Introducción
C ierro los ojos y puedo ver todavía mi primer balón de fútbol.
En realidad eran sólo un montón de medias juntas. Mis amigos y yo las «tomábamos prestadas» de los tendederos de ropa de nuestros vecinos y pateábamos nuestro «balón» durante varias horas seguidas. Corríamos por las calles, gritando y riendo, compitiendo hasta que oscurecía. Como podrán imaginar, ¡algunas personas del barrio no estaban muy contentas con nosotros! Pero estábamos locos por el fútbol y éramos demasiado pobres para permitirnos otra cosa. De todos modos, las medias siempre regresaban a su propietario legítimo, tal vez un poco más sucias que cuando las agarrábamos.
Varios años después practicaba con una toronja o con un par de viejos trapos de cocina atados o incluso con pedazos de basura. Fue sólo hasta que era casi un adolescente que empezamos a jugar con balones «de verdad». Cuando jugué mi primera Copa del Mundo en 1958, a los diecisiete años, utilizábamos un balón de cuero simple y cosido, pero incluso eso parece una reliquia ahora. Después de todo, el deporte ha cambiado mucho. En 1958, los brasileños tuvieron que esperar casi un mes para ver noticias en los cines sobre la final del campeonato entre Brasil y Suecia, el equipo anfitrión. Por el contrario, durante el último Mundial de Sudáfrica en 2010, alrededor de tres mil doscientos millones de personas —o casi la mitad de la población del planeta— vieron en vivo la final entre España y Holanda por televisión o por Internet. Supongo que no es una coincidencia que los balones que utilizan los jugadores hoy en día sean elegantes, multicolores y sintéticos, probados en túneles de viento para asegurarse de que giren correctamente. A mí, me parecen más naves extraterrestres que algo con lo que realmente tratarías de jugar.
Pienso en todos esos cambios y me digo: ¡Ya soy viejo! Pero también me maravillo de la forma en que ha evolucionado el mundo —en gran medida para bien— en las últimas siete décadas. ¿Cómo hizo un niño pobre y negro de una zona rural de Brasil, que creció pateando medias rellenas y trozos de basura por calles polvorientas, para estar en el centro de un fenómeno global visto por miles de millones de personas en todo el mundo?
En este libro intento describir algunos de los impresionantes cambios y acontecimientos que hicieron posible mi viaje. También hablo de cómo el fútbol ha ayudado a hacer del mundo un lugar un poco mejor en el transcurso de mi vida, al unir a las comunidades y al dar a los niños desfavorecidos como yo una sensación de propósito y orgullo. Esta no es ni una autobiografía ni son unas memorias convencionales; no todo lo que me ha pasado en la vida está incluido en estas páginas. En realidad, he procurado contar historias superpuestas de cómo he evolucionado como persona y como jugador, y un poco de la forma en que el fútbol y el mundo han evolucionado también. He hecho esto centrándome en cinco Mundiales diferentes, a partir del de 1950 que organizó Brasil cuando yo estaba pequeño y terminando con el evento que mi país organizará con orgullo una vez más en 2014. Por diferentes razones, estos torneos han sido verdaderos hitos en mi vida.
Cuento estas historias con humildad y con gran aprecio por lo afortunado que he sido. Doy gracias a Dios y a mi familia por su apoyo. Estoy agradecido con todas las personas que dedicaron un poco de su tiempo para ayudarme en mi camino. Y también estoy agradecido con el fútbol, el más hermoso de los juegos, por haber tomado a un pequeño niño llamado Edson y haberlo dejado vivir la vida de «Pelé».
EDSON ARANTES DO NASCIMENTO
«PELÉ»
SANTOS, BRASIL
SEPTIEMBRE DE 2013
BRASIL, 1950
1
¡¡¡¡¡¡¡¡¡ G ooooooooollllllllllll!!!!!!!!!
Nos reímos, gritamos, saltamos arriba y abajo. Todos nosotros, toda mi familia, reunida en nuestra pequeña casa, al igual que cualquier otra en todo Brasil.
A quinientos kilómetros de distancia, y frente a una multitud ruidosa en Río de Janeiro, el poderoso Brasil enfrentaba al pequeño Uruguay en el último partido por la Copa del Mundo. Nuestro equipo era el favorito, había llegado el momento. Y a los dos minutos del segundo tiempo, uno de nuestros delanteros, Friaça, esquivó a un defensa y envió un pelotazo bajo y fuerte que rebotó en la portería, superó al arquero y se alojó en la red.
Brasil 1, Uruguay 0.
Fue un gol hermoso, aunque no pudiéramos verlo con nuestros propios ojos porque no había televisión en nuestra pequeña ciudad. De hecho, las primeras transmisiones televisivas en la historia de Brasil tuvieron lugar en esa Copa del Mundo, pero sólo en Río de Janeiro. Así que para nosotros, como para la mayoría de los brasileños, sólo existía la radio. Nuestra familia tenía un aparato enorme y cuadrado con perillas redondas y una antena en forma de V en un rincón de la sala, y ahora estábamos bailando como locos, gritando y vociferando.
Yo tenía nueve años, pero nunca olvidaré esa sensación: la euforia, el orgullo, la idea de que dos de mis grandes amores —el fútbol y Brasil— estaban unidos ahora en la victoria y que eran los mejores del mundo. Recuerdo a mi madre y su sonrisa fácil, y a mi padre, mi héroe, tan inquieto durante aquellos años, tan frustrado por sus propios sueños malogrados con respecto al fútbol, de repente muy jóvenes de nuevo, abrazando a sus amigos, abrumados por la felicidad.