. Había madurado muchísimo en los últimos años y, además, era uno de los mejores de la compañía en lo que a tratamiento lingüístico se refería. Era algo así como ahora o nunca.
Mientras cruzaba la región de Halland, me alegraba pensando en el día que tenía por delante. Iba lleno de expectativas.
Aunque había una densa capa de nubes, las carreteras rumbo al sur estaban secas. Yo no circulaba a mucha velocidad, como suelo hacer. Pero había anunciado la hora de mi llegada y no quería anticiparme.
Lo que sucedió fue muy rápido. Justo al norte de Laholm me paso al carril izquierdo para adelantar a un camión que va muy lento. En algún punto de la carretera hay un charco, quizá de aceite. El coche da un patinazo que soy incapaz de controlar. Me estrello contra la mediana. Es un choque frontal, salta el airbag. Pierdo el conocimiento unos segundos.
Y allí me quedo, en silencio. ¿Qué ha pasado? Compruebo que estoy bien. No tengo ninguna lesión, no sangro. Luego salgo del coche. Varios vehículos han parado y la gente se me acerca corriendo. Les digo que no pasa nada, que estoy bien.
Me voy al arcén y llamo a Eva. Cuando responde, procuro parecer tranquilo.
—Me oyes, ¿verdad? Y ves que estoy bien, ¿no?
—¿Qué ha pasado? —me pregunta enseguida.
Le cuento el accidente. Le resto importancia a lo del coche contra la mediana. No hay ningún problema. Todavía no sé lo que va a pasar. Pero estoy bien. Tampoco sé si Eva me cree.
Luego llamo a Vallåkra.
—No puedo ir —digo—. He chocado contra la mediana cerca de Laholm. No estoy herido, pero me vuelvo a casa. El coche ha quedado siniestro total.
Llega la policía. Me piden que sople y ven que estoy sobrio. Les cuento cómo ha sido el accidente. Entre tanto, los bomberos se llevan el coche, que, seguramente, está para la chatarra. El conductor de la ambulancia me pregunta si no debería ir al hospital de todos modos, para que me hagan una revisión. Le doy las gracias pero le digo que no, puesto que no me duele nada.
La policía me lleva a la estación de ferrocarril de Laholm. Media hora después voy en un tren de vuelta a Gotemburgo. Así que no llegué a hacer aquel viaje a Vallåkra.
Tampoco fui a Vallåkra después. Ni firmé los libros al día siguiente.
Aunque no puedo decir con exactitud por qué, ésa es la fecha que le pongo yo a mi cáncer, el 16 de diciembre de 2013. Desde luego, no tiene ninguna lógica. Los tumores y las metástasis deben de haber estado creciendo durante un periodo de tiempo prolongado. Tampoco noté ningún síntoma ni otras señales ese día precisamente. Fue más bien una especie de advertencia. Algo estaba pasando.
Una semana después, justo para Navidad, Eva y yo nos fuimos al pisito que tenemos en Antibes. La mañana de Navidad me desperté con rigidez y dolor en el cuello. Pensé que, tonto de mí, había adoptado una mala postura y que sería tortícolis.
Pero el dolor no cedía. Además, se extendió rápidamente por el brazo derecho. Perdí la sensibilidad del pulgar de la mano derecha. Y me dolía. Al final, llamé a un ortopeda de Estocolmo al que conseguí localizar a pesar de las fechas. Volví a Suecia y me examinó el 28 de diciembre. Según él, podía tratarse de una hernia de disco cervical, pero que, como es lógico, no se podía determinar con exactitud sin una radiografía. Y quedamos en que me la harían después de las fiestas.
Y así llegó el 8 de enero. Hacía una mañana fría y nevaba un poco. Yo pensaba que era cuestión de confirmar la hernia. Seguía doliéndome la nuca y los analgésicos, por fuertes que fueran, apenas servían. Tenían que tratarme las cervicales.
Aquella mañana, muy temprano, me hicieron dos radiografías. Al cabo de dos horas, el dolor de cuello se transformó en un terrible diagnóstico de cáncer. En una pantalla pude ver un tumor cancerígeno de tres centímetros de longitud, alojado en el pulmón izquierdo. En la nuca tenía una metástasis. Ésa era la causa del dolor.
El resultado que me comunicaron era clarísimo. Aquello era grave, quizá incurable. Abatido, pregunté si lo único que podía hacer era ir a casa y esperar el final.
—En otro tiempo, así era —dijo el médico—. Pero hoy tenemos tratamiento.
Eva estaba conmigo en el hospital Sophiahemmet, donde recibí la noticia. Después, mientras esperábamos un taxi en la fría mañana invernal, no hablamos mucho. Yo creo que no dijimos nada.
Pero vi a una niña que daba saltos en un montículo de nieve, saltaba llena de energía y de felicidad. Me vi a mí mismo de niño, saltando en la nieve. Ahora tenía sesenta y cinco años y un cáncer. Ya no saltaba.
Fue como si Eva me hubiera leído el pensamiento. Me agarró fuerte del brazo.
Cuando nos alejamos de allí en el taxi, la niña seguía saltando en el montículo.
Hoy, 18 de junio, mientras escribo estas líneas, puedo describir el tiempo transcurrido como mucho y poco a la vez. No puedo poner ningún punto final, ni con un resultado mortal ni con uno de mejoría. Estoy en pleno proceso. No hay ninguna respuesta definitiva.
Pero esto es lo que he pasado y lo que he vivido. El relato carece de final. Aún está en proceso.
Y de eso, precisamente, trata este libro. De mi vida. De lo que ha sido y de lo que es.
Seres humanos que se adentran en las sombras sin querer
Dos días después del accidente, hice una visita a la iglesia de Släp, que se encuentra cerca de donde vivo, a orillas del mar, al norte de Kungsbacka. Sentí de pronto la necesidad de ver un cuadro que ya había contemplado muchas veces antes. Un cuadro que no se parece a ningún otro.
Es un retrato de familia. Cien años antes de que naciera el arte de la fotografía, quienes tenían medios económicos encargaban un retrato al óleo. El cuadro representa al pastor Gustaf Fredrik Hjortberg y a su mujer, Anna Helena, así como a sus quince hijos. El retrato es de principios de la década de 1770, cuando Gustaf Hjortberg rondaba los cincuenta. Varios años después, en 1776, falleció.
Es posible que fuera él quien de verdad introdujo el cultivo de la patata en Suecia.
Lo sobrecogedor y lo extraño del cuadro, y quizá también lo aterrador, es que no sólo representa a aquellos que están vivos cuando el artista, Jonas Durch, emprende la ejecución de su tarea. En el cuadro figuran también los niños que ya están muertos en ese momento. Su breve visita a este mundo ya ha terminado. Pero en el retrato de familia tienen que aparecer.
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