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Florencia Canale - Amores Prohibidos

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Florencia Canale Amores Prohibidos

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Manuel fue acercándose de a poco a la damita de ojos negros, hasta que sus labios comenzaron a susurrarle frases bonitas al oído. Los ojos de Maruja se entornaron y sonrió levemente. ‘El joven americano sí que sabe hablarle a una dama. No me equivoqué. Ahora quiero su cuerpo pegado al mío’, pensó.” El primer romántico del Río de la Plata fue un incomprendido. Manuel Belgrano no era militar y debió ocupar un rol inesperado. Además de ser un intelectual de avanzada, fue responsable de cambios políticos y sociales mal vistos por lo más rancio de la sociedad porteña. Tampoco cumplía con las normas de la masculinidad de su época: no era autoritario ni arremetedor. Por el contrario, fue un hombre sensible, refinado, elegante. Adorado por las mujeres, vivió romances tórridos con españolas, argentinas y francesas. Sin embargo, fueron tres las que marcaron su piel a fuego. Con la primera, Pepa Ezcurra, una jovencita de la sociedad porteña, mantuvo una relación clandestina que no pudo hacerse pública y de la cual nació un hijo criado por el mismísimo Juan Manuel de Rosas. En su paso por Europa fue una francesa de armas tomar la que robó su corazón: Isabel Pichegru. Ya de adulto, se deja seducir por una “niña” de la burguesía tucumana, Dolores Helguero. Tampoco se compromete con ella, pero viven una pasión que también trajo una hija al mundo. Manuel Belgrano murió solo y pobre. Nunca supo que el “hijo” de Rosas era suyo y apenas conoció a Mónica Manuela, su hija mujer. Mucho es lo que se ha escrito sobre Manuel Belgrano, y un sinfín de versiones intentó recomponer una figura patria que poco tiene que ver con ese hombre de carne y hueso presa de sus deseos más ocultos. Hacia esa zona de luces y sombras parte Florencia Canale en su nueva novela, Amores secretos. Un libro que reconstruye la vida privada del prócer y que a la vez confirma a su autora como una de las más innovadoras en el género de la novela histórica en la Argentina.
(fuente: [BiblioEteca.com](http://www.biblioeteca.com))

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Canale, Florencia Amores prohibidos : las relaciones secretas de Manuel Belgrano . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Planeta, 2013.

E-Book.

ISBN 978-950-49-3538-4

1. Narrativa Argentina. 2. Novela . I. Título CDD A863

© 2013, Florencia Canale Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta SAIC / Juan Pablo Cambariere Todos los derechos reservados © 2013, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.

Publicado bajo el sello Planeta®

Independencia 1682, (1100) C.A.B.A.

www.editorialplaneta.com.ar Primera edición en formato digital: septiembre de 2013

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-3538-4

Amores prohibidos
Florencia Canale
Amores prohibidos
Las relaciones secretas de

Manuel Belgrano

A mi padre, por nuestras expedicionesliterarias de los sábados…

PRÓLOGO

La nube de polvo, apenas al ras del horizonte, anunciaba el próximo arribo de la comitiva. Había enviado a su hombre de confianza hasta la posta de Gallegos en el paraje de los Desalmados, para cumplir con el pedido de San Martín. Debía cuidar a la mujer de su gran amigo y compañero de revolución y a sus familiares. Sabía del delicado estado de salud de la joven Remedios. Todos estaban al tanto.

También había oído por ahí que no solo la enfermedad la conminaba a regresar a su casa de Buenos Aires. Pero prefería no escuchar los chismes que corrían como el agua.

Él, que estaba instalado hacía unas semanas en la Candelaria, se había ofrecido para controlar de cerca a la hija y la nieta de don Antonio de Escalada, y sobre todo a Merceditas. Le parecía casi gracioso. Obligado a velar por una mujer enferma. ¿Y él? Su salud no era de las mejores. Hacía tiempo que los dolores dominaban su cuerpo.

Aguzó la mirada. A medida que se acercaba, la polvareda iba tomando la forma de una pequeña caravana. Al frente se podía intuir al comandante Paz, seguido por algunos Dragones de su partida, dos carruajes, un burro y demás pertrechos. El aire se puso más espeso por la voladura de tierra. Tuvo que entrecerrar los ojos para evitar la insistencia de algunas lágrimas. La comitiva llegó y se detuvo. Paz desmontó. Lo mismo hicieron sus subalternos y Mariano de Escalada. El varón de la familia escoltada se dirigió hacia la puerta del carruaje principal para atender el descenso de las damas.

Antes de que su hermano llegara, Remedios acomodó un pie en el pescante. Bajó sola, sin ayuda.

Hacía mucho que Manuel no veía a Remedios. Ya no era aquella niña que marcaba el paso en casa de don Antonio, su compañero de tertulias y amigo político. Habían pasado nueve años.

Toda una vida. “Extraño el modo como el tiempo atraviesa el cuerpo. Para algunos es una caricia; para otros, una estocada. Pensar que la conozco desde que era una cría, y ahora es una mujer. Y

casi ajada por sus dolencias. Allí estamos hermanados, el físico no nos quiere. La salud nos ha dado vuelta la cara. Qué pena ha de sentir don Antonio… Su hijita querida, enferma.

Pero por algo la reclama. Querrá tenerla cerca. Para los afectos siempre ha sido un hombre de bien. Y para el país también. Recuerdo nuestro primer encuentro, a poco de mi nombramiento como secretario del Consulado”.

Belgrano sonrió.

—Pero qué guapa se encuentra, doña Remeditos —saludó Manuel mientras tomaba la pequeña mano y se la llevaba a los labios—. Nuestro querido general me ha encomendado que permanezca usted unos días junto a nosotros para retomar los caminos con más fuerza.

Los ojos de Remedios fueron elocuentes. Estaba furiosa. Le parecía increíble que su marido la expusiera así frente a estos hombres. Abrió la boca para contestar, pero se arrepintió. Tragó despacio y mantuvo la mirada en alto.

Mariano y Encarnación, que la conocían de memoria, se le acercaron, uno a cada lado.

—Vamos, querida. Sería bueno que te refrescaras un poco. Podríamos comer algo, ¿te parece? —su sobrina Encarnación la rodeó por los hombros y la obligó a girar sobre sus talones.

Manuel las siguió con la mirada.

Esperó a que entraran a la posta y se dirigió hacia los barriles de agua. Allí se habían acomodado sus hombres. Los árboles ofrecían un poco de sombra, reconfortante bajo los rayos del sol. Se sirvió un jarro y se sentó sobre un tronco hachado. Los soldados lo miraban de reojo. Él intentaba disimular lo inevitable. Era más que evidente que no se encontraba nada bien. Paz estiró el brazo y le acercó la botella de aguardiente que se pasaban entre ellos.

Manuel lo rechazó. No estaba de ánimo.

A pesar de la voluntad que se imponía, el agotamiento y el malestar eran moneda corriente. Estaba cansado. El cuerpo le avisaba que se iba apagando.

Y eso ayudaba al deterioro del espíritu, del que era víctima también.

El comandante Paz volvió la mirada hacia Belgrano. El silbido del pulmón sonaba fuerte a cada respiración. Debía proteger a su jefe, no quería que sus subalternos lo vieran en esas condiciones. Manuel cerró los ojos. El pecho le apretaba. Le dolía al respirar.

Un sufrimiento más. Ya no solo la pierna derecha lo conminaba a pedir ayuda a algún soldado que tuviera cerca, cada vez que debía desmontar.

—¿Lo ayudo, mi general? —preguntó Paz y se levantó automáticamente. No quería avergonzar a Belgrano. Le ordenó a uno de los jóvenes que buscara al médico. El doctor Francisco de Paula Rivero estaba a cargo de la salud del jefe máximo. Manuel abrió los ojos y miró fijo a Paz.

—No toque a zafarrancho, Paz, que no es para tanto

—sonrió Belgrano con esfuerzo—. Así asusta a mis hombres. Si me ven flaquear, flaquearán ellos. Debo dar el ejemplo. Si llaman al médico por una tos cualquiera, ¿qué nos queda cuando suceda algo serio? Mejor que pase a revisar a la dama que descansa en la posta, ella sí está mala de salud.

Paz no daba crédito a lo que escuchaba, pero la fuerza de las palabras de Belgrano lo hizo callar. Era imposible refutarlo. ¿Qué le podía responder? Tenía razón. Los soldados respetaban a su general y si lo veían derrumbarse, se desmoralizarían.

Bastante desalentados estaban. Todos.

Buenos Aires los tenía abandonados a la buena de Dios. Ni los pertrechos ni los abastos enviaban, a pesar de las promesas. Las arcas con el metálico siempre cambiaban de destino. Hasta el mismo Belgrano no recibía la paga adeudada. El gobierno le debía cientos de pesos. Había reclamado varias veces. Juraban enviarle las sacas. Pero estas nunca llegaban.

Manuel se incorporó con dificultad y se dirigió a su barraca. Se recostó e intentó descansar. “Cuánto traidor, cuánta ingratitud, Virgen santa. ¿Cómo haré para seguir adelante? En unos meses regresa el frío y no estamos preparados para esas inclemencias. Una vez más.

Ya no sé qué excusa darles a estos muchachos. Sé que no me creen, pero insisten con aparentar confianza delante de mí. Por eso no puedo fallarles. Tengo que continuar al mando. Hasta que pueda.”

Sin embargo, Manuel Belgrano, el general, presentía que no era mucho lo que le quedaba.

PRIMERA PARTE

Juventud

CAPÍTULO

I

Era temprano por la mañana, el alba. La hora favorita del día. Hacía mucho frío en cubierta, pero lo inhóspito del clima no lograba amedrentarlo. Se había acostumbrado a esas temperaturas filosas en Europa, el continente que dejaba atrás. Manuel cerró el capote hasta el último botón, envolvió su cuello con la bufanda de lana que le había tejido su hermana María Josefa antes de partir, y apoyó el cuerpo abrigado sobre la baranda. Le gustaba perder la mirada sobre el océano. Era la excusa ideal para volver sobre sus pensamientos, activar los recuerdos. Le gustaba aprovechar esas horas solitarias, le permitían pensar tranquilo. En un rato, la cubierta del navío se llenaría de voces y pasos. No era justo que se lo señalara como un ermitaño. La realidad era que siempre estaba rodeado de gente y estos momentos, en los que lo único que escuchaba era el vaivén del oleaje, eran la gloria.

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