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Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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La Mordaza De La Chismosa: resumen, descripción y anotación

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte. Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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Minette Walters La Mordaza De La Chismosa 1994 Minette Walters Título - photo 1

Minette Walters

La Mordaza De La Chismosa

© 1994, Minette Walters

Título original: The scold's bridle

Editor Original: St. Martin's Press, Nueva York, 1994

© 1996 de la traducción: Diana Falcón

Para Jane, Lisanne, María y Hope.

«¡Engéndrale un hijo de maldad que pueda vivir

Y ser para ella un tormento perverso y desnaturalizado!

Que imprima arrugas en su frente juvenil;

Con candentes lágrimas ahonde canales en sus mejillas;

Convierta sus dolores y gratificaciones de madre

En risa y desprecio; que sienta ella

Cuánto más punzante que el diente de una víbora es

Tener un hijo ingrato»

Shakespeare, Rey Lear

– ¡Cuarenta y dos! -chilló Loonquaw-. ¿Es eso todo lo que tienes que mostrar de un trabajo de siete millones y medio de años?

– Lo he comprobado con mucha minuciosidad -dijo la computadora-, y ésa, muy definitivamente, es la respuesta. Pienso que el problema, para ser honrada con usted, es que nunca ha sabido cuál es la pregunta… Una vez que sepa cuál es la pregunta, sabrá lo que significa la respuesta.

Douglas Adams, The Hitch Hiker's Guide to the Galaxy

Me pregunto si debería de mantener estos diarios guardados bajo llave Jenny - photo 2

Me pregunto si debería de mantener estos diarios guardados bajo llave. Jenny Spede ha estado otra vez revolviéndolos, y eso me irrita. Tuvo que abrir un volumen por inadvertencia mientras quitaba el polvo, y ahora los lee por una especie de curiosidad lasciva. ¿Qué conclusión saca, me pregunto, de una mujer vieja, deformada por la artritis, que se desnuda para un hombre joven? Una lujuria prestada, seguro, porque supera toda creencia de que alguien que no sea el bruto de su marido la haya mirado con cualquier cosa que no sea repulsión.

Pero no, no puede tratarse de Jenny. Es demasiado perezosa para limpiar con tanta minuciosidad, y demasiado estúpida como para que cualquier cosa que yo diga o haga le resulte interesante o graciosa. Los últimos volúmenes parecen estar llamando más la atención pero, por el momento, no consigo entender por qué. Yo sólo me intereso por los comienzos, porque en los comienzos hay una gran cantidad de esperanza. El final no tiene más mérito que el de demostrar lo erróneo que era el objeto de esa esperanza.

En la tremenda inmensidad de la medianoche… ¡Cuán gastados, rancios, monótonos e inútiles me parecen todos los usos de este mundo!

¿Quién, entonces? ¿James? ¿O es que estoy haciéndome senil e imaginando cosas? Ayer me encontré la oferta de Howard abierta sobre mi escritorio, pero podría haber jurado que la había devuelto al archivo. «Oh, juicio, has huido…»

Las pildoras me preocupan más. El diez es un número demasiado redondo como para equivocarse. Me temo que Joanna anda otra vez en sus miserables trucos; peor, me pregunto si Ruth no irá por el mismo camino. La sangre siempre superará…

Capítulo 1

La doctora Sarah Blakeney se detuvo junto a la bañera y se preguntó cómo la muerte podría ser descrita como una victoria. Aquí no había ningún triunfo, ninguna sensación persistente de que Mathilda hubiese abandonado su cuerpo terrenal a cambio de algo mejor, ni siquiera un indicio de que hubiera hallado la paz.

– ¿Quiere mi sincera opinión? -dijo con lentitud, para responder a la pregunta del policía-. En ese caso, no, Mathilda Gillespie es la última persona que yo hubiese esperado que se suicidara.

Contemplaron la grotesca figura, rígida y fría en el agua salobre. Las ortigas y margaritas silvestres asomaban del artilugio horrible que encerraba el rostro sin sangre, cuyo bocado de metal herrumbroso apretaba la lengua inmóvil en la boca abierta. Un reguero de pétalos, arrugados y marchitos, estaban pegados a los hombros flacos y los lados de la bañera, mientras que un sedimento pardo por debajo de la superficie del agua sugería la presencia de más pétalos, empapados y hundidos. En el piso yacía el cuchillo Stanley que aparentemente habían dejado caer los dedos sin vida que colgaban por encima. Evocaba a Marat en su bañera, pero era mucho más feo y mucho más triste. Pobre Mathilda, pensó Sarah, cómo habría detestado esto.

El sargento de policía gesticuló hacia la lastimosa cabeza gris.

– En el nombre de Dios, ¿qué es esa cosa? -Su voz estaba rasposa de repugnancia.

Sarah aguardó un momento hasta que sintió que tenía su propia voz bajo control.

– Es una mordaza para chismosas -le respondió-, un instrumento primitivo de represión. Se los usaba en la Edad Media para refrenar las lenguas de las mujeres chismosas. Hace años que está en la familia de Mathilda. Ya sé que así tiene un aspecto horrible, pero ella lo tenía abajo, en el vestíbulo, encima de un tiesto de geranios. Como decoración era bastante espectacular. -Se llevó una mano a la boca, angustiada, y el policía le dio unas palmaditas en el hombro, con gesto torpe-. Eran geranios blancos y asomaban la cabeza por entre la estructura de hierro. Sus diademas silvestres, las llamaba. -Se aclaró la garganta-. Estaba bastante bien, ¿sabe? Era muy orgullosa, muy esnob, muy intolerante y no abiertamente cordial, pero tenía una mente brillante para ser alguien a quien jamás educaron para otra cosa que no fuera llevar la casa, y poseía un maravilloso sentido del humor. Seco e incisivo.

– Diademas silvestres -repitió el patólogo, pensativo-. Como en:

Allí fue ella con sus fantásticas guirnaldas

De ranúnculos, ortigas y margaritas, y las largas flores púrpura,

Que los disolutos pastores llaman por un nombre más grosero,

Pero a las que nuestras doncellas recatadas dan el nombre de dedos de muerto:

Allí, en las colgantes ramas, sus diademas silvestres…

– Es de Hamlet -le explicó al policía con tono de disculpa-. La muerte de Ofelia. Tuve que aprenderla para el examen de lengua inglesa. Resulta asombroso lo que uno recuerda a medida que envejece. ¿La señora Gillespie conocía Hamlet?

Sarah asintió con tristeza.

– Una vez me contó que la totalidad de su educación estaba basada en la memorización de pasajes de Shakespeare.

– Bueno, no vamos a averiguar mucho si nos quedamos aquí quietos mirando a la pobre mujer -dijo el policía de modo abrupto-. A menos que Ofelia fuese asesinada.

El doctor Cameron negó con la cabeza.

– Muerte por ahogo -dijo con tono pensativo-, mientras atravesaba un momento de demencia. -Miró a Sarah-. ¿La señora Gillespie estaba deprimida por algo?

– Si lo estaba, no dio señales de ello.

El policía, a todas luces más incómodo en presencia de la muerte que cualquiera de los dos médicos, condujo a Sarah al descansillo de la escalera.

– Muchas gracias por su tiempo, doctora Blakeney. Le pido disculpas por haber tenido que someterla a eso, pero como su médico de cabecera es probable que la conociera mejor que nadie. -Ahora le tocaba suspirar a él-. Siempre son los peores. Personas ancianas que viven solas. Rechazados por la sociedad. A veces pasan semanas antes de que los encuentren. -La boca se le volvió hacia abajo en una curva de repugnancia-. Muy desagradable. Supongo que hemos tenido suerte de que la hayan encontrado tan pronto. Menos de cuarenta horas, según el doctor Cameron. Medianoche del sábado, calcula.

Sarah apoyó la espalda contra la pared y miró hacia el dormitorio de Mathilda, que se encontraba al otro lado del descansillo, y cuya puerta abierta mostraba la vieja cama de roble llena de almohadas. Aún había una extraña sensación de propiedad, como si las pertenencias de ella retuvieran la presencia que su carne había perdido.

– No era tan anciana -protestó con suavidad-. Sesenta y cinco, no más. Hoy en día eso no es nada.

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