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Minette Walters - La Casa De Hielo

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La Casa De Hielo: resumen, descripción y anotación

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En el antiguo depósito de hielo de Streech Grange ha aparecido el cadáver, desnudo y tan deteriorado que se hace imposible su identificación, de un hombre. El jefe de la policía local. Walsh. considera que se trata del cuerpo de David Maybury, desaparecido diez años atrás. Walsh, entonces, había culpado a la esposa de aquél, Phoebe. de la desaparición (y posible asesinato) de Maybury, pero no había encontrado pruebas y tuvo que dar el caso por cerrado. Walsh, ahora, ve de nuevo la ocasión de lanzarse sobre Phoepe: la odia, se dice que porque le rechazo, hasta el punto de que no puede distinguir lo personal de lo profesional. Solo su subordinado, el sargento McLoughlin, intenta introducir ecuanimidad en una investigación que había de deparar muchas sorpresas La casa del hielo es una novela de intriga en un ambiente de tensión, cerrado, claustrofóbico. Una obra singular, apasionante… y dentro de la mejor tradición inglesa del género.

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Minette Walters La Casa De Hielo 1992 Minette Walters Título original The - photo 1

Minette Walters

La Casa De Hielo

© 1992, Minette Walters

Título original The Ice House

Traducido por Francesca Carmona

A Alec La venganza es una especie de justicia salvaje cuanto más tiende a - photo 2

A Alec.

La venganza es una especie de justicia salvaje;

cuanto más tiende a ella la naturaleza humana,

más tendría que suprimirla la ley.

Francis Bacon

¡Oh si pudiera algún Poder darnos el don

para vernos como los demás nos ven!

De muchos errores nos liberaría,

así como de caprichos necios.

Robert Burns,

To a Louse (A un piojo)

Southern Evening Herald 23 de marzo CRECIENTE ANSIEDAD POLICIAL Tras - photo 3

Southern Evening Herald, 23 de marzo

CRECIENTE ANSIEDAD POLICIAL

Tras interrogatorios intensivos en los aeropuertos, puertos y terminales de transbordadores en busca del desaparecido hombre de negocios David Maybury, la policía teme por su bien. «Ya han pasado diez días desde que desapareció -dijo el inspector Walsh, el detective que dirige la investigación- y no podemos descartar la posibilidad de juego sucio.» Los esfuerzos policiales se concentran en una minuciosa búsqueda en las propiedades de Streech Grange y en las tierras de los alrededores.

La policía ha sido informada numerosas veces de que ha sido visto el hombre desaparecido la semana pasada, pero no se han podido obtener pruebas que confirmen ninguna de tales informaciones. David Maybury, de 44 años, llevaba un traje de rayas de color gris carbón la noche que desapareció. Mide 1 m y 77 cm, es de constitución robusta y tiene el cabello y los ojos oscuros.

Sun, 15 de abril

ENTERRADO EN SU FEUDO

La señora Phoebe Maybury, de 27 años de edad, la esposa de precioso pelo rojo del desaparecido hombre de negocios David Maybury, miraba furiosamente mientras la policía excavaba en su jardín buscando a su marido La señora Maybury, una entusiasta jardinera, declaró: «Esta casa ha pertenecido a mi familia durante años y el jardín es el resultado de muchas generaciones. La policía no tiene por qué destruirlo».

Fuentes fidedignas señalan que David Maybury, de 44 años de edad, tenía problemas financieros poco antes de desaparecer. Su negocio vinícola, fundado por su mujer y dirigido desde las bodegas de su casa, estaba prácticamente arruinado. Los amigos hablan de continuas peleas entre la pareja. La policía trata su desaparición como si fuese un asesinato.

Daily Telegrapb, 9 de agosto

DISOLUCIÓN DEL EQUIPO POLICIAL

La pasada noche, la policía admitió su desconcierto ante la desaparición del hombre de Hampshire, David Maybury. A pesar de una larga y minuciosa investigación, no se ha hallado rastro de él, y el equipo que se ocupaba del interrogatorio se ha disuelto. El expediente quedará abierto, según fuentes policiales, pero hay pocas esperanzas de resolver el misterio. «El público nos ha ayudado mucho -dijo un portavoz de la policía-. Hemos reconstruido una clara imagen de lo que pasó la noche en que desapareció, pero hasta que no encontremos su cuerpo, hay muy poco que podamos hacer.»

Capítulo 1

– Fred Phillips viene corriendo -el comentario de Anne Cattrell explotó en el silencio de aquella tarde de agosto como un petardo en medio de una reunión en casa del vicario.

Asustadas, sus dos compañeras la miraron; Diana apartó la mirada del bloc de dibujo, Phoebe del libro de jardinería, ambas con los ojos llorosos tras la brusca transición de la hoja impresa a la brillante luz del sol. Habían estado sentadas en ufana tranquilidad durante una hora, en torno a una mesa de hierro forjado en la terraza de su casa, donde los restos de un lento té se mezclaban con los pecios de sus vidas profesionales: una podadera, una caja de pinturas abierta, páginas de un manuscrito, una de ellas con una mancha circular de té, allí donde Anne había posado una taza sin darse cuenta.

Phoebe estaba colocada en una silla vertical, en ángulo recto con la mesa, con los tobillos cruzados y elegantemente ocultos debajo de ella, su cabello rojo serpenteaba en forma de espiras llameantes alrededor de sus hombros. Su postura apenas había cambiado desde hacía media hora, cuando acabó de beberse el té y, con sentimiento de culpabilidad, enterró la nariz en su libro en vez de regresar al invernadero para rematar un voluminoso pedido de 500 esquejes de hiedra pelargonium. Diana, desvergonzadamente brillante de Ambre Solaire, se recostaba en una hamaca, la falda plisada de su vestido de algodón se le caía por los lados y rozaba las baldosas. Una elegante mano jugaba con el bajo vientre del perro labrador echado junto a ella, la otra dibujaba garabatos arremolinados en el margen del bloc de dibujo que debía haber estado lleno -pero no lo estaba- de diseños que le habían encargado para el interior de una casa de campo en Fowey. Anne, que había estado luchando entre intermitentes cabezadas para evocar unas mil palabras sobre «Orgasmo vaginal: realidad o ficción» para una revista desconocida, estaba incorporada apoyándose en la mesa, con la barbilla entre las manos, mientras sus ojos oscuros miraban fijamente la larga perspectiva del jardín paisajista delante de ella. Phoebe la miró un instante y se volvió para seguir su mirada, por encima de sus gafas, hacia el otro lado de la gran extensión de césped.

– ¡Dios mío! -exclamó.

Su jardinero, un hombre de dimensiones imponentes, andaba con paso pesado por la hierba, desnudo hasta la cintura, su enorme barriga se comprimía contra los pantalones como un monstruoso mar de fondo. La semidesnudez ya era bastante sorprendente, puesto que Fred sostenía ideas firmes acerca de su posición en la mansión de Streech Grange. Entre otras cosas, esta posición exigió que Phoebe silbara para avisarle de que se acercaba al jardín y de este modo él se vistiera apropiadamente para lo que él llamaba un parlez vous, incluso en el calor del verano.

– Quizás haya ganado a las quinielas -sugirió Diana, mas sin convicción, mientras las tres mujeres observaban cómo se acercaba disminuyendo rápidamente el ritmo de sus pasos.

– Es poco probable -repuso Anne llevándole la contraria y separando su silla de la mesa-. La inercia de Fred exigiría un estímulo más fuerte que el vil metal para impulsar este ataque de actividad.

Contemplaron en silencio cómo Fred se aproximaba cada vez más. Caminaba lentamente cuando llegó a la terraza. Descansó un momento, apoyando una mano pesadamente sobre la pared baja que bordeaba las baldosas; recuperó el aliento. Había un matiz gris en sus mejillas curtidas, un chirrido en su garganta. Preocupada, Phoebe hizo un gesto a Diana para que acercara una silla libre, entonces se levantó, cogió a Fred del brazo y lo ayudó a sentarse en ella.

– ¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó con inquietud.

– Oh, señora, algo horrible -sudaba profusamente, incapaz de pronunciar las palabras con rapidez. La transpiración chorreaba sobre sus pechos morenos, suaves y redondeados como los de una mujer, y el olor lo impregnó todo, consumiendo el dulce aroma de las rosas que asentían en los arriates del extremo de la terraza. Al darse cuenta de ello y de su desnudez, se retorció las manos, avergonzado.

– Lo siento mucho, señora.

Diana bajó las piernas de la hamaca y se incorporó, cogió de un tirón una manta del respaldo de la silla y se la puso con cuidado sobre los hombros.

– Debes abrigarte después de una carrera como ésa, Fred.

El jardinero se envolvió en la manta y asintió con la cabeza, mostrando agradecimiento.

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