Henning Mankell
El ojo del leopardo
PRIMERA PARTE . Mutshatsha
Se despierta en medio de la noche africana y, de repente, siente como si su cuerpo se hubiera resquebrajado, como si hubiera reventado. Como si sus entrañas hubieran explotado. La sangre le corre por la cara y por el pecho.
En la oscuridad intenta palpar a ciegas el interruptor, lo gira, sin embargo la luz no se enciende y piensa que debe de tratarse de otro corte en el suministro eléctrico. Su mano busca debajo de la cama hasta alcanzar una linterna, pero la batería se ha agotado y permanece tumbado en la oscuridad.
Trata de convencerse a sí mismo de que no es sangre. «Debe de ser la malaria. Tengo fiebre, todo mi cuerpo está empapado en sudor. Tengo pesadillas, las pesadillas de la enfermedad. El tiempo y el espacio se anulan mutuamente. No sé dónde estoy, ni siquiera sé si estoy vivo…»
Los insectos se deslizan por su rostro atraídos por la humedad que se abre camino a través de los poros. Piensa que debería levantarse de la cama y buscar un pañuelo, pero sabe que no sería capaz de mantenerse en pie, tendría que arrastrarse y tal vez luego no podría volver siquiera a la cama. «En caso de que vaya a morirme, quisiera hacerlo en mi cama», piensa, a la vez que siente que va a darle otro golpe de fiebre.
«No quiero morir en el suelo. Desnudo y con cucarachas recorriéndome la cara.»
Aprieta con fuerza la sábana empapada preparándose para un ataque que presiente será más violento que los anteriores. Débilmente, con una voz que apenas puede emitir, llama a gritos a Luka en la oscuridad, pero allí sólo hay silencio y el canto de las cigarras en la noche africana.
«Quizás él esté ahí, al otro lado de la puerta», piensa con desesperación. «Tal vez esté ahí sentado, esperando que me muera.»
La fiebre avanza por su cuerpo igual que impetuosas y sucesivas olas de tempestad. La cabeza le arde como si miles de insectos estuvieran picando y taladrando su frente y sus sienes. Poco a poco va perdiendo el conocimiento, sumergiéndose en senderos subterráneos donde, tras las sombras, se vislumbran las distorsionadas imágenes de las pesadillas.
«No puedo morir ahora», piensa aferrándose a la sábana en un intento por mantenerse vivo.
Pero la virulencia del acceso de malaria es más fuerte que su voluntad. Atrapa la realidad cortándola en pedazos que no coinciden con ningún lugar determinado. De repente cree que va sentado en el asiento trasero de un viejo Saab que avanza sin control por los interminables bosques de Norrland. No puede ver a la persona que se encuentra sentada delante de él, sólo una espalda negra, sin cuello, sin cabeza.
«Es la fiebre», piensa de nuevo. «Tengo que mantenerme así, pensando todo el tiempo que es sólo la fiebre, sólo eso.»
De pronto se da cuenta de que ha empezado a nevar en la habitación. Los copos blancos se deslizan por su rostro y siente inmediatamente el frío a su alrededor.
«Ahora nieva en África», piensa. «Es curioso, en realidad no debería ser así. Tengo que buscar una pala. Debo levantarme y quitar la nieve si no quiero quedarme aquí enterrado.»
Llama a Luka de nuevo, pero nadie contesta, no viene nadie. Decide que, si sobrevive a este golpe de fiebre, lo primero que hará será despedir a Luka.
«Bandidos», piensa desconcertado. «Seguramente son ellos los que han cortado el cable de la luz.»
Se queda escuchando y le parece oír sus silenciosas pisadas fuera de la casa. Coge con una mano el revólver que tiene bajo la almohada, hace un esfuerzo para incorporarse y mantenerse sentado y apunta con él hacia la puerta. Para lograr levantarlo lo sostiene con ambas manos y, desesperado, nota que no tiene fuerza suficiente en el dedo para apretar el gatillo.
«Voy a despedir a Luka», piensa furioso. «Él es el que ha cortado el cable de la luz, él ha traído a los bandidos hasta aquí. Tengo que acordarme de despedirlo mañana.»
Intenta atrapar algunos copos de nieve con el cañón del revólver, pero se derriten ante sus ojos.
«Tengo que ponerme los zapatos», piensa. «Si no, me quedaré congelado.»
Haciendo un esfuerzo extremo se dobla sobre el borde de la cama tanteando con una de sus manos, pero ahí sólo está la linterna apagada.
«Los bandidos», piensa aturdido. «Me han robado los zapatos. Han entrado mientras dormía. Tal vez todavía estén aquí…»
Dispara directamente hacia fuera de la habitación. El disparo retumba a lo lejos en la oscuridad y el impulso del retroceso le hace caer sobre las almohadas.
De repente se siente tranquilo, casi satisfecho.
«Sin duda es Luka el que está detrás de todo. Él es quien ha conspirado con los bandidos y quien ha cortado el cable de la luz. Pero lo he descubierto, así que ya no tiene poder. Lo despediré, tendrá que irse de la granja.»
«No van a poder conmigo», piensa. «Soy más fuerte que todos ellos juntos.»
Los insectos siguen taladrándole la frente y está muy cansado. Se pregunta si faltará mucho para que amanezca y piensa que debe dormir. La malaria va y viene, es la que le produce las pesadillas. Debe saber diferenciar lo que se imagina de lo que es real.
«No puede nevar», piensa. «Y no voy en el asiento trasero de un viejo Saab que corre a través de los claros bosques de Norrland en verano. Estoy en África, no en Härjedalen. Llevo aquí dieciocho años. Tengo que ser capaz de no confundir mis pensamientos. La fiebre provoca que rebusque en recuerdos antiguos, me los trae a la superficie y me hace creer que son reales.
»Los recuerdos son cosas muertas, álbumes y archivos que se tienen que guardar con frialdad y mantener cerrados bajo llave. La realidad exige mi conocimiento. Tener fiebre significa perder la orientación interior. No debo olvidarlo. Estoy en África y llevo aquí dieciocho años. No era mi intención, pero sin embargo aquí estoy.
»Ignoro en cuántas ocasiones he tenido malaria. A veces los ataques son violentos, como ahora, otras veces más leves, con la sombra de la fiebre pasando rápidamente por mi rostro. La fiebre me seduce, quiere engañarme, produce nieve a pesar de que la temperatura supera los treinta grados. Pero yo estoy todavía en África, no me he movido de aquí desde que llegué y salí del avión en Lusaka. Iba a quedarme unas semanas, pero se han prolongado. Y ésta es la verdad, no que esté nevando.»
Respira de forma agitada y siente cómo la fiebre recorre su cuerpo haciéndolo retroceder en el tiempo hasta llevarlo al punto de partida, a esa madrugada de hace dieciocho años en la que sintió por primera vez el sol africano sobre su rostro.
De pronto, a través de la neblina de la fiebre surge un momento de gran claridad, un paisaje de contornos afilados y nítidos. Se quita de la cara una cucaracha grande, que avanzaba a ciegas con sus antenas dirigidas hacia uno de sus orificios nasales, y se ve a sí mismo de pie ante la puerta de entrada del gran reactor, en lo más alto de la escalerilla.
Recuerda que su primera impresión de África fue que, debido a los rayos del sol, el cemento de la pista de aterrizaje se veía totalmente blanco. Después un olor, algo amargo, a una especia desconocida o a carbón vegetal.
«Así fue», piensa. «Ese momento puedo reproducirlo con exactitud durante el resto de mi vida. Hace dieciocho años. He olvidado muchas cosas que han ocurrido después. Para mí, África se ha vuelto una costumbre. Me he dado cuenta de que nunca podré sentirme totalmente tranquilo ante este herido y lacerado continente… Yo, Hans Olofson, me he acostumbrado a la idea de que sólo soy capaz de abarcar y comprender parcialmente este continente. En esta continua desventaja he persistido, me he quedado aquí, he aprendido uno de los muchos idiomas que hay, he dado empleo a más de doscientos africanos.
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