LA DEVOCIÓN DEL SOSPECHOSO X
Autor: Higashino, Keigo
©2011, B Ediciones
ISBN: 9788466647366
Generado con: QualityEPUB v0.26
Corregido: Anónimo, 06/10/2011
ÍNDICE
Resumen.. 4
Capítulo 1. 5
Capítulo 2. 20
Capítulo 3. 37
Capítulo 4. 45
Capítulo 5. 58
Capítulo 6. 71
Capítulo 7. 84
Capítulo 8. 94
Capítulo 9. 112
Capítulo 10. 125
Capítulo 11. 137
Capítulo 12. 147
Capítulo 13. 160
Capítulo 14. 173
Capítulo 15. 187
Capítulo 16. 201
Capítulo 17. 214
Capítulo 18. 227
Capítulo 19. 241
RESUMEN
Yasuko Hanaoka, madre soltera y divorciada, pensaba que por fin se había librado de su ex marido. Pero cuando éste aparece un día ante su puerta, en un complejo de apartamentos en Tokio, la escena se complica y el ex marido acaba muerto en su casa. Madre e hija lo han estrangulado.
De pronto, Ishigami, el enigmático vecino de la puerta de al lado, se ofrece a ayudarles a deshacerse del cadáver y buscar la coartada perfecta. Yasuko, desesperada, acepta de inmediato.
Cuando el cuerpo finalmente aparece y es identificado, Yasuko se convierte en sospechosa. Sin embargo, el detective Kusanagi, aunque no encuentra fisuras en la coartada de Yasuko, sabe que hay algo extraño. Así que decide consultar al doctor Yukawa, un físico de la Universidad de Tokio que suele colaborar con la policía. Éste, conocido como el Profesor Galileo, estudió en el pasado con Ishigami, el enigmático vecino de la sospechosa. Al reencontrarlo de nuevo, el Profesor Galileo intuye que Ishigami tiene algo que ver con el asesinato… Y lo que aflora da un giro inolvidable a esta fascinante historia.
Capítulo 1
Ishigami salió de su apartamento a las siete y treinta y cinco de la mañana, como todos los días. Aunque ya era marzo, el viento continuaba siendo frío. Comenzó a andar intentando mantener la barbilla protegida bajo la bufanda. Y antes de encaminarse hacia la vía principal, dirigió la mirada a la zona de estacionamiento de las bicicletas. Había varias aparcadas, pero no la verde que a él le interesaba.
Tras caminar unos veinte metros en dirección sur, llegó a una amplia avenida, la de Shin-Ohashi. Yendo hacia la izquierda, o sea, hacia el este, se encontraba el distrito de Edogawa, mientras que por el oeste se salía a Nihonbashi. Antes de llegar a Nihonbashi estaba el río Sumida, que la avenida de Shin-Ohashi cruzaba a través del puente del mismo nombre.
La forma más rápida que Ishigami tenía para ir de su apartamento al trabajo consistía, simplemente, en caminar así, todo recto, en dirección sur. Tras avanzar unos cientos de metros, se alcanzaba el parque de Kiyosumi Teien, y su lugar de trabajo era el instituto privado que estaba justo antes de llegar a dicho parque. En definitiva, era profesor. Enseñaba matemáticas.
Al ver que el semáforo que tenía enfrente se ponía en rojo, dobló a la derecha y se encaminó hacia el puente de Shin-Ohashi. El viento que soplaba en dirección contraria levantó su abrigo. Ishigami hundió las manos en los bolsillos, encorvó ligeramente el cuerpo y aceleró el paso.
Unas densas nubes cubrían el cielo. El río Sumida las reflejaba, enturbiando el color de sus aguas. Una pequeña embarcación remontaba el curso del río, aguas arriba. Ishigami cruzó el puente de Shin-Ohashi contemplándola.
Al llegar al extremo opuesto del puente, descendió por la escalera, pasó por debajo y anduvo por la ribera del río. En ambas orillas habían construido unos paseos arbolados. Sin embargo, las parejas y las familias preferían pasear por la zona del puente de Kiyosu, y no esta de Shin-Ohashi, a la que ni siquiera los días de fiesta solía acercarse mucha gente. La razón se comprendía de inmediato si uno iba por allí: una larga hilera de chabolas, cubiertas por plásticos y lonas azules, se extendía a lo largo de la ribera. Como justo por encima de ese lugar pasaba la autopista, debía de ser un sitio ideal para guarecerse del frío y del viento. La prueba de ello era que al otro lado del río no había nada parecido. Por supuesto, también debía de contribuir el hecho de que a sus moradores debía de resultarles más cómodo, a su manera, eso de vivir agrupados.
Ishigami pasó tranquilamente por delante de las chabolas azules. Su altura era, a lo sumo, la de una persona, pero también las había que apenas le llegaban a la cintura. Más que chabolas parecían cajas. De todos modos, si sólo se trataba de dormir dentro de ellas, quizá resultaran suficiente. Al lado de las chabolas había instalados, como si todos se hubiesen puesto de acuerdo, varios tendederos de ropa que delimitaban el espacio vital.
Apoyado en el pasamanos de uno de los extremos del muro de contención, un hombre se cepillaba los dientes. Ishigami ya lo había visto en otras ocasiones. Debía de superar los sesenta años de edad y llevaba el cabello entrecano recogido hacia atrás. Tal vez ya no tuviera intención de trabajar. Y es que, si pensaba encontrar un trabajo físico para ese día, a esas horas no andaría por ahí merodeando, porque los tratos para esa clase de tareas siempre se hacen a primera hora de la mañana. Tampoco parecía tener previsto acudir a la oficina de empleo. Además, aunque le hubieran ofrecido un trabajo, con semejante pelo ni siquiera habría podido asistir a la entrevista. Y ello sin contar con que, además, las posibilidades de que a uno le ofrezcan un empleo a esa edad son realmente infinitesimales.
Había un hombre aplastando un montón de latas vacías al lado de su chabola. Ishigami, que ya lo había visto hacer eso en varias ocasiones, le apodaba el Hombre Lata. Éste rondaba los cincuenta años. Su indumentaria era, en general, bastante correcta, y hasta tenía una bicicleta. Seguramente necesitaba disponer de una mayor movilidad para dedicarse a recoger las latas vacías. Y ese rincón más apartado, situado en un extremo del grupo de chabolas, tenía todo el aspecto de ser un lugar privilegiado. Por eso Ishigami creía que el Hombre Lata seguramente era una de las personas que llevaba allí más tiempo.
Un poco más allá de las chabolas había un hombre sentado en un banco. Su abrigo, que en tiempos debió de ser beige, se había desteñido hasta adquirir una tonalidad gris. Debajo del abrigo llevaba una americana y, debajo de ésta, una camisa. Ishigami imaginó que tal vez llevara la corbata en el bolsillo. A este hombre le apodaba el Ingeniero, porque días antes lo había visto leer unas revistas sobre temas relacionados con la industria. Llevaba el pelo corto e iba bien afeitado. Tal vez todavía no hubiese perdido la esperanza de encontrar un trabajo. A lo mejor se disponía a salir en ese mismo momento hacia la oficina de empleo. Pero seguramente nadie lo contrataría. Para eso debería desprenderse antes de su orgullo. Ishigami lo había visto por primera vez hacía unos diez días. El Ingeniero todavía no se había acostumbrado a la vida en ese lugar. Parecía querer marcar una línea de separación entre él y las chabolas. Aun así estaba claro que si había acabado allí era porque no tenía otro sitio al que ir.
Ishigami continuó caminando por la ribera del Sumida. Justo antes de llegar al puente de Kiyosu se encontró con una mujer mayor que paseaba a sus tres perros. Eran tres salchicha miniatura con sendos collares de distintos colores: uno rojo, otro azul y otro rosa. A medida que se aproximaba, la mujer reparó en la presencia de Ishigami, al que sonrió y saludó con una leve inclinación de la cabeza. Ishigami le devolvió el saludo haciendo lo propio.