Annotation
Un hogar dividido es el tercer volumen de la trilogía La familia Wang, que comienza con La buena tierra. Excelente retrato de la China en medio de la Revolución. Wang Yuang se encuentra atrapado en las ideologías opuestas entre diferentes generaciones. Yuang, después de pasar seis años en el extranjero, vuelve a China, en medio del alzamiento de los campesinos. Su primo es capitán en el ejército revolucionario, su hermana ha escandalizado a la familia por su embarazo fuera del matrimonio, y su padre sigue aferrado a sus ideales tradicionales. A través de Yuang la paz volverá a la familia.
Pearl S. Buck
UN HOGAR DIVIDIDO
La familia Wang #03
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I
DE este modo llegó Wang Yuan, hijo de Wang el Tigre, a la casa de tierra de su abuelo Wang Lung.
Wang Yuan tenía diecinueve años cuando fue desde el Sur al hogar de su padre, para reñir con él. Una noche de invierno, mientras la nieve azotaba los enrejados, siguiendo las intermitencias del viento Norte, el Tigre estaba solo, sentado en el vestíbulo, removiendo los tizones del brasero, distracción que le agradaba, y soñando como siempre con que su hijo volvería un día a la casa, hecho un hombre y dispuesto a ponerse a la cabeza de los ejércitos de su padre y conducirlo a las victorias que el Tigre había planeado, pero no había llegado a realizar porque los años le atraparon antes de que pudiera hacerlo. Aquella noche, Wang Yuan, el hijo del Tigre, llegó a la casa cuando nadie lo esperaba.
Se quedó de pie ante su padre, y el Tigre contempló a su hijo, que llevaba un uniforme desconocido para él. Era el uniforme de los revolucionarios, enemigos de todos los señores de la guerra; el Tigre era uno de éstos. Cuando se dio cuenta de lo que sucedía, el viejo salió de su ensueño y, levantándose de su sitio, se quedó mirando de hito en hito a su hijo, mientras que tanteaba buscando la fina y aguda espada que siempre llevaba consigo, dispuesto, al parecer, a matar a su hijo como hubiera matado a cualquiera de sus enemigos. Mas, por primera vez en su vida, el hijo del Tigre dejó ver el furor que en él había y que Jamás se había atrevido a demostrar frente a su padre. Se abrió la guerrera azul, mostrando el juvenil pecho, moreno y bruñido, y gritó con voz fuerte:
—Sabía que ibas a querer matarme. ¡Es tu antiguo y único remedio! Está bien: ¡mátame!
Pero aun mientras gritaba, el muchacho sabía que su padre no lo iba a matar. Vio cómo caía lentamente el brazo del padre y con él la espada; mirándole fijamente, el hijo vio que los labios le temblaban como si fuera a romper en llanto y que se llevaba a ellos la mano para mantenerlos quietos.
En aquel momento, cuando padre e hijo se miraban frente a frente, el viejo y fiel hombre del labio leporino, que había servido al Tigre desde que ambos eran jóvenes, entró con el usual vino caliente, destinado a tranquilizar al Tigre antes de que se fuera a dormir. No vio al muchacho. Sólo vio a su viejo amo, y cuando observó su agitado aspecto y aquella mirada débil y vaga, con la expresión de ira que se desvanecía, vertió el vino en la vasija y se apartó un poco, llorando. Entonces, Wang el Tigre se olvidó de su hijo, dejó caer la espada y, tomando con las dos manos temblorosas el tazón, lo llevó a su boca, bebiendo una y otra vez, en tanto que el fiel criado le servía más y más vino del jarro. Una y otra vez, el Tigre repetía:
—Más vino, más vino.
Y se olvidó también de sollozar.
El joven seguía de pie, mirándolos, mirando a los dos viejos, el uno infantilmente reconfortado con el vino después del golpe, y el otro escanciando sin cesar, mientras su repugnante cara se arrugaba de ternura. Eran solamente dos viejos, cuyas mentes, aun en aquel instante, estaban llenas con la idea del vino y de su confortamiento.
El joven se sintió olvidado. Su corazón, que había estado latiendo fuerte y ardientemente, se le tornó frío en el pecho, y un nudo en la garganta se le trocó de súbito en lágrimas, Pero no dejó salir estas lágrimas. No; algo de aquella fortaleza que había aprendido en la escuela de guerra le sirvió en aquel instante. Se estrechó el cinturón que se había desatado, y, sin decir palabra, salió, encaminándose a un cuarto donde antaño, cuando era niño, solía sentarse a estudiar con su joven tutor, quien más tarde fue su capitán en la escuela de guerra. En la oscuridad del cuarto anduvo a tientas buscando la silla junto al escritorio, y allí se sentó, dejando lacio su cuerpo, tratando de hacer descansar su corazón.
Ahora comprendió que no había razones para haber sentido aquel temor apasionado que antaño sintió por su padre. Ni aquel apasionado miedo, ni tampoco aquel apasionado cariño que le había hecho olvidar, por culpa del viejo, a sus compañeros y su causa. Varias veces Wang Yuan pensó en su padre tal como lo acababa de ver, tal como aún permanecía en el vestíbulo, bebiendo vino. Le veía con nuevos ojos, y a duras penas podía pensar que el Tigre era su padre. Yuan había temido siempre a su padre; temido y amado, aunque siempre con una inevitable y secreta rebelión. Tenía miedo de las súbitas rabias y rugidos del Tigre y de la sutil manera con que sacaba su delgada y aguda espada, que llevaba siempre a mano. Cuando era un chiquillo solitario, Yuan despertaba con frecuencia en la noche llorando por haber soñado que algo había irritado a su padre, aunque no hubiera motivo para tales temores, ya que el Tigre no podía estar mucho tiempo enfadado con su hijo. Pero el chico le veía con frecuencia irritado, o aparentando enojo con los otros, pues el Tigre usaba su furia como un arma para regir a sus hombres; en las tinieblas de la noche, el chiquillo temblaba entre sus sábanas al recordar los redondos y brillantes ojos de su padre, y aquel temblor en los hirsutos y negros bigotes cuando se enfurecía. Había sido una broma entre los hombres del Tigre —un chiste no exento de miedo— decir: «Mejor es no tirarle de los bigotes al Tigre».
Pero, con todas sus furias, el Tigre amaba solamente a su hijo, y Yuan lo sabía. Lo sabía y lo temía, pues aquel cariño era como una especie de furia también; un cariño tan denso y petulante, que caía pesadamente sobre el niño. Porque no había mujeres en la corte del Tigre para calmar los ardores de su corazón. Otros capitanes y guerreros, cuando descansan de las batallas y van envejeciendo, toman algunas mujeres para distraerse; pero Wang no. Ni siquiera visitaba a sus propias esposas. Una de ellas, la hija de un médico, que, siendo hija única, heredó gran cantidad de plata de su padre, vivía desde hacía años en una ciudad de la costa, con una sola hija también, la única que había dado al Tigre, y allá la educaba en una escuela extranjera. Para Yuan, su padre había sido desde entonces una mezcla de amor y de miedo, y esta mezcla pesaba como una mano oculta sobre él. Estaba como prisionero en ella, y su espíritu como encadenado por aquel terror y por el conocimiento del único y concentrado amor de su padre en él.
Esto hizo que el padre influyera en su vida, aunque el propio Tigre no lo supiese, en aquella hora dura y decisiva, la más fuerte que Yuan había conocido, cuando en la escuela de guerra del Sur sus camaradas, ante el capitán, se comprometieron a luchar por la gran causa. Apoderarse de cada puesto en el gobierno de su patria y quitar de en medio a los hombres débiles que los ocupaban entonces. Y hacer algo por el buen pueblo, que estaba a merced de los señores de la guerra y de los enemigos de fuera, y construir de nuevo una gran nación. En aquella hora, cuando cada uno de los jóvenes juró por su vida cumplir con este cometido, Yuan permaneció aparte, dominado por el cariño y el temor a su padre, que era uno de aquellos señores guerreros contra los que clamaban. Su corazón estaba junto a sus camaradas. Tenía en su mente los sufrimientos de aquellas buenas gentes a las que había decidido defender. Recordaba sus expresiones cuando veían el grano de sus siembras pisoteado por los caballos de los jinetes de su padre. Recordaba el indefenso gesto de odio y de terror en la cara de un anciano el día que, al pasar por una aldea, el Tigre pidió —no sin cierta cortesía en los modales— una cantidad de alimentos y de plata para repartirlos entre sus hombres. Recordaba los cadáveres tendidos en los campos, y cuán poco preocupaban a su padre y a los soldados de éste. Recordaba las inundaciones y las épocas de hombre, y el día en que el agua desbordaba un dique, y la muchedumbre de hombres y mujeres obligados a trabajar en la contención de estas aguas para la seguridad y tranquilidad del Tigre y de su precioso hijo. Sí, Yuan recordaba ésta y otras cosas, y se odiaba a sí mismo por ser el hijo de uno de aquellos señores de la guerra. Incluso mientras estaba entre sus camaradas, se odiaba a sí mismo, y más cuando se apartó secretamente, por miedo a su padre, de la causa que le hubiera gustado servir.