Hay un tiempo en que es necesario dejar las ropas usadas que adoptaron la forma de nuestro cuerpo y en el que debemos olvidar los caminos que nos han llevado a los mismos lugares. Es ahora el tiempo de la travesía, y si no nos animamos, habremos quedado para siempre al margen de nosotros mismos.
Fernando Pessoa
A Lily Sosa de Newton A la memoria de Lucila Milani de Moon
A Eduardo
Dora Barrancos, 2007
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Introducción
La historia que aquí se narra tiene su justificación en las notables transformaciones de las últimas décadas del siglo pasado. Desde que la disciplina histórica se convirtió en un saber especializado en el siglo XIX, gracias a la consulta de archivos, al empleo sistemático de fuentes sometidas a pruebas críticas para asegurarse confiabilidad, pocas veces fue sacudida con tanta fuerza como aconteció con la reciente incorporación de la perspectiva de género. El significado de las relaciones entre los sexos fue tardíamente descubierto por el trabajo historiográfico y esto socavó algunos presupuestos de la historia como disciplina. Iniciada bajo las luces inspiradoras de la modernidad —y designo con ese concepto provocador a un vasto número de fenómenos sociales, culturales y psíquicos que se abrieron paso desde fines del siglo XVIII—, y preocupada por relatar ciertos acontecimientos y construir memoria pública, no se percató del significado crucial de las relaciones jerarquizadas entre varones y mujeres. No puede decirse que la historia ignorara a las mujeres, sino que apenas justipreció su participación más allá de los círculos domésticos y de la esfera de la intimidad. Nuestros historiadores fundacionales pudieron vislumbrarlas como cooperantes y aun como partícipes decisivas en situaciones de crisis y de riesgo colectivo, pero prevalecieron los signos de una identidad femenina bien conocida hasta nuestros días: se atribuía a las mujeres debilidad física, intelectual y moral, así como exceso de sentimentalismo. Las funciones fundamentales de la maternidad y el cuidado de la familia, que se creían constitutivos de la esencia femenina, la eximían del ejercicio de otras responsabilidades. Estas tareas eran incompatibles con las rudas responsabilidades de la «cosa pública», cosa de hombres en todo caso. Es más, durante el siglo XIX se extendió la noción de peligro cuando se trataba de la identidad femenina, sobre todo en relación con el desempeño en actividades significativas de carácter social y político que trascendían los límites domésticos. Pocas veces en la historia se derramaron tantos regueros de palabras para expresar ideaciones acerca del ser «mujer». Se le atribuía un núcleo irracional casi infranqueable, labilidad constitutiva, incapacidad para otro dominio que no fuera la procreación y la crianza. Se creía que era muy inconveniente exponerla a las exigencias de la ciencia. En suma, la consolidación del estereotipo femenino es una de las contribuciones del siglo XIX, y la naciente historiografía no pudo sino asirse a ese modelo para dar cuenta de los acontecimientos, no solo de ese momento histórico, sino de los anteriores. Desde luego, construir el estereotipo femenino significó al mismo tiempo la invención de la masculinidad. La condición de los varones resultó indiscutiblemente aventajada, puesto que se les reservó la creación de los elementos fundamentales de la cultura, el trazado de las instituciones, las decisiones de la gobernabilidad, el ejercicio de la ciencia… en suma, las múltiples experiencias de realizaciones trascendentes y de poder. Los varones se impusieron el control de los sentimientos; amortiguaron las emociones y se convencieron de su exclusiva aptitud para lidiar con la razón y el entendimiento. Forjaron el arquetipo de la obligación productiva, de la gestión económica a su entero cargo, deviniendo así protectores materiales de la familia, al mismo tiempo que proveedores de las matrices morales al uso. La moral de las mujeres fue única, exigente en la virginidad y en el «conocimiento» del cónyuge como un único varón en la mayoría de las sociedades occidentales. Pero este pudo autorizarse tantas veces como quiso a incumplir los preceptos que, no obstante, sostenía como baluarte en el seno de la familia. Es claro que se trató de una posición de clase; probablemente solo la burguesía en ascenso se permitió esos deslindes tajantes entre la conducta privada y la pública, y el empeño por sostener las esferas separadas en que transcurrían las vidas asimétricas de mujeres y varones, pero su modelo fue muy eficaz. La renovación histórica de la última mitad del siglo XX ha permitido acercarse al significado que tienen esas relaciones desiguales a lo largo de los tiempos, ha posibilitado escudriñar los vínculos entre los géneros interpretando mejor los procesos sociales, culturales, políticos, ideológicos vividos por las sociedades. Esos vínculos son todo menos inocentes, puesto que están constituidos por ejercicios de poder. Los tratos de géneros retratan con rasgos decisivos a las sociedades según cada temporalidad, y convocan a pensar nuevas maneras de identificar los ciclos de la historia. Vista desde las diferencias de sexo, esta apela a un giro de los focos de atención, sugiere nueves cauces interpretativos, amplía las líneas de análisis, devuelve humanidad a sus agentes. Este libro es una contribución para repensar los acontecimientos de nuestro pasado a la luz de los aportes, más viejos y más nuevos, del trayecto ya efectuado por la historia de las mujeres. No solo no puede ser exhaustivo, sino que, como podrá verse, faltan numerosos terrenos de exploración y seguramente todavía está en deuda con interpretaciones agudas acerca de las conductas de los actores, varones y mujeres, en los complejos y variados escenarios de nuestro pasado. Ese continúa siendo el gran desafío.
Este libro es el resultado de un cúmulo de colaboraciones que me obliga a toda clase de reconocimientos. En primer lugar a José Carlos Chiaramonte, quien al invitarme a escribirlo para esta importante colección, ha contribuido a ampliar el espacio a la historiografía de las mujeres en nuestro país. A Susana Bianchi, quien estimuló esta obra. A Lily Sosa de Newton, a su tarea precursora y a su generosidad ilimitada al poner su archivo y biblioteca a mi disposición, por lo que este proyecto le está dedicado. A la asistencia de la Universidad de Buenos Aires a través del Proyecto UBACyT, al CONICET y a la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica y de Innovación —ANPCyT— merced el Proyecto de Investigación Científica y Tecnológica (PICT 25451) acordado en 2006. Toda mi gratitud a testimoniantes fundamentales cuyos aportes permitieron elaborar con más tino algunas interpretaciones, a Nina Brugo, Lila Pastoriza, Ernesto Villanueva, Amanda Tubes, Cecilia Lipszic. Han sido decisivas las contribuciones de Nora Domínguez, Diana Maffía, Fernanda Gil Lozano, Nélida Boulgourdjian, Adriana Valobra, Marina Becerra, Monique Altschul, Laura Rosa, Silvia Levin, Valeria Pita, Karina Felitti, Verónica Giordano, Andrea Andújar, Karim Grammático, Claudia Lozano, Sandra Fodor, Margarita Pierini, Mónica Szurmuk, Virginia Franganillo, Lea Fletcher, Ricardo Accurso. A Noemí Girbal-Blacha, Donna Guy, Asunción Lavrin, Sandra Mc Gee Deutsch, Jeffrey Shumway, por su solícita cooperación. A Elizabeth Jelin, María del Carmen Feijóo, Mabel Burin e Irene Meler debo una colaboración inestimable para reconstruir la historia reciente de los estudios destinados a las mujeres en nuestro país. A Mirta Lobato, Ana Amado, Ana Domínguez Mon, Graciela Batticuore, Mónica Tarducci y María Luisa Femenías, compañeras del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de La Universidad de Buenos Aires, con quienes he intercambiado durante un largo tiempo ideas acerca de nuestros estudios. A Débora D’Antonio, María Herminia Di Liscia, María Elba Argeri, Lucía Lionetti, María Luisa Mújica, Marisa Germain, María Silvia Di Liscia, María Aluminé Moreno, Ana Mallimaci, Isabella Cosse, Norberto Álvarez, Silvia Elizalde, Ana María Rodríguez, María José Billorou, Viviana Masciadri, Alicia Palermo, Cecilia Lagunas, Omar Acha, Juan Pechin, Karina Ramacciotti, Andrea Torricella, Celia Baldatti, Patricia Funes, Mario Petrone, Mariano Morato, Pablo Palomino, Horacio Mosquera, Martín Bergel, Valeria Mujica y Ernesto Campanile, con quienes he compartido ideas, esfuerzos y anhelos en esta trilla. Mi especial gratitud a Carola Caride, Jacqueline Vasallo, Alicia Fraschina, Mariana Palomino, Hilda Zapico, Mónica Ghirardi, Cristina Ockier, Mirta Cernadas, Susana Moon, Oscar Dubovitzki, Nélida Posse y Liana Bellomo. Al auxilio inestimable de Ana Ponce, Marlene Russo, Ana Ferrari, Mariela Poggi, Mariana Cabrera y Hugo Ramos. Finalmente, agradezco a mi familia, a mis nietos que muchas veces controlaron el ritmo de mi productividad por intereses absolutamente confesables; a Eduardo, su amor de tantos años.
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