con la senda derecha ya perdida.
Canto I. (Traducción de Ángel Crespo)
DAS VORSPIEL
preludio; obertura; prólogo; partido preliminar; juego erótico previo; práctica (examen); audición, das ist erst das... sólo para empezar.
Hubo una vez, en el amanecer de un tiempo muy oscuro, un padre y una hija norteamericanos que se encontraron repentinamente trasladados desde su acogedor hogar en Chicago al corazón del Berlín de Hitler. Estuvieron allí cuatro años, pero la historia que sigue se basa en el primer año, porque coincidió con el ascenso de Hitler de canciller a tirano absoluto, cuando todo estaba en juego y nada era seguro. Aquel primer año formó una especie de prólogo en el cual aparecerían enseguida todos los temas de la gran épica de la guerra y el crimen.
Siempre me he preguntado qué sentiría un extranjero al contemplar de primera mano el devenir tenebroso del gobierno de Hitler. Qué aspecto tenía la ciudad, qué se oía en ella, que se veía y se olía, y cómo interpretaban los diplomáticos y otros visitantes los acontecimientos que ocurrían a su alrededor. A posteriori, nos damos cuenta de que en aquella época frágil se pudo haber cambiado fácilmente el rumbo de la historia. Entonces, ¿por qué nadie lo cambió? ¿Por qué costó tanto reconocer el peligro real que suponían Hitler y su régimen?
Como la mayoría de las personas, el conocimiento inicial de esa época lo obtuve en libros y fotografías que me dejaron la impresión de que el mundo no tenía color, sólo diversos matices de gris y negro. Mis dos protagonistas principales, sin embargo, toparon de frente con la cruda realidad, enfrentándose al mismo tiempo a todas las obligaciones rutinarias de la vida diaria. Cada mañana se desplazaban por una ciudad en la que colgaban inmensos estandartes rojos, blancos y negros; se sentaban en las mismas terrazas de los cafés que los esbeltos miembros de las SS de Hitler, con sus trajes negros, y de vez en cuando incluso veían al propio Hitler, un hombre bajito en un Mercedes grande, descapotable. Pero también paseaban cada día junto a las casas con sus balcones llenos de frondosos geranios rojos, compraban en los grandes almacenes de la ciudad, celebraban fiestas y aspiraban hondamente las fragancias primaverales del Tiergarten, el parque más importante de Berlín. Conocían a Goebbels y a Göring, se relacionaban socialmente con ellos, cenaban, bailaban y bromeaban con ellos... hasta que al concluir el primer año, ocurrió un hecho muy significativo que reveló el verdadero carácter de Hitler, y que dio la clave de la década que se avecinaba. Para el padre y la hija, aquello lo cambió todo.
Ésta es una obra de no ficción. Como siempre, cualquier material entre comillas procede de cartas, diarios, memorias y otros documentos históricos. No he hecho esfuerzo alguno en estas páginas para escribir otra gran historia de la época. Mi objetivo era mucho más íntimo: revelar aquel mundo pasado a través de la experiencia y las percepciones de mis dos personajes principales, padre e hija, que al llegar a Berlín se embarcaron en un viaje de descubrimiento, transformación y, finalmente, de la congoja más profunda.
Aquí no hay héroes, al menos no como los de La lista de Schindler, pero sí que hay destellos de heroísmo y personas que se comportan con una gracia inesperada. Siempre hay matices, aunque a veces de naturaleza perturbadora. Ése es el problema de la no ficción. Tenemos que dejar a un lado todo lo que ahora ya sabemos que es cierto, e intentar acompañar a mis dos inocentes personajes a través del mundo tal y como ellos lo experimentaron.
Era gente complicada moviéndose en una época complicada, antes de que los monstruos revelasen su verdadera naturaleza.
E RIK L ARSON
Seattle
1933
EL HOMBRE DETRÁS DE LA CORTINA
Era habitual que los norteamericanos residentes en el extranjero visitasen el consulado de Estados Unidos en Berlín, pero no en el estado en que se encontraba aquel hombre que llegó un jueves, 29 de junio de 1933. Se trataba de Joseph Schachno, de treinta y un años, médico de Nueva York que hasta hacía poco practicaba la medicina en un barrio de Berlín. Ahora estaba desnudo en una de las salas de reconocimiento con cortinas del primer piso del consulado, donde en otros momentos más aburridos, un cirujano de la salud pública examinaba a los solicitantes de visado que querían emigrar a Estados Unidos. Tenía la piel de casi todo el cuerpo arrancada.
Dos oficiales consulares llegaron y entraron en la sala de reconocimiento. Uno de ellos era George S. Messersmith, cónsul general norteamericano para Alemania desde 1930 (sin relación alguna con Wilhelm Messerschmitt, apodado «Willy», ingeniero aeronáutico alemán). Como hombre de alto rango del Servicio de Exteriores en Berlín, Messersmith supervisaba los diez consulados norteamericanos situados en ciudades de toda Alemania. Junto a él se encontraba el vicecónsul, Raymond Geist. Normalmente Geist era frío e imperturbable, un subalterno ideal, pero Messersmith se dio cuenta de que Geist estaba pálido y temblaba intensamente.
Ambos hombres se quedaron conmocionados por el aspecto que presentaba Schachno. «Desde el cuello hasta los talones era una masa de carne viva», dijo Messersmith. «Le habían azotado con látigos y de todas las maneras imaginables, hasta quedar literalmente en carne viva, sangrando. Le eché una mirada y corrí todo lo rápido que pude hasta uno de los lavabos donde él [el cirujano de salud pública] se lavaba las manos.»
La paliza, según le dijeron a Messersmith, había tenido lugar nueve días antes, pero las heridas todavía seguían frescas. «Desde los omoplatos hasta las rodillas, después de nueve días, todavía había marcas que mostraban que le habían dado fuerte por ambos lados. Las nalgas estaban prácticamente sin piel, y grandes zonas de su alrededor también carecían de piel. En algunos lugares la carne había quedado reducida a pulpa.»
Si era así nueve días después, se preguntaba Messersmith, ¿qué aspecto debieron de tener las heridas inmediatamente después de la paliza?
La historia era la siguiente:
La noche del 21 de junio, Schachno recibió en su casa la visita de un escuadrón de hombres uniformados que respondían a una denuncia anónima según la cual él era un posible enemigo del Estado. Aquellos hombres registraron la casa, y aunque no encontraron nada, se lo llevaron a su cuartel general. Ordenaron a Schachno que se desnudara e inmediatamente dos hombres con un látigo le sometieron a una paliza prolongada y sistemática. Después le soltaron. De alguna manera consiguió llegar a su casa, y desde allí él y su mujer corrieron al centro de Berlín, a la residencia de la madre de su esposa. Estuvo en cama una semana. En cuanto se sintió capaz, acudió al consulado.
Messersmith ordenó que le llevaran a un hospital y aquel mismo día le entregó un pasaporte nuevo de Estados Unidos. Poco después Schachno y su mujer volaron a Suecia y de allí a Estados Unidos.
Desde que nombraron a Hitler como canciller en enero se habían producido palizas y arrestos de ciudadanos norteamericanos, pero nada tan grave como aquello, aunque miles de alemanes nativos también habían experimentado un trato semejante y a menudo incluso peor. Para Messersmith no era más que otro indicador de la realidad de la vida con Hitler. Él comprendía que toda aquella violencia representaba algo más que un espasmo pasajero. Algo fundamental había cambiado en Alemania.