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Elizabeth Wurtzel - Nació Prozac

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Elizabeth Wurtzel Nació Prozac

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Elizabeth despertaba a diario sabiendo que cada hora traería un vendaval de dolor y angustia. Por eso convirtió el sexo en un acto desesperado con que conjurar el vacío, el amor en una obsesió abocada al fracaso y las drogas y el alcohol en una búsqueda vana de placer. La puerta de salida del infierno de Elizabeth tenía un nombre: Prozac, el fármaco que simbolizó la panacea en los años 90. Merced a esa sustancia, muchas personas recuperaron el deseo de vivir, pero su uso se tornó muy polémico. Elizabeth Wurtzel, periodista de la revista Rolling Stone, expone aquí el horror de su propia existencia. Pero Nació Prozac supera el relato autobiográfico para convertirse en un informe generacional que nos habla de hombres y mujeres jóvenes que han alcanzado la madurez inmersos en la cultura del divorcio, la inestabilidad económica y el sida

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Elizabeth despertaba a diario sabiendo que cada hora traería un vendaval de dolor y angustia. Por eso convirtió el sexo en un acto desesperado con que conjurar el vacío, el amor en una obsesión abocada al fracaso y las drogas y el alcohol en una búsqueda vana de placer. La puerta de salida del infierno de Elizabeth tenía un nombre: Prozac, el fármaco que simbolizó la panacea en los años 90. Merced a esa sustancia, muchas personas recuperaron el deseo de vivir, pero su uso se tornó muy polémico. Elizabeth Wurtzel, periodista de la revista Rolling Stone, expone aquí el horror de su propia existencia. Pero Nación Prozac supera el relato autobiográfico para convertirse en un informe generacional que nos habla de hombres y mujeres jóvenes que han alcanzado la madurez inmersos en la cultura del divorcio, la inestabilidad económica y el sida


ELIZABETH WURTZEL

Nación Prozac

Traducción de Miguel Martínez-Lage

Ediciones B, S.A.,

Sinopsis

Elizabeth despertaba a diario sabiendo que cada hora traería un vendaval de dolor y angustia. Por eso convirtió el sexo en un acto desesperado con que conjurar el vacío, el amor en una obsesión abocada al fracaso y las drogas y el alcohol en una búsqueda vana de placer. La puerta de salida del infierno de Elizabeth tenía un nombre: Prozac, el fármaco que simbolizó la panacea en los años 90. Merced a esa sustancia, muchas personas recuperaron el deseo de vivir, pero su uso se tornó muy polémico. Elizabeth Wurtzel, periodista de la revista Rolling Stone, expone aquí el horror de su propia existencia. Pero Nación Prozac supera el relato autobiográfico para convertirse en un informe generacional que nos habla de hombres y mujeres jóvenes que han alcanzado la madurez inmersos en la cultura del divorcio, la inestabilidad económica y el sida

Título Original: Prozac Nation

Traductor: Martínez-Lage, Miguel

Autor: Wurtzel, Elizabeth

©1995, Ediciones B, S.A.,

ISBN: 9788440655363

Generado con: QualityEbook v0.87

Elizabeth Wurtzel

Nación Prozac

TÍTULO original:

Prozac Nation

Traducción:

Miguel Martínez-Lage

1.ª edición: mayo 1995

1994 by Elizabeth Wurtzel

Ediciones B, S.A., 1995

ISBN: 84-406-5536-3

ÍNDICE

prólogo: Me odio y me quiero morir

1. Una chica prometedora

2. Vida secreta

3. El amor mata

4. Destrozada

5. Oleada negra

6. Las píldoras de la felicidad

7. De copas en Dallas

8. Espacio, tiempo y movimiento

9. Por los suelos

10. En blanco

11. Buenos días, tristeza

12. La mamada accidental

13. Desperté esta mañana con miedo a vivir ..

14. Piensa en cosas bonitas

Epílogo: Nación Prozac

Agradecimientos

NOTA DE LA AUTORA

MUCHO antes de que apareciera Derrida y el deconstructivismo, el Talmud señalaba con sabiduría: «No vemos las cosas como son. Las vemos como nosotros somos.» En lo que a mí se refiere, todas y cada una de las palabras de este libro obedecen única y exclusivamente a la verdad. Pero, por supuesto, a mí verdad. Así pues, para proteger a los inocentes —así como a los culpables— he cambiado la mayor parte de los nombres. En todo lo demás, por desgracia para mí, cada detalle da la medida de la realidad de los hechos.

A mi madre,

con amor

Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde.

MARGUERITE DURAS,

El amante

PRÓLOGO

Me odio y me quiero morir EMPIEZO a tener la sensación de que algo no funciona. Como si la suma de todas las drogas —el litio, el Prozac, el Desyrel e incluso la desipramina que tomo de noche, para dormir—ya no pudiera combatir eso que no marcha bien en mí desde el principio. Me siento como un modelo defectuoso, como si ya hubiese salido de la cadena de montaje bien jodida, hecha un ocho, como si mis padres debieran haberme llevado a arreglar antes de que caducase la garantía. Pero de eso ya hace mucho tiempo.

Empiezo a pensar que, en realidad, la depresión no tiene cura, que la felicidad es una batalla constante que tendré que librar mientras siga con vida. Me pregunto si vale la pena.

Empiezo a sentir que ya no puedo seguir manteniendo el tipo ni un día más, y de un momento a otro se me va a empezar anotar. Ojalá supiera qué es lo que no funciona.

A lo mejor tiene que ver con la estupidez que ha caracterizado mi vida entera, no lo sé.

Mis sueños están contaminados de parálisis. Por la noche, suelo tener visiones en las que mis piernas, aunque sigan unidas al cuerpo, apenas se mueven. Intento ir andando a cualquier parte, a la tienda de la esquina, a la farmacia, nada especial, itinerarios habituales... y no puedo. No puedo subir las escaleras, tampoco puedo caminar en llano. En el sueño acabo exhausta, pero durmiendo me fatigo todavía más, si es que eso es posible. Me despierto cansada, atónita al ver que puedo incluso levantarme de la cama. Muchas veces no puedo. Por lo general duermo diez horas todas las noches, incluso más. Estoy atrapada en mi cuerpo como nunca lo había estado. Estoy perpetuamente hecha polvo.

Algunas noches hasta llego a soñar que estoy en la cama, pegada a las sábanas, aplastada, como si fuera un insecto espachurrado de un pisotón. Lisa y llanamente no puedo levantarme. Tengo una crisis nerviosa, no me puedo mover. Mi madre se coloca al lado de mi cama e insiste en que podría levantarme si de veras lo quisiera, y no hay manera de hacerle entender que, literalmente, no me puedo mover.

Sueño que estoy en un terrible aprieto, estoy totalmente paralizada y nadie me cree.

En mi vida de vigilia estoy casi igual de cansada. Algunos dicen que a lo mejor es el síndrome de Epstein-Barr, pero yo sé que es el litio, la sal milagrosa que ha estabilizado mi humor, pero ha destrozado mi cuerpo. Y quiero escapar de esta vida que depende de las drogas.

Estoy petrificada en mi sueño y estoy petrificada en la realidad, porque es como si mi sueño fuese la realidad, estoy pasando por una crisis nerviosa y no sé a dónde agarrarme. Nada de nada. Tengo la impresión de que, prácticamente, mi madre me da por perdida; ha llegado a la conclusión de que no sabe muy bien cómo ha podido criar a esta, en fin, a esta cosa, a esta rocanrolera que se ha violado el cuerpo con un tatuaje y un aro en la nariz, y aunque me quiere mucho ya está harta de que siempre recurra a ella cuando todo se viene abajo. Nunca he recurrido a mi padre. La última vez que hablamos fue hace un par de años. Ni siquiera sé dónde está. Luego hay que contar con mis amigos, pero cada cual tiene su propia vida y así como a ellos les gusta hablar de todo a fondo, analizarlo todo, esbozar hipótesis a cada paso, lo que yo necesito en realidad, lo que de verdad estoy buscando es algo que no puedo expresar con palabras. No es algo verbal: necesito amor. Necesito eso que empieza a ocurrir cuando se apaga el cerebro y se enciende el corazón.

Y sé que está por ahí, en alguna parte, sólo que no lo siento.

Lo que sí siento es el miedo de ser adulta, de estar sola en este ático enorme, lleno de compactos, bolsas de plástico, revistas, pares de calcetines sucios y montones de platos sucios, tantos que ni siquiera se ve el suelo. Estoy segura de que no tengo a qué recurrir, de que ni siquiera puedo ir andando a ninguna parte sin tropezar y caer, y sé que quiero salir de este atolladero. Quiero salir. Nadie me querrá nunca, tendré que vivir y morir sola, no llegaré deprisa a ninguna parte, no seré nada de nada. No habrá nada que me salga bien. La promesa de que al otro lado de la depresión hay una vida maravillosa, una vida por la cual vale la pena sobrevivir al suicidio, habrá resultado ser una mentira. Todo se convertirá en una enorme patraña.

Es sábado por la noche, aunque estamos en ese punto en el que ya empieza a ser más bien domingo por la mañana, y yo estoy acurrucada en posición fetal en el suelo del cuarto de baño. Con mi vestido negro de seda salvaje en contraste con el blanco reluciente de las baldosas, debo de parecer un charco sucio. No puedo parar de llorar. Las veintitantas personas que aún quedan en el cuarto de estar no parecen en modo alguno inmutarse por lo que a mí me está pasando aquí dentro, si es que se han dado cuenta, entre sorbos de vino tinto, caladas de porro y los tragos de Becks o de Rolling Rock. Decidimos —mi compañero de piso, Jason, y yo— dar una fiesta esta noche, pero no creo que contáramos con que vinieran doscientas personas. O quizá sí, no lo sé. A lo mejor aún somos aquel par de bordes del instituto, que todavía siguen creyendo que van a ser famosos y llenan su casa de amigos y conocidos expresamente para tal fin.

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