—¿Cómo está la cosa?
—Mal.
—Explícate…
—Sí no dejamos de emitir, en menos de diez años no habrá vuelta atrás.
—¿Tan grave es?
—Sí.
Robert se levantó de la silla dando un manotazo en la mesa con toda su fuerza. Todos levantaron la vista al unísono, era la primera vez en veinte años que tenía un comportamiento grosero.
—No podemos dejar que esto ocurra, ¡No podemos!
Estefanía se levantó de la silla y dio la vuelta a la mesa hasta llegar al encuentro con Robert, una vez estuvo a su lado, se dirigió al resto del grupo.
—Hay que hacer todo lo posible e impensable para cambiar la situación, creo que debemos plantearnos mi propuesta.
Todos empezaron a hablar a la vez, elevando el tono de voz un poco más cada poco rato, hasta que la sala fue una auténtica olla de grillos. Robert, dio un puñetazo en la mesa y todos callaron de golpe.
—¡Callad! Estefanía tiene razón. Y punto. Esto es intolerable, ¿o es qué dejaréis que la madre Tierra se vaya al garete? No sé vosotros, pero yo no lo pienso permitir, si hay que hacerlo, se hace, y ya está.
—Robert, Estefanía, ¿Estáis dispuestos a acarrear con ello? Yo… —Dijo Clarence.
—Es duro, lo sé… Pero podré dormir pensando en que dejaremos un mundo mucho mejor del que hay ahora y del que ha habido alguna vez.
—Si sale bien… —Dijo Jenny.
—Tenemos que hacer que salga bien…
La reunión acabó pasadas las dos de la mañana, todos estaban cansados y agotados. Robert se despidió de todos, Estefanía antes de irse, le dio un abrazo y un beso discreto en la mejilla.
—Saldrá bien.
Robert le devolvió el beso, ella bajó las escaleras sin mirar atrás y subió en su coche eléctrico que le estaba esperando en la glorieta. Cuando las vallas de la mansión se cerraron, Robert salió a dar un paseo por su jardín, siempre lo hacía cuando tenía cosas en que pensar.
La noche estaba despejada y había una tímida Luna asomando en el horizonte, pronto dejaría paso a la negra noche, sin estrellas, Robert se maldecía siempre con el hecho de no poder ver las estrellas. De joven siempre se había escapado a su casa de la montaña en los Alpes, ahí había un cielo digno de ser visto, aunque los últimos años ni ahí se podía disfrutar del espectáculo.
Fue hace veinte largos años que después de comprobar que ya no podía distinguir la Vía Láctea en el cielo de los Alpes, que decidió fundar la asociación. Eran tiempos enrarecidos entonces, acababa de heredar el imperio de su padre, una multinacional del petróleo y gas. Su dinero provenía principalmente del veneno que mataba al planeta. Hasta ese día no le había preocupado especialmente, después de acabar la carrera se dedicó a ir de fiesta en fiesta, su vida era una continua orgía. De hecho, aquel día de septiembre de 2016 cuando llegó a su apartamento de los Alpes y comprobó que no se veía la Vía Láctea, acababa de salir de una orgía con sus amigos.
Ahí conoció a Estefanía, ella era hija del presidente de Francia, su padre estaba enfadado con ella porque se había hecho militante de Greenpeace, una asociación ecologista que por aquel entonces iba de capa caída. Aquella noche se la llevó al apartamento, le quería enseñar la Vía Láctea. En cambio, ella le enseñó un nuevo camino que tomar en su vida.
Empezó a hacer frío en el jardín, así que volvió a la mansión, antes de cerrar la puerta vio pasar un avión, las luces de advertencia titilaban el rojo y el verde, acompasadas, parecían un semáforo, como el ying y el yang, como su dilema, como la línea que separaba la continuidad de la especie tal y como estaba ahora, sumida en un caos, o un nuevo despertar, un nuevo comienzo, que Gea pedía a gritos.
—¡Lo haremos! —Gritó al mundo.
“Ningúna de las religiones existentes es buena porque todas, en alguna medida, son un instrumento de poder y empujan al ser humano a guerras fractricidas y luchas sangrientas.”
Giordano Bruno
Dulce se levantó con desgana, apenas tocó el desayuno, su madre preocupada le pidió que se comiera al menos el pan, ella la miró con resignación y se comió una migaja. Chirimiro estaba cantando como todas las mañanas mientras picoteaba su comida, el no sufría por estas cosas, ella le admiraba por eso y a la vez le envidiaba. Hoy cumplía 13 años. Ya no volvería a jugar con sus amigas del parque infantil. Hoy tenía fiesta, pero no tenía ganas de celebrarlo. Su madre le cogió de la mano.
—Vamos Dulce, tienes que comer algo… ¡Hoy es un gran día!
—No me apetece mamá.
—Pues eso no está bien Dulce, recuerda que los trece te vigilan y te protegen, ellos no te quieren ver triste.
—Lo sé mamá… Pero… Yo no quiero ir a la fiesta…
—Dulce… Tienes que ir… Lo sabes.
Dulce se levantó de la mesa sin apenas haber tocado su plato, le dio un beso a su madre y salió a las escaleras del jardín.
El jardín de su casa le gustaba, era verde y grande, el Olmo estaba esplendoroso, la primavera le había sentado bien, el año anterior recordaba que había sufrido por las grandes nevadas, pero este año estaba bien, parecía que se alegrara de su cumpleaños. Junto al Olmo había un pequeño estanque, donde peces de color anaranjado disfrutaban dando vueltas sin parar por él. A Dulce le gustaba ver como los peces no se cansaban nunca de hacerlo. Muchas veces se daba un baño y jugaba a atraparlos, siempre sin éxito, pero el agua aún estaba fría.
Desde ahí se podía ver la casa de Peter, era igual de grande que la suya, pero su jardín tenía más árboles, los viernes su madre la llevaba para que pudiera jugar con Peter, era su día de recreo.
Durante toda la semana iba al colegio, desde que salía el Sol, hasta que se ponía. Como decía su madre, ese era su trabajo.
No le disgustaba del todo, ahí aprendía muchas cosas, matemáticas, física, ciencias naturales, lengua e historia. Los profesores eran rígidos, pero se portaban bien, sólo la habían castigado tres veces desde que entró al colegio.