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Stephen King - Colorado Kid

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Una obra atípica en la trayectoria del autor de Carrie, en la mejor tradición de la novela negra; un crimen en las costas de Maine, aparentemente irresoluble. En una isla de las costas de Maine, un hombre es encontrado muerto. No hay identificación de su cuerpo. Solo el esforzado trabajo de un par de periodistas locales y de un graduado en medicina forense logra descubrir algunas pistas para, después de un año, saber quién es el muerto. Pero es aquí donde comienza el misterio. Porque cuanto más descubren del hombre y de la extrañas circunstancias de su muerte, menos comprenden. ¿Se trata de un crimen imposible? ¿O algo aún más extraño…? Con ecos de El halcón maltés de Dashiell Hammet y de la obra de Graham Greene, Stephen King presenta un relato sorprendente y conmovedor, cuyo tema es nada menos que la naturaleza del propio misterio.

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Stephen King Colorado Kid Traducción de Bettina Blanch Tyroller Título - photo 1

Stephen King

Colorado Kid

Traducción de Bettina Blanch Tyroller

Título original: The Colorado Kid

1

Tras concluir que no obtendría nada interesante de los dos ancianos que componían la totalidad de la plantilla del The Weekly Islander, el periodista del Globe de Boston miró el reloj, comentó que si se apresuraba podía tomar el transbordador de la una y media, les dio las gracias por el tiempo que le habían concedido, dejó algún dinero sobre la mesa, lo pisó con el salero para que no se lo llevara la considerable brisa marina y descendió a toda prisa la escalinata de piedra de la terraza del Grey Gull en dirección a Bay Street y el centro del pueblo. Excepción hecha de algunas ojeadas subrepticias a sus pechos, apenas si había reparado en la joven sentada entre ambos ancianos.

En cuanto el periodista del Globe se hubo marchado, Vince Teague alargó la mano y cogió los dos billetes de cincuenta de debajo del salero para guardarlos en un bolsillo de su vieja pero aún servible americana de tweed con una expresión de satisfacción manifiesta.

– ¿Qué hace? -inquirió Stephanie McCann, sabedora de cuánto le gustaba a Vince escandalizarla (cuánto les gustaba a los dos, de hecho), pero incapaz en aquel caso de disimular una nota de sorpresa.

– ¿A ti qué te parece? -replicó Vince con cara más complacida que nunca.

Una vez guardado el dinero, alisó la pestaña del bolsillo y dio cuenta del último bocado de su panecillo de langosta. Acto seguido se enjugó los labios con la servilleta de papel y, haciendo gala de una gran destreza, cazó el babero del periodista de Boston cuando una ráfaga de salado viento marino intentó llevárselo. Su mano era un amasijo retorcido de aspecto casi grotesco a causa de la artritis, pero ello no le restaba velocidad.

– Pues que acaba de coger el dinero que el señor Hanratty ha dejado para pagar la comida -observó Stephanie.

– Buen ojo, Stephanie -alabó Vince al tiempo que guiñaba uno de los suyos al hombre sentado frente a él.

Se trataba de Dave Bowie, que aparentaba más o menos la edad de Vince, pero en realidad tenía veinticinco años menos. Todo era cuestión de lo que te tocaba en la lotería, era lo que siempre afirmaba Vince. Tu maquinaria funcionaba hasta que se caía a pedazos. Te pasabas la vida remendando rotos y descosidos, y Vince estaba convencido de que aun a aquellos que vivían hasta los cien años, edad que él tenía toda la intención del mundo de alcanzar, en definitiva la vida no se les antojaba más que un efímero paseo al sol.

– Pero ¿por qué?

– ¿Tienes miedo de que monte un lío y le carguen el muerto a Helen? -preguntó Vince.

– No… ¿Quién es Helen?

– Helen Hafner es nuestra camarera -explicó Vince al tiempo que señalaba con la cabeza a una mujer rolliza de unos cuarenta años que retiraba platos en el otro extremo de la terraza-. Son las normas de Jack Moody, el orgulloso propietario de este magnífico establecimiento, como lo fue su padre antes que él, por si te interesa…

– Pues sí-atajó Stephanie.

David Bowie, jefe de redacción del The Weekly Islander desde hacía tantos años como los que Helen Hafner llevaba en el mundo, se inclinó hacia delante y cubrió con una de sus manos gordezuelas los jóvenes y hermosos dedos de Stephanie.

– Lo sé -aseguró-, y Vince también lo sabe. Por eso se está yendo por las ramas para contarte la historia.

– Hora de clase, ¿eh? -sonrió Stephanie.

– Exacto -corroboró Dave-. ¿Y qué les gusta a los vejestorios como nosotros?

– Que solo tienen que molestarse en enseñar a las personas con ganas de aprender.

– Exacto -repitió Dave al tiempo que se reclinaba en la silla-. Estupendo.

Dave no llevaba americana, sino un viejo jersey verde. Corría el mes de agosto, y en opinión de Stephanie hacía bastante calor en la terraza del Gull pese a la brisa marina, pero sabía que ambos hombres eran hipersensibles al frío. En el caso de Dave, eso la extrañaba un poco, ya que solo tenía sesenta y cinco años y le sobraban unos quince kilos, pero aunque Vince no aparentaba más de setenta años bien llevados pese a sus manos artríticas, lo cierto era que había cumplido los noventa a principios de aquel verano y estaba escuálido. «Como una cuerda rellena», solía comentar la señora Pinder, la secretaria a jornada parcial del Islander, por lo general con un bufido desdeñoso.

– Según la política del Grey Gull, las camareras son responsables de las cuentas de sus mesas hasta que quedan pagadas -explicó Vince-. Jack se lo advierte a todas las señoras que acuden a él en busca de empleo, para que luego no le vayan a quejarse de que no lo sabían.

Stephanie paseó la mirada por la terraza, aún bastante concurrida a la una y veinte de la tarde, y luego ojeó el comedor principal, que daba a la cala Moose. Casi todas sus mesas estaban ocupadas, y Stephanie sabía que desde la festividad de Memorial Day hasta finales de julio, los clientes harían cola para comer allí hasta casi las tres de la tarde. En otras palabras, un caos. Esperar que cada camarera controlara a cada cliente mientras iba de culo sirviéndolos a todos, acarreando bandejas llenas de langostas y almejas humeantes…

– No me parece…

Dejó la frase sin terminar, preguntándose si aquellos dos ancianos, que con toda probabilidad ya publicaban su periódico cuando el salario mínimo no era más que un sueño, se burlarían de ella si expresaba su opinión.

– Creo que la palabra que andas buscando es «justo» -espetó Dave con sequedad mientras se servía un panecillo, el último de la cesta.

Había pronunciado la palabra «justo» con el impenetrable acento norteño que imperaba en la zona. Stephanie procedía de Cincinnati, Ohio, y al llegar a la isla Moose- Lookit para trabajar de becaria en el The Weekly Islander, había estado a punto de desesperar. ¿Cómo iba a aprender algo si ni siquiera era capaz de entender una de cada siete palabras? Y si les pedía constantemente que le repitieran las cosas, ¿cuánto tardarían en concluir que era una débil mental?

Cuatro días después de entrar en el periódico como parte de un curso de posgrado de la Universidad de Ohio, había estado a punto de arrojar la toalla, pero una tarde Dave la llevó aparte.

– No desistas, Steffi, lo conseguirás.

Y así fue. Casi como por arte de magia, el acento del lugar perdió toda su dificultad. Era como si hasta entonces hubiera tenido los oídos obstruidos y de repente, milagrosamente, se le hubieran destapado. Creía que sería capaz de pasar la vida entera allí, sin llegar a hablar como ellos, pero sí entendiéndolos. Sí, señor.

– En efecto, «justo» -convino.

– Una palabra que nunca ha formado parte del vocabulario de Jack Moody, salvo cuando habla del bañador de alguna chica -dijo Vince antes de proseguir en un tono distinto-: Deja ese panecillo, Dave Bowie, que te estás poniendo como una bola de sebo. Sí, señor, como un auténtico cerdo.

– No creía que estuviéramos casados -refunfuñó Dave antes de hincar de nuevo el diente en el pan-. ¿Es que no puedes hablar sin meterte conmigo?

– Menuda cara -exclamó Vince-. Por lo visto, nadie le ha enseñado que con la boca llena no se habla.

Apoyó un brazo sobre el respaldo de su silla, y la brisa procedente del rutilante océano le apartó el finísimo cabello blanco de la frente.

– Steffi, Helen tiene tres hijos de entre seis y doce años, y un marido que se largó por piernas. No quiere irse de la isla y se las apaña…, a duras penas, eso sí, porque los veranos compensan los inviernos. ¿Me sigues?

– Por supuesto -asintió Stephanie.

En aquel instante, la camarera en cuestión se acercó a su mesa. Stephanie reparó en que llevaba unas gruesas medias ortopédicas que no lograban disimular del todo sus varices y en que tenía profundas ojeras.

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