© 2015 por Mario Escobar
Publicado en Nashville, Tennessee, Estados Unidos de América.
HarperCollins Español es una marca registrada de HarperCollins Christian Publishing.
Todos los derechos reservados. Ninguna porción de este libro podrá ser reproducida, almacenada en algún sistema de recuperación, o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio —mecánicos, fotocopias, grabación u otro— excepto por citas breves en revistas impresas, sin la autorización previa por escrito de la editorial.
Editora en Jefe: Graciela Lelli
Diseño: Grupo Nivel Uno, Inc.
Edición en formato electrónico © febrero 2016: ISBN 978-0-71807-606-1
16 17 18 19 20 DCI 9 8 7 6 5 4 3 2 1
A mi amada mujer Elisabeth, que me acompañó a Auschwitz y se apasionó con esta historia. Quiero pasar el resto de mi vida contigo.
A los más de veinte mil miembros de la etnia gitana que fueron encarcelados y exterminados en Auschwitz y al cuarto de millón asesinado en las cunetas y los bosques del norte de Europa y Rusia.
A la Asociación de la Memoria del Genocidio Gitano, por su lucha a favor de la justicia y verdad.
CONTENIDO
Lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Lo contrario de la belleza no es la fealdad, es la indiferencia. Lo contrario de la fe no es la herejía, es la indiferencia. Y lo contrario de la vida no es la muerte, sino la indiferencia entre la vida y la muerte.
—ELIE WIESEL
Una hora después de dejar Cracovia nuestro convoy se detiene en una gran estación. El letrero anuncia el nombre de la localidad: «Auschwitz». No nos dice nada. Nunca hemos escuchado hablar de este sitio.
—MIKLÓS NYISZLI
Se necesitaba una energía moral extraordinaria para asomarse al borde de la infamia nazi y no caer en el fondo del pozo. Sin embargo, conocía a muchos internos que supieron ser fieles a su dignidad humana hasta el mismo fin. Los nazis lograron degradarlos físicamente, pero no fueron capaces de rebajarlos moralmente.
—OLGA LENGYEL
Canción de cuna de Auschwitz ha sido la novela que más me ha costado escribir a lo largo de mi carrera profesional. No se ha tratado tanto de problemas formales o de dudas sobre hacia dónde avanzaba la historia; lo que me preocupaba de verdad era no poder contener un alma tan grande como la de Helene Hannemann entre las líneas de este libro.
Los seres humanos somos pequeños suspiros en medio del huracán de nuestras circunstancias, pero la historia de Helene nos recuerda que podemos ser dueños de nuestro destino, aunque el mundo entero se nos oponga. No sé si este libro me ha enseñado a ser mejor persona, pero sí a poner menos excusas ante mis errores y debilidades.
Larry Downs, mi editor y amigo, me comentó al conocer la historia de Helene Hannemann que el mundo necesitaba conocerla, pero eso no depende de nosotros, depende de ti, querido lector, y de tu amor por la verdad y la justicia. Ayúdame a dar a conocer al mundo la historia de Helene Hannemann y sus cinco hijos.
Madrid, 7 de marzo de 2015
(algo más de setenta años después de la liberación de Auschwitz)
Buenos Aires, marzo de 1956
Me impresionó el ascenso precipitado del avión. Llevaba algo menos de seis años en Argentina y desde entonces apenas me había alejado algunos kilómetros de la capital. La idea de permanecer tantas horas metido en un espacio tan pequeño me hizo sentir una fuerte opresión en el pecho, pero a medida que el morro del aparato se enderezaba, poco a poco comencé a recuperar la calma.
Cuando la amable azafata rubia se acercó hasta mí y me preguntó si deseaba beber algo, le indiqué que un té sería suficiente. Por un segundo pensé en tomar algo más fuerte, pero desde mi estancia en Auschwitz había aborrecido las bebidas alcohólicas. Constituía un espectáculo lamentable ver a mis compañeros y colegas ebrios todo el día, sin que al comandante Rudolf Höss pareciera importarle. Era cierto que en los últimos meses de la guerra muchos hombres se sentían desesperados, algunos habían perdido a su esposa e hijos en los duros y criminales bombardeos de los aliados, pero un soldado alemán, y más un miembro de las SS, debía mantener el aplomo fuera cual fueran las circunstancias.
La azafata dejó el té muy caliente sobre la mesa auxiliar y le devolví la sonrisa. Sus rasgos eran perfectos. Sus labios gruesos, pero no demasiado, sus ojos de un azul intenso y brillante, con pómulos pequeños y rosados configuraban un rostro ario perfecto. Después giré la vista hacia mi viejo maletín de cuero negro. Reservaba un par de libros de biología y genética para hacer más ameno el viaje, pero en el último momento, sin saber aún por qué, había guardado también unos viejos cuadernos infantiles pertenecientes a la en Birkenau. Años antes los había traspapelado con mis informes de estudios genéticos realizados en Auschwitz, pero durante todo ese tiempo nunca me había decidido a leerlos. Aquellos cuadernos eran el diario de una alemana que conocí en Auschwitz llamada Frau Hannemann. Ahora, Helene Hannemann, su familia y la guerra se encontraban en un pasado muy lejano que prefería olvidar, cuando aún era un joven oficial de las SS y todos me conocían como Herr Doktor Mengele.
Alargué el brazo y tomé el primer cuaderno. La portada estaba totalmente descolorida, tenía manchas de humedad en las esquinas y el papel había adoptado el tono amarillento de las historias viejas que ya no importan a nadie. Abrí lentamente la portada mientras tomaba el primer sorbo de té negro; después, las letras alargadas de Helene Hannemann, la encargada de la guardería de Auschwitz, me hicieron retrotraerme a Birkenau y la sección BIIe donde se encontraban encerrados los romaníes del campo. Barro, alambradas electrificadas y el olor dulzón de la muerte, eso era Auschwitz para todos nosotros, y aún sigue siéndolo en el recuerdo.
Berlín, mayo de 1943
Todavía la oscuridad invadía las calles cuando salí medio adormecida de la cama. A pesar de que los días comenzaban a ser cálidos, sentí cómo el frescor de la madrugada me erizaba el vello. Me puse el ligero batín de raso y, sin despertar a Johann, me dirigí directamente al baño. Afortunadamente nuestro apartamento aún tenía agua caliente y pude darme una breve ducha antes de despertar a los niños. Todos, a excepción de la pequeña Adalia, iban al colegio aquella mañana. Limpié con la mano el vaho que había empañado el espejo y durante unos segundos contemplé mis ojos azules, que empezaban a empequeñecerse por las arrugas de la edad. Estaba ojerosa, aunque aquello no era nada extraño en una madre con cinco hijos menores de doce años y que trabajaba turnos dobles como enfermera para sacar a la familia adelante. Me sequé con la toalla el pelo hasta que recuperó su tono rubio pajizo y por unos segundos observé las canas que comenzaban a hacer palidecer mi flequillo lacio. Durante un rato me dediqué a ondularme el cabello, aunque unos minutos después desistí. La voz de los gemelos Emily y Ernest reclamando mi presencia hizo que me vistiera a toda prisa y, con los pies aún descalzos, corrí hasta la otra habitación.
Los gemelos estaban sentados en la cama hablando entre ellos cuando entré en el cuarto. El resto de sus hermanos continuaban tumbados, intentando alargar unos segundos más su sueño. Adalia seguía durmiendo con nosotros, aquella cama era demasiado pequeña para que los cinco niños se acostasen juntos.
Página siguiente