Christopher Isherwood
Adiós A Berlín
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(Otoño, 1930)
En lo hondo la calle, pesada y pomposa, bajo mi ventana. Tiendas en semisótanos donde las luces están todo el día encendidas, a la sombra de fachadas cargadas de balcones, frontis de estuco sucios, realzados con volutas y emblemas heráldicos. El barrio entero es así; calles y más calles flanqueadas de casas destartaladas y monumentales como cajas fuertes, atestadas con las deslustradas joyas y el mobiliario de segunda mano de una clase media en bancarrota.
Yo soy como una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar. Capto la imagen del hombre que se afeita en la ventana de enfrente y la de la mujer en quimono, lavándose la cabeza. Habrá que revelarlas algún día, fijarlas cuidadosamente en el papel.
A las ocho en punto de la noche cerrarán tiendas y portales. Los niños cenan. En el pequeño hotel de la esquina, donde alquilan cuartos por horas, se enciende una luz sobre el timbre de la puerta. Y en seguida empiezan los silbidos de los golfos, que llaman a sus chicas. Plantados en el frío de la calle, silban a las ventanas encendidas de los cuartos tibios, en donde las camas ya están preparadas para la noche. Quieren entrar. Sus llamadas resuenan en la hundida oquedad de la calle, voluptuosas, íntimas y tristes. Por eso no me gusta quedarme aquí a esas horas: los silbidos me recuerdan que estoy en una ciudad extraña, lejos de casa, solo. A menudo me he propuesto no escucharlos, he cogido un libro y he intentado leer. Pero es seguro que muy pronto se oirá una llamada tan penetrante, tan reiterada, tan desesperanzadoramente humana, que no tendré más remedio que levantarme y atisbar, a través de la persiana, para convencerme de que no es -y estoy convencido de que no puede ser- para mí.
El olor peculiar de este cuarto, cuando está encendida la estufa y cerrada la ventana; no del todo desagradable: una mezcla de incienso y bollos rancios. La voluminosa estufa de azulejos polícromos, como un altar. El palanganero, como un sagrario gótico. El armario, gótico también, catedralicio, con ventanas en ojiva: Bismarck y el rey de Prusia se miran frente a frente en los vitrales. La mejor silla podría servir de trono episcopal. En el rincón, tres falsas alabardas medievales (¿olvidadas por alguna compañía de teatro?) forman enlazadas un perchero. Fräulein Schroeder desenrosca de vez en cuando las puntas y les saca brillo. Son pesadas y lo bastante agudas como para matar.
Todo es así en este cuarto: innecesariamente sólido, anormalmente pesado, peligrosamente puntiagudo. Aquí, sobre la mesa de escribir, me amenaza un ejército de objetos metálicos: un par de candelabros en forma de serpientes entrelazadas, un cenicero del cual emerge una cabeza de cocodrilo, una plegadera que imita una daga florentina, un delfín de bronce cuya cola sirve de pedestal a un reloj estropeado. ¿Dónde van a parar finalmente estas cosas? No puedo imaginarme que alguna vez puedan dejar de existir. Probablemente permanecerán intactas durante miles de años y la gente las contemplará en los museos. O quizá, simplemente, las fundirán un día para servir de munición en una guerra. Cada mañana, Fräulein Schroeder las dispone con todo cuidado según un orden invariable. Y aquí están: incorruptibles símbolos de sus ideas acerca del Capital y de la Sociedad, la Religión y el Sexo.
Todo el día se afana en el piso, desvencijado y grande. Informe pero vivaz, merodea por los cuartos en zapatillas de fieltro y bata de flores -meticulosamente sujeta con imperdibles, sin dejar ver un centímetro de chambra ni de enaguas-, sacude el plumero, fisga, espía y mete la nariz -corta y puntiaguda- en los armarios y las maletas de sus huéspedes. Sus ojos oscuros, inquisitivos, brillan. Su bonito pelo castaño y ondulado la enorgullece. Debe tener unos cincuenta y cinco años.
Hace ya tiempo, antes de la guerra y la inflación, tuvo algún dinero, iba a veranear al Báltico y podía pagarse una criada que hiciera las faenas de la casa. Durante treinta años ha admitido huéspedes en el piso. Empezó a hacerlo porque le gustaba tener compañía.
– «Lina», me decían mis amigas, «¿cómo puedes soportar desconocidos viviendo en tu casa, estropeándote los muebles, cuando tienes dinero para ser independiente…?» Y yo siempre contestaba igual: «Mis huéspedes no son huéspedes.» «Son mis invitados.»
»Ya ve usted, Herr Issyvoo, en aquellos tiempos yo podía permitirme el lujo de ser muy particular. Podía escoger mis huéspedes. Y sólo admitía gente de educación, bien relacionados, verdaderos caballeros (como usted, Herr Issyvoo). Aquí he tenido un Freiherr, y un Rittmeister y un Professor. Y me hacían obsequios: una botella de coñac, o una caja de bombones, o flores. Y cuando se marchaban, para sus vacaciones, siempre me enviaban alguna postal: de Londres, y de París, y de Baden-Baden. Unas postales muy lindas…
Ahora Fräulein Schroeder ni siquiera tiene habitación propia. Duerme en el cuarto de estar, detrás de un biombo, en un sofá con los muelles rotos. Como en muchos viejos pisos berlineses, nuestro cuarto de estar comunica la parte delantera de la casa con la parte posterior. Para ir al baño, los huéspedes que viven del lado de la calle tienen que pasar por allí, así que Fräulein Schroeder se despierta muy a menudo por la noche.
– Pero vuelvo a dormirme en seguida, No me importa. Estoy demasiado cansada.
Tiene que hacer sola el trabajo de la casa, y eso le toma casi todo el día.
– Hace veinte años, si alguien me llega a decir que tendría que fregarme los suelos de mi casa… Pero una se acostumbra. Una se acostumbra a todo. Vaya si me acuerdo que en aquellos tiempos me habría cortado la mano antes de vaciar este orinal… Y ahora -dice Fräulein Schroeder, uniendo la acción a la palabra-, ¡bueno!, no me importa más que si estuviese vaciando una taza de té.
Le gusta enseñarme las huellas que mis predecesores han dejado en el cuarto:
– Sí, Herr Issyvoo, cada uno me ha dejado un recuerdo… Mire aquí, en la alfombrilla (la he llevado al tinte no sé cuántas veces, y no hay forma de quitarlo), ahí es donde Herr Noeske vomitó el día de su cumpleaños. ¿Qué es lo que habría estado comiendo para dejar una mancha así? Había venido a Berlín a estudiar, sabe usted. Sus padres vivían en Brandenburgo (una familia muy conocida, ¡se lo aseguro!). Tenían montañas de dinero. Su señor papá era cirujano y, claro, quería que el chico siguiese sus pasos… ¡Un joven encantador! «Herr Noeske», le decía yo, «usted me perdone, pero debería trabajar más, ¡con ese talento que tiene! Piense en su señor papá y en su señora mamá; no está bien que malgaste usted su dinero así. Vaya si sería mejor que los tirase usted al Spree. ¡Por lo menos haría ruido!» Yo era como una madre para él. Siempre que se metía en un aprieto (era muy despreocupado) se venía derecho a mí: «Schroederschen», me decía, «por favor, no te enfades conmigo… Anoche estuvimos jugando a las cartas y he perdido toda la asignación de este mes. No me atrevo a decírselo a padre…». Y se me quedaba mirando con aquellos ojazos. ¡Ya sabía yo adónde iba, el muy pícaro! Pero no tenía corazón para negárselo. Así que le escribía una carta a su señora mamá pidiéndole que le perdonase, sólo por esa vez, y que le mandara más dinero. Y ella siempre… Claro, como mujer, yo sabía apelar al corazón de una madre, aunque nunca haya tenido hijos… ¿Se está usted sonriendo, Herr Issyvoo?¡Bueno, bueno! Todos cometemos faltas, ¡ya sabe!
»Y ahí, en el papel de la pared, es donde siempre tiraba su taza de café Herr Rittmeister. Se sentaba en el confidente, con su prometida. «Herr Rittmeister», le decía yo, «haga el favor de beberse su café en la mesa. Usted perdonará que se lo diga, pero ya tendrá tiempo después para lo otro». Pero no, tenía que sentarse en el confidente. Y entonces, ya se sabía, en cuanto empezaba a excitarse, allá iban las tazas de café… ¡Un caballero tan arrogante! Su señora mamá y su hermana venían a visitarnos. Les gustaba venir a Berlín. «Fräulein Schroeder», me decían, «usted no sabe lo feliz que es, viviendo aquí en el centro de todo. Nosotras no somos más que unos parientes de provincias: ¡la envidiamos! Y ahora cuéntenos los últimos escándalos de la Corte». Claro que lo decían en broma. Tenían la casita más linda, cerca de Halberstadt, en el Harz. Solían enseñarme fotos. ¡Un verdadero sueño!
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