El Masters de mi vida
Mi historia
Tiger Woods con Lorne Rubenstein
Traducción de Enrique Alda
EL MASTERS DE MI VIDA
MI HISTORIA
Tiger Woods con Lorne Rubenstein
Veinte años han pasado desde la irrupción del que muchos aseguran que es el mejor jugador de golf de todos los tiempos. Esta es su historia.
Marzo de 1997, Tiger Woods, con tan solo veintiún años, ya era una de las grandes promesas del deporte mundial. Pero no fue hasta el Masters de Augusta cuando su carrera dio un giro definitivo que cambió su vida y el golf para siempre. Con un triunfo histórico con un margen de 12 golpes de ventaja, récord aún vigente en la actualidad, ese título se mantiene en el recuerdo, marcando un momento icónico en su vida y en el torneo.
Ahora, veinte años después, Tiger Woods nos relata su historia. Su relación con el juego, cómo ha cambiado con el paso de los años y sus sentimientos ante la victoria de aquel evento que marcó su vida. Con anécdotas jamás contadas anteriormente, este libro le dará al lector una visión mucho más cercana sobre el golf de la mano del más grande de todos los tiempos.
ACERCA DE LOS AUTORES
Tiger Woods ha tenido una carrera sin precedentes desde que se convirtió en golfista profesional en el año 1996. Ha ganado 105 torneos, 79 de ellos del circuito de la PGA, incluyendo 14 Masters. En el año 2001 se convirtió en el primer jugador de la historia en tener los cuatro grandes majors al mismo tiempo. Con su victoria del Open Británico del año 2000 en Saint Andrews, Tiger pasó a ser el jugador más joven de la historia en conseguir un Grand Slam.
Lorne Rubenstein ha escrito 13 libros y colabora para revistas de todo el mundo especializadas en golf. Vive en Toronto (Canadá).
ACERCA DE LA OBRA
«Lea el libro, usted gozará de él. Estoy con Tiger a pesar de haber tenido muchas lesiones en la espalda. Es de lejos uno de los grandes golfistas de la historia. Jack Nicklaus, Arnold Palmer y especialmente Ben Hogan también hicieron grande el golf.»
L EE Z IEGELGRUBER , EN A MAZON . COM
Índice
Dar la vuelta
E n el Augusta National Golf Club se tarda un minuto o dos en ir del noveno green al décimo lugar de salida, y necesitaba ese tiempo para pensar. Había hecho cuarenta golpes en los nueve primeros hoyos del Masters de 1997, el primero que jugaba como profesional después de haber participado como amateur los dos años anteriores. En 1996, al acabar una ronda de práctica conmigo, Jack Nicklaus me había comentado que el campo se ajustaba tanto a mi juego que podía ganar más chaquetas verdes que Arnold Palmer y él juntos. Nicklaus había ganado seis Masters, y Palmer, cuatro. Cuando jugué por primera vez en ese campo, pensé que era perfecto para mí. Después, al oír en la radio que Jack había dicho que podía ganar el Masters tantas veces, me pregunté si se daba cuenta de que era una cantidad astronómica. ¿Sabía lo que me costaría conseguirlo? Era un cumplido muy agradable, pero también una cifra tan alta que me parecía imposible siquiera planteármelo.
Imaginé que Jack lo había dicho porque se había fijado en que lanzaba la bola lo suficientemente lejos como para dominar el campo. Si hacía un birdie en los primeros cinco hoyos con par 4, tendría un par 68 del campo en vez de 72. Podía hacer los par 5 en dos golpes y utilizaría wedges en la mayoría de par 4. A pesar de todo, en los primeros nueve hoyos solo había hecho cuatro bogeys y ningún birdie . Hice el tee de salida muy alto y hacia los árboles, y solo conseguí un bogey en el primer hoyo, que no era exactamente el comienzo que esperaba. Después hice otros tres drives altos y a la izquierda, hacia los árboles. ¿Qué me estaba pasando? En el noveno hoyo tuve que hacer un buen putt para conseguir un bogey , solo para acabar los primeros nueve hoyos cuatro sobre par. Pero mientras me dirigía al décimo tee tuve muy claro que aquel comienzo no iba a acabar conmigo.
La mayoría de los aficionados opina que nadie se recupera de un 40 en los nueve primeros hoyos del Masters. Más tarde me enteré de que la prensa daba por hecha mi eliminación, incluso cuando iba hacia los últimos nueve hoyos. Solo había hecho la mitad del recorrido y había tenido malos comienzos en las tres finales consecutivas que gané en el U. S. Juniors y en otras tres seguidas en el U. S. Amateurs. Después, en agosto de 1996, anuncié que iba a jugar como profesional y que dejaría Stanford al acabar el segundo año. Iba a ser profesional y tenía un gran desafío por delante.
«Hola, mundo», dije en una conferencia de prensa al día siguiente de anunciar que me había convertido en profesional. Acababa de ganar mi tercer torneo U. S. Amateur consecutivo, en el que acabé cinco bajo par después del recorrido matinal de la final de treinta y seis hoyos contra Steve Scott, un jugador de la Universidad de Florida. A falta de tres hoyos iba dos abajo, pero empaté y gané en el segundo hoyo extra. Era un jugador seguro de mí mismo: me demostré que podía recuperar mi mejor juego incluso cuando las cosas no iban bien. A pesar de todo, Curtis Strange, que había ganado dos veces el U. S. Open y trabajaba para ABC, me preguntó cuáles eran mis aspiraciones. Le contesté que participaba en todos los torneos para ganar. «Ya aprenderás», dijo Strange. Supongo que es normal que se mostrara escéptico, pero yo sabía de lo que era capaz.
Después gané dos de mis primeros ocho PGA Tour como profesional, lo que me permitió jugar el PGA Tour de 1997 sin tener que clasificarme en los torneos. A finales de 1996, tras saberse que iría al Masters, me convertí en el centro de atención de los medios de comunicación. Tuve problemas para sobrellevar aquella situación. Los periodistas me seguían cuando subía al coche, me ponían las cámaras de televisión en la cara, me formulaban preguntas sobre mi vida personal. Así eran las cosas: me di cuenta de que sería mejor que me acostumbrara lo antes posible.
Aquella era mi nueva vida como profesional. Tenía muchas ventajas: el contrato con Nike, volar en aviones privados (diez años más tarde, en mi propio avión). Sin embargo, lo más importante era que disfrutaba jugando al golf y compitiendo. Tenía que soportar que miraran con lupa todo lo que hacía. A veces me agobiaba, pero, tal como me dijo Arnold Palmer, aquello no iba a cambiar, así que… Me preguntaba que si todo aquello iba a más en el Masters, ¿cómo jugaría?
Al principio no jugué bien. Para nada. Hice 40 y me sentí desconcertado y furioso mientras iba hacia el décimo tee . Intentaba pensar en lo que acababa de suceder. Necesitaba saber qué había salido tan mal en los primeros nueve hoyos. Los guardias de seguridad y, detrás de ellos, los «patrocinadores», tal como les gusta llamarse a los espectadores en el Augusta National, me seguían a ambos lados mientras caminaba. Concluí que había prolongado demasiado el backswing en los nueve primeros hoyos. Fue una mala sensación. No me gusta que el palo llegue a ponerse paralelo al suelo en el backswing . Entonces no sincronizo y tengo que hacer el recorrido adecuado hacia la bola solo con los brazos, en vez de dejar que la parte inferior del cuerpo los lleve. Ese tipo de swing depende de la sincronización, y la mía no era fiable.
Quería que mi swing fuera firme. Eso me proporcionaba el control que deseaba. Y con control no me refiero a que no estuviera haciendo un swing instintivo. Podía tener un swing desinhibido, como en mis mejores momentos: algo casi automático. Quería esa sensación. Quizá, como jugador de golf, vivía para eso, sobre todo cuando tenía que hacer un swing para ganar. Desde muy joven quise que ganar dependiera de dar un buen golpe y no de que el otro jugador hubiera cometido un error. La sensación de triunfo era embriagadora.