Harlan Coben
No Se Lo Digas A Nadie
Título original: Tell No One
Traducción: Roser Berdagué
© 2001, Harlan Coben
© de la traducción: 2002, Roser Berdagué
En memoria de mi querida sobrina Gabi Coben, 1997-2000,
nuestra maravillosa niña, la pequeña Myszka…
«Pequeño dijo: "¿Qué pasará cuando nos muramos y nos vayamos? ¿Seguirás queriéndome? ¿Continúa el amor?".»
«Y Grande dijo a Pequeño apretándolo con fuerza mientras ambos contemplaban la noche, la luna en la oscuridad y el centelleo de las estrellas: "Mira las estrellas, Pequeño, mira cómo brillan y relucen. Algunas murieron hace mucho tiempo. Aun así, siguen brillando en el cielo todas las noches para que tú las veas, Pequeño. Como la luz de las estrellas, el amor no muere nunca…".»
debi gliori, No Matter What
(Bloomsbury Publishing)
Pues bien, antes de empezar, me gustaría presentar a la banda:
A la extraordinaria editora Beth de Guzman, así como a Susan Corcoran, Sharon Lulek, Nita Taublib, Irwyn Applebaum y a los intérpretes principales de Bantam Dell.
A Lisa Erbach Vance y a Aaron Priest, mis agentes.
A la doctora Anne Armstrong-Coben, Gene Riehl, Jeffrey Bedford, Gwendolen Gross, Jon Wood, Linda Fairstein, Maggie Griffin y Nils Lofgren por su perspicacia y por su aliento.
Y a Joel Gotler, por haberme empujado, instigado e inspirado.
Ojalá se hubiera percibido un murmullo misterioso en el viento. O un profundo escalofrío en los huesos. Algo. Una canción etérea que sólo Elizabeth o yo pudiéramos oír. Una tensión en el aire. Alguna premonición de manual. Hay desgracias en la vida que casi esperamos -lo que les ocurrió a mis padres, por ejemplo- y después hay otros momentos oscuros, momentos de inesperada violencia, que lo cambian todo. Mi vida antes de la tragedia. Y mi vida de ahora. Desgraciadamente, las dos tienen poco en común.
El día de nuestro aniversario, Elizabeth estuvo callada durante el trayecto en coche, pero no me pareció extraño porque ya de niña era propensa a impredecibles rachas de melancolía. De pronto se quedaba callada y se abandonaba a alguna profunda reflexión o a un insondable retraimiento. No llegué a saber nunca cuál era la situación. Supongo que formaba parte del misterio, aunque aquella vez fue la primera que sentí que entre los dos se abría un abismo. Nuestra relación había sobrevivido a muchas cosas pero hube de preguntarme si sobreviviría a la verdad. O dicho de otro modo, a las mentiras no manifestadas.
El aire acondicionado del coche ronroneaba en la posición azul de max. El día era caluroso, bochornoso, un día típico de agosto. Atravesamos la laguna de Delaware por el puente Milford y fuimos recibidos en Pensilvania por un amable cobrador de peaje. Pasados quince kilómetros, distinguí el poyo de piedra donde se leía: lago charmaine – particular. Allí me interné en el camino de tierra.
Los neumáticos se hundían en el suelo y proyectaban polvo como si de un caballo árabe desbocado se tratara. Elizabeth apagó la música del coche. Mirándola por el rabillo del ojo, habría asegurado que estudiaba mi perfil. Me pregunté qué veía y el corazón me latió con fuerza.
Dos ciervos ramoneaban unas hojas a nuestra derecha. Se detuvieron, nos miraron, comprobaron que no llevábamos malas intenciones y continuaron paciendo. Seguí avanzando hasta que de pronto el lago apareció ante nuestros ojos. El sol se debatía en una agonía de muerte y marcaba en el cielo una espiral anaranjada y purpúrea. Las copas de los árboles parecían estar ardiendo.
– Es increíble que todavía sigamos con esto -dije.
– Fuiste tú quien empezó.
– Sí, tenía doce años.
Elizabeth sonrió apenas. Raras veces sonreía, pero cuando lo hacía… ¡paf!, directo a mi corazón.
– Es romántico -insistió.
– Es una cursilada.
– Lo romántico me encanta.
– Te encantan las cursiladas.
– Te jode hacerlo.
– Bueno, entonces llámame señor Romántico -dije.
– ¡Venga, señor Romántico, que está haciéndose de noche! -se echó a reír y me cogió la mano.
El lago Charmaine. El nombre se lo puso mi abuelo, un nombre que ponía frenética a mi abuela. Habría querido que pusieran su nombre al lago. Se llamaba Bertha. El lago Bertha. Mi abuelo no quiso ni oír hablar del asunto. Dos puntos a favor de mi abuelo.
Cincuenta y tantos años atrás, el lago Charmaine fue asentamiento de un campamento de verano para niños ricos. Cuando el propietario estiró la pata, mi abuelo tuvo ocasión de comprar el lago y los campos de alrededor a precio de ganga. Arregló la casa del director del campamento y derribó la mayoría de edificios de la zona frontal del lago. Pero en el corazón del bosque, allí donde ya nadie se internaba, dejó abandonadas a la podredumbre las literas de los chicos. Mi hermana Linda y yo solíamos explorar y escudriñar las ruinas buscando tesoros, jugando al escondite, nos atrevíamos incluso a buscar al coco, convencidos de que nos acechaba y nos estaba esperando. Elizabeth rara vez se nos unía. Le gustaba saber dónde estaba todo. Esconderse la asustaba.
Cuando bajamos del coche, percibí enseguida a los fantasmas. Eran muchísimos, demasiados, se arremolinaban y pululaban a mi alrededor tratando de despertar mi atención. Mi padre había resultado vencedor. El lago seguía siendo tan sobrecogedor como siempre pero habría jurado que resonaba aún en el aire el grito de placer de mi padre saliendo del muelle raudo como una bala, las rodillas apretadas contra el pecho, una sonrisa loca en los labios, el inminente chapoteo levantando una ola virtual en los ojos de su único hijo. A mi padre le gustaba desembarcar cerca de la balsa donde mi madre tomaba sus baños de sol. Aunque ella lo reñía, no podía disimular una sonrisa.
Un parpadeo hizo que las imágenes se desvanecieran, pero esto no me impidió recordar las risas y los gritos y el chapoteo que rizaba el agua y resonaba en la calma de nuestro lago, y hube de preguntarme si aquellos ecos y ondas del agua se extinguían del todo, si no habría algún lugar del bosque donde continuasen aún rebotando suavemente de árbol en árbol los alegres gritos de mi padre. Un pensamiento tonto pero real.
Los recuerdos, es cosa sabida, duelen. Los buenos duelen más que ninguno.
– ¿Estás bien, Beck? -me preguntó Elizabeth.
– Voy a joderme, ¿de acuerdo? -dije, volviéndome hacia ella.
– ¡Pervertido!
Avanzó camino adelante, la cabeza levantada, la espalda recta. La observé un segundo y me acordé de la primera vez que la vi caminando de aquella manera. Yo tendría siete años y estaba a punto de montar en mi bicicleta -la que tenía el asiento en forma de banana y una calcomanía de Batman-, dispuesto a hacer una incursión a través de Goodhart Road. Goodhart Road era una calle empinada y azotada por el viento, el lugar perfecto para un ciclista exigente como yo. Me lancé sin manos cuesta abajo, sintiéndome todo lo tranquilo y arrollador que puede sentirse un niño de siete años. El viento me echaba los cabellos para atrás y me hacía lagrimear los ojos. Fue entonces cuando descubrí el camión de mudanzas delante de la vieja casa de los Ruskin, me volví y -¡oh, primer impacto!- la vi, vi a mi Elizabeth con su columna vertebral de titanio, tan equilibrada ya entonces, cuando no era más que una niña de siete años con zapatitos de charol, pulsera y muchas pecas en la cara.
Nos conocimos dos semanas más tarde en la clase de segundo de la señorita Sobel y a partir de aquel momento -¡por favor, no se rían!- nos convertimos en amigos del alma. La gente mayor juzgaba nuestra amistad a un tiempo enfermiza y encantadora, una amistad que nos hacía inseparables y que iba camino de convertirse en amor y obsesión adolescente y en las típicas citas puramente hormonales de instituto. Todo el mundo esperaba que nos hiciésemos mayores. También nosotros. Los dos éramos alumnos brillantes, sobre todo Elizabeth, estudiantes por encima de la media, racionales incluso ante un amor tan irracional como el nuestro. Entendíamos las diferencias.
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