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y el estrépito de la batalla resonó y estremeció la tierra.
Prólogo
Once hectáreas de lápidas conforman el cementerio estadounidense en Cartago, Tunicia.No hay obeliscos, ni panteones ni monumentos ostentosos, nada más que dos mil ochocientos cuarenta y un jalones de mármol blanco de sesenta centímetros de altura dispuestos en hileras rectas como disparos. Únicamente los cincelados nombres y fechas de desaparición sugieren singularidad. Cuatro grupos de hermanos yacen codo a codo. Unas doscientas cuarenta lápidas muestran una inscripción con las trece palabras más tristes de nuestro idioma: «Aquí descansa en honorable gloria un camarada de armas sólo conocido por Dios». Un extenso muro de piedra caliza recuerda los nombres de otros tres mil setecientos veinticuatro hombres aún perdidos en acción, y una bendición: «En tus manos, oh, Señor».
Es un lugar antiguo construido sobre las ruinas del Cartago romano y a un tiro de piedra de la ciudad púnica aún más antigua. Es incomparablemente sereno. El olor de los eucaliptos y del salobre Mediterráneo a apenas tres kilómetros de distancia es transportado por el aire matinal, y la luz africana es precisa y reluciente, como tallada por un platero. Los enamorados tunecinos pasean de la mano sobre el césped kikuyu o se sientan bajo las enramadas rodeados de hibiscos carmesíes y de caléndulas. Cipreses y olivos circunvalan el sitio y hay acacias, pinos de Aleppo y espinos dispersos. Un carillón emite himnos cada hora, que a veces se mezclan con la llamada a la oración del muecín de un cercano minarete. En otro muro, están inscritas las batallas en que murieron estos jóvenes en 1942 y 1943: Casablanca, Argel, Orán, Kasserine, El Guettara, Sidi Nsir, Bizerta, junto a un verso del «Adonais» de Shelley: «Los que han sobrevolado la oscuridad de nuestra noche».
En la tradición de las tumbas oficiales, las lápidas carecen de epitafios, palabras de despedida o fechas de nacimiento, pero los visitantes familiarizados con la invasión norteamericana y británica del norte de África en noviembre de 1942 y los siguientes siete meses de lucha para expulsar de allí a las fuerzas del Eje, pueden hacer razonables conjeturas. Podemos suponer que Willett H. Wallace, un cabo primero del 26.o regimiento de infantería muerto el 9 de noviembre de 1942 en St. Cloud, Argelia, cayó durante los tres días de intenso combate luchando, de manera inverosímil, contra los franceses. Ward H. Osmun y su hermano Wilbur W., ambos soldados rasos de Nueva Jersey en el 18 de infantería y ambos muertos en la Navidad de 1942, seguramente cayeron en la brutal batalla de la colina Longstop, donde fue detenido el avance inicial de los aliados durante más de cinco meses y a la vista de la ciudad de Túnez. Ignatius Glovach, un cabo primero del 701.o batallón antitanques que cayó el día de San Valentín de 1943, seguramente resultó muerto en las primeras horas de la gran contraofensiva alemana durante la batalla del Paso de Kasserine. Y Jacob Feinstein, un sargento de Maryland del 135de infantería que murió el 29 de agosto de 1943, sin duda cayó en la épica batalla de la Colina 609, donde el ejército estadounidense alcanzó la mayoría de edad.
Una visita a los campos de batalla tunecinos revela un poco más. Durante más de medio siglo, las temperaturas y el clima han purificado el terreno de El Guettar, Kasserine y Longstop, pero permanecen las hendiduras de las trincheras y siguen dispersas como granos de maíz las herrumbradas latas de las raciones y los fragmentos de los proyectiles. También permanece la disposición del terreno; las vulnerables tierras bajas y el terreno más alto son imborrables recordatorios de que en una batalla la topografía manda.
No obstante, aunque se comprenda la coreografía de los ejércitos, o el movimiento de este batallón o de aquel escuadrón de fusileros, buscamos el detalle íntimo de los individuos en aquellas ratoneras. ¿Dónde estaba exactamente el soldado Anthony N. Marfione cuando sucumbió el 24 de diciembre de 1942? ¿Cuáles fueron los últimos pensamientos conscientes del teniente Hill P. Cooper antes de dejar esta tierra el 9 de abril de 1943? ¿Estaba solo el sargento Harry K. Midkiff cuando cayó el 25 de noviembre de 1942 o alguna alma caritativa le apretó la mano o le acarició la frente?
Los muertos se resisten a semejante intimidad. Cuanto más tratamos de acercarnos, más lejos se retiran, como los arcos iris o los espejos. Han sobrevolado la oscuridad de nuestra noche para residir en las grandes intemperies del pasado. La historia casi nos puede llevar hasta allí. Sus diarios y cartas, sus informes oficiales y no oficiales, incluidos documentos hasta ahora inaccesibles desde la finalización de la guerra, revelan momentos de exquisita claridad pese a la distancia de los sesenta años transcurridos. También la memoria tiene poderes trascendentes, incluso cuando rápidamente estamos llegando al día en que ni un solo superviviente seguirá vivo para contar esa historia; entonces, la épica de la segunda guerra mundial pasará a formar parte de la mitología nacional. La tarea del autor es autentificar, garantizar que esta historia y estas memorias dan integridad a lo narrado a fin de asegurar lo que realmente sucedió.
Pero los pocos pasos finales debe darlos el lector, ya que, entre los poderes humanos, sólo la imaginación puede rescatar a los muertos.
Ningún lector del siglo XXI puede comprender la victoria final en 1945 de las potencias aliadas en la segunda guerra mundial sin un conocimiento del inmenso drama que se desató en el norte de África en 1942 y 1943. La liberación de Europa occidental es un tríptico y cada panel enlaza con los otros dos: primero, norte de África; segundo, Italia; y finalmente, la invasión de Normandía, los Países Bajos y Alemania