Un ciclo misterioso gobierna los sucesos humanos.
A ciertas generaciones se les otorgan muchos dones.
A otras se les exige mucho.
Ésta tiene una cita con el destino.
– Franklin Delano Roosevelt
Qué extraño, ¿verdad?, cómo la muerte suele significar un principio en lugar de un fin. Tratamos a algunas personas durante diez, veinte años, tal vez más. Nos cruzamos con ellas en el curso de la vida cotidiana. Conversamos, reímos, cambiamos palabras duras; creemos tener alguna idea de quiénes son.
Entonces mueren.
Después de la muerte, las impresiones variables formadas a lo largo de una vida empiezan a cristalizar. El cuadro se vuelve nítido. Hechos desconocidos salen a la luz. Se abren cajas fuertes, se leen testamentos. Con frecuencia, el fin y la distancia nos permiten descubrir que las personas que creíamos conocer eran en realidad bastante distintas de lo que imaginábamos. Y cuanto más íntima era nuestra relación con ellas, más sorprendente es la revelación.
Así sucedió con mi abuelo. Sufrió una muerte violenta y en público, en circunstancias tan notables que merecieron treinta segundos de tiempo en los noticiarios vespertinos nacionales. Sucedió el martes pasado, en un helicóptero ambulancia de la MedStar, durante el vuelo desde Fairplay, Georgia -el pueblo donde nací y crecí- hacia el hospital de la Universidad Emory de Atlanta donde soy médico de emergencias. Cuando visitaba a sus pacientes en el hospital local de Fairplay, sufrió un colapso en el puesto de las enfermeras. A pesar del terrible dolor en la baja espalda, se hizo tomar la presión arterial por una enfermera. Al oír las cifras diagnosticó acertadamente la ruptura de un aneurisma de la aorta abdominal y comprendió que sólo una intervención quirúrgica de emergencia podía salvarle la vida.
Sostenido por dos enfermeras, alcanzó a pedir por teléfono que viniera el MedStar desde Atlanta, a sesenta kilómetros. Mi abuela quiso acompañarlo en el helicóptero y el piloto accedió con renuencia. No suelen permitir acompañantes en los vuelos, pero casi toda la comunidad médica de Georgia lo conocía personalmente o de nombre: como especialista en pulmón, mi abuelo era un profesional discreto, pero eminente y respetado. Además, no he conocido al hombre capaz de contradecir a mi abuela. Jamás.
Veinte minutos después, el MedStar cayó a tierra sobre una calle solitaria de los suburbios de Atlanta. Sucedió hace cuatro días y hasta el momento no se ha podido determinar la causa del accidente. Pura mala suerte, digo yo. Otros lo llaman error humano. No pienso hacer juicio. No somos -mejor dicho, no éramos- esa clase de familia.
La muerte de mis abuelos fue un golpe durísimo para mí porque me criaron desde que tenía cinco años. Mis padres murieron en un accidente de tránsito en 1970. Me parece que he visto más tragedias que el común de la gente, y todavía lo hago. La veo día y noche en la sala de guardia, con su reguero de sangre y cocaína, aliento a alcohol, piel quemada y chicos muertos. Bueno, así es la vida. El motivo para escribir todo esto es lo que sucedió en el entierro; mejor dicho, la persona a quien conocí en el entierro. Porque fue allí, en un lugar donde reina la muerte, donde la vida secreta de mi abuelo salió por fin a la luz.
Los asistentes al entierro -bastante numerosos por tratarse de una población pequeña y mayoritariamente protestante- ya se dispersaban en dirección a la larga hilera de majestuosos Lincolns y llamativos coches japoneses. Yo seguía de pie sobre el césped junto a las tumbas, dos fosas paralelas que olían a tierra removida. Dos sepultureros aguardaban el momento de echar la tierra sobre los brillantes ataúdes plateados. No demostraban impaciencia; alguna vez mi abuelo había tratado a ambos. Uno de ellos -un tipo flaco llamado Crenshaw-decía que mi abuelo lo había traído al mundo.
– Ya no quedan médicos como tu abuelo, Mark -afirmó-. O tal vez debería tratarte de doctor -añadió con una sonrisa-. No me acostumbro a llamarte así. No te ofendas, pero todavía recuerdo la medianoche que te sorprendí acá con la hija de Clark.
Sonreí a mi vez. Era un recuerdo grato. La verdad es que yo tampoco me acostumbro al tratamiento. Doctor Mark McConnell. Ya sé que soy médico, y de primera, pero cuando estoy, estaba, junto a mi abuelo me sentía como un aprendiz, un estudiante aventajado pero inexperto a la sombra de un maestro. Pensaba en eso cuando sentí un tirón en la manga de mi saco.
– Buenas tardes, rabino -dijo el sepulturero a un hombre a mi espalda.
– Shalom, señor Crenshaw -contestó una voz grave y venerable.
Me volví para encontrarme con un anciano encorvado, de aspecto bondadoso y pelo blanco como la nieve cubierto por un yármulke. Sus ojos alegres me miraron de arriba abajo.
– La imagen viva del abuelo -murmuró-. Aunque usted es un poco más robusto que Mac.
– Los genes de mi abuela -respondí, un poco avergonzado porque el me conocía y yo a él no.
– Efectivamente -asintió el viejo-. Efectivamente. Y qué mujer tan hermosa.
De pronto lo identifiqué.
– Rabino Leibovitz, si no me equivoco.
El anciano sonrió:
– Tiene buena memoria, doctor. Hacía mucho que no nos veíamos de cerca.
La voz suave del viejo tenía cierta musicalidad, como si los años de palabras reconfortantes y racionales le hubieran limado todas las asperezas. Asentí nuevamente y los sepultureros se agitaron, impacientes.
– Bien, creo que ya deberíamos…
– Déme la pala -dijo el rabino Leibovitz a Crenshaw.
– Pero, rabino, usted no debería esforzarse.
El rabino tomó la pala de manos del sepulturero atónito y la hundió en la tierra blanda.
– Esta tarea corresponde a los amigos y parientes del hombre – declaró-. ¿Doctor? -Me miró.
Tomé la pala del otro sepulturero y seguí su ejemplo.
– Buenas tardes, Mark -murmuró Crenshaw, desconcertado. Se alejó con su compañero hacia una camioneta desvencijada que los aguardaba a una distancia discreta.
Arrojé paladas de tierra a la tumba de mi abuela mientras el rabino Leibovitz se ocupaba de la otra. Hacía calor -el calor típico del verano de Georgia- y en poco tiempo estuve empapado de sudor. A medida que la tumba se llenaba de tierra, advertí sorprendido que la tarea era la más reconfortante que realizaba desde que recibí la noticia de la muerte de mis abuelos, y mucho más que cualquier palabra de consuelo. Al echar una mirada al viejo vi que le llevaba muy poca ventaja. Reanudé mi tarea con vigor.
Cuando terminé de cubrir la tumba de mi abuela, fui a darle una mano al rabino Leibovitz. Juntos terminamos de llenar la de mi abuelo en pocos minutos. El rabino dejó la pala en el suelo, se volvió hacia la tumba y rezó en voz baja. Lo acompañé en silencio, sin soltar la mía. Luego, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos dirigimos hacia la estrecha cinta de asfalto donde había estacionado mi Saab negro.
No había otros autos a la vista. El cementerio estaba a tres kilómetros largos del centro del pueblo.
– ¿Vino caminando, rabino? -pregunté.
– Un buen cristiano me recogió por el camino -respondió-. Esperaba volver con usted.
Aunque sorprendido, murmuré un "claro, con mucho gusto".
Le abrí la portezuela, luego ocupé mi lugar al volante. El motor sueco ronroneó suavemente.
– ¿A dónde lo llevo? -pregunté-. ¿Todavía vive en frente de la sinagoga?
– Sí, pero quería ir a la casa de sus abuelos. ¿Se aloja ahí mientras permanece en el pueblo?
– Sí -confesé-. Así es. -Lo miré con curiosidad. Entonces me embargó una sensación conocida. Conozco esa clase de situación. Hay gente que se siente molesta cuando debe describir síntomas graves en el consultorio del médico. -¿Hay algo que quiere decirme, rabino? -pregunté suavemente-. ¿Quiere consultar a un médico?
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