Un elogio a nuestra imperfección como seres humanos y a la de nuestro cerebro.
En este ensayo inteligente, divertido y práctico, Henning Beck explica por qué las supuestas debilidades del cerebro son su arma secreta, por qué el mayor potencial de nuestro pensamiento a menudo radica en el error y cómo utilizar esta auténtica capacidad cerebral para pensar de una forma más creativa y eficaz. Por eso errar es útil. Por eso nos desconcentramos con facilidad. Por eso nos aburrimos. Estos tres aspectos entendidos como una metáfora de nuestra imperfección son en realidad estados que necesita asumir el cerebro para crear pensamiento. Cuanto más imperfecto seas, cuanto menos rutinario sea tu día a día, cuanto más te equivoques y cuanto más asumas y entiendas que todo esto es necesario para tu supervivencia y evolución, más flexible, adaptable y creativo te volverás.
Introducción
Este no es un libro que enseñe lo bien que funciona el cerebro. Al menos, no a primera vista. Tampoco es un libro en el que se pueda leer lo perfecto que es el cerebro, porque no es así.
Y si quiere que su cerebro piense más rápida y concentradamente después de leer este libro, debo comunicarle antes de nada que esto tampoco va a ocurrir, pues el cerebro es cualquier cosa menos preciso y rápido en el cálculo. Es un soñador, suele estar distraído y desconcentrado, nunca se puede confiar al cien por cien en él y comete errores de cálculo, siempre se equivoca y olvida más cosas de las que retiene. En resumen, el cerebro es un fallo de aproximadamente 1,5 kilogramos. El caso es que ustedes siempre llevan de paseo sobre la cabeza a este desastroso compañero y les felicito por ello.
Tras haber ahuyentado, probablemente, a gran parte de los lectores, en realidad solo queda una razón para seguir leyendo este libro: porque demuestra que precisamente lo imperfecto, lo defectuoso y lo aparentemente ineficaz es lo que hace del cerebro algo único y exitoso.
Cualquiera ha vivido alguna vez esta situación: el cerebro comete errores, unas veces mayores y otras menores. No pasa un día sin que su cerebro haga alguna tontería, se equivoque en un cálculo o cometa un error. Calcula mal el tiempo, olvida lo que acaba de leer o se distrae con el móvil, todo lo cual es estupendo, porque son supuestos puntos débiles e imprecisiones que hacen del cerebro un órgano flexible, dinámico y creativo.
Para todo el que piense que exagero, ahí va una pequeña muestra:
¿Cuánto suman mil más cien?
¿Más mil?
¿Y más cincuenta?
¿Más mil?
¿Más treinta?
¿Más mil?
Y, de nuevo, más diez.
Piense un momento, reflexione... ¿Son cinco mil? Claro que no, son cuatro mil cien. ¡Bien hecho! Los que hayan obtenido otro resultado no se preocupen: el cerebro confunde fácilmente dos decimales y siempre se le cuela alguna. ¿Cuántas emes hay en la siguiente línea?
MMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM
Ya está bien de pensar. No es tan sencillo dar con la respuesta correcta. Aquí ya vemos una cosa: el cerebro no parece estar preparado para procesar información como una máquina. Más bien al contrario, se equivoca a menudo.
«De los errores se aprende, por eso nunca son suficientes», decía mi profesor de química. Entonces prendió fuego a un compuesto de acetiluro de plata y montó una voladura en mitad del patio. Téngase en cuenta que no siempre el método de ensayo y error es la mejor forma de aprender. Aunque en otras ocasiones sí que funciona; de hecho, mi vecino es una prueba de ello. Posee una personalidad fuera de lo común, ya tiene dos años y es un tipo muy listo. Domina cosas que desesperan a cualquier supercomputadora: reconoce sin problemas la cara de su madre entre una multitud de personas y también su propia cara en el espejo; nada más jugar por primera vez con un coche sabe qué es un coche; identifica los detectores de humo que hay en el techo y le gustan las patatas. Todo esto son tareas que ningún ordenador actual es capaz de resolver en un tiempo limitado. Sin embargo, este renacuajo también suele cometer errores: hasta hace poco era inseguro caminando, sus movimientos son torpes, balbucea y se pasa más de la mitad del día durmiendo, con lo cual en esta etapa es completamente inoperativo. Cualquier ingeniero se llevaría las manos a la cabeza diciendo: «¡Vaya error de fabricación! Dos años y todavía no sabe caminar», como si fuera el sistema operativo de Windows.
A pesar de todo, mi vecino sigue haciendo unos progresos inmensos día a día, sin que ninguna máquina sea capaz de seguir su ritmo. Cada error, cada imprecisión es un acicate para hacerlo de otra forma la próxima vez y, con ello, quizá un poquito mejor. Su cerebro es cualquier cosa menos perfecto y nunca lo será. Si bien con el tiempo se irá adaptando mejor al entorno, nunca estará completamente acabado, sino que siempre albergará la capacidad de errar. Solo quien incluya errores en su manera de actuar, desarrollará algún día algo nuevo. Por el contrario, quien se empeña en pensar lo más «correctamente» posible se sitúa al nivel de un ordenador: es eficiente, preciso y rápido, pero poco creativo, aburrido y predecible.
La realidad es que cometemos innumerables pifias mentales, incluso de adultos. Olvidamos nombres y caras, del mismo modo que no recordamos si hemos cerrado la puerta con llave. Nos distraemos fácilmente con un wasap en el trabajo o perdemos la perspectiva ante la avalancha de correos electrónicos. Tenemos un nombre en la punta de la lengua y, aun así, no lo recordamos. Nos equivocamos al calcular el tiempo, de la misma manera que lo hacemos con las probabilidades o las cifras. Cuando hay muchas opciones nos cuesta mucho decidirnos. Nos quedamos en blanco precisamente cuando tenemos que dar un discurso ante un público. Somos incapaces de desconectar después de un día agotador y aprendemos peor cuando estamos bajo presión.
Pese a todo, no existe ningún órgano o sistema, ni mucho menos un ordenador, que esté en disposición de resolver tareas de una forma tan creativa como nosotros: ¿35 × 27= ? Es difícil sin calculadora. ¿Reconocer una canción de Helene Fischer? Sin problema. Por simple que sea, a duras penas somos capaces de resolver la operación matemática de memoria, pero la cara o la voz de un familiar querido las reconocemos inmediatamente, y eso que, desde el punto de vista de la dificultad de cálculo, cuesta mucho más reconocer a un cantante determinado sobre el escenario.