1
Tacones sobre el parqué
Ahí va la pobre, a romperse en él. Lo mismo que se rompe una ola en las rocas. Un poco de espuma y adiós. ¿No ve que ni siquiera se toma la molestia de abrirle la puerta? Sometida, más que sometida.
Y esos zapatos de tacón y esos labios rojos a sus cuarenta y cinco años, ¿para qué? Con tu categoría, hija, con tu posición y tus estudios, ¿qué te lleva a comportarte como una adolescente? Si el aita levantara la cabeza...
En el momento de subir al coche, Nerea dirigió la vista hacia la ventana tras cuyo visillo supuso que su madre, como de costumbre, estaría observándola. Y sí, aunque ella no pudiese verla desde la calle, Bittori la estaba mirando con pena y con el entrecejo arrugado, y hablaba a solas y susurró diciendo ahí va la pobre, de adorno de ese vanidoso a quien nunca se le ha pasado por la cabeza hacer feliz a nadie. ¿No se da cuenta de que una mujer ha de estar muy desesperada para tratar de seducir a su marido después de doce años de matrimonio? En el fondo es mejor que no hayan tenido descendencia.
Nerea agitó brevemente la mano en señal de despedida antes de meterse dentro del taxi. Su madre, en el tercer piso, oculta tras el visillo, desvió la mirada. Se veía una amplia franja de mar por encima de los tejados, el faro de la isla de Santa Clara, nubes tenues a lo lejos. La mujer del tiempo había anunciado sol. Y ella, ay, qué vieja me estoy haciendo, volvió a mirar la calle y el taxi ya se había perdido de vista.
Buscó a continuación, más allá de los tejados, más allá de la isla y de la línea azul del horizonte, y más allá de las nubes remotas y aún más allá, en el pasado perdido para siempre, escenas de la boda de su hija. Y la vio de nuevo en la catedral del Buen Pastor, vestida de blanco, con su ramo de flores y su excesiva felicidad, y así mirándola a la salida, tan esbelta, tan sonriente, tan guapa, le vino un mal presentimiento. De noche, cuando volvió sola a su casa, estuvo a dos dedos de sentarse ante la foto del Txato y confesarle sus temores; pero le dolía la cabeza y además el Txato, en cuestiones familiares, aún más tratándose de su hija, tenía la costumbre de ponerse sentimental. Era de lágrima fácil aquel hombre, y aunque las fotos no lloran, yo ya me entiendo.
Los tacones eran para despertarle el apetito a Quique, no precisamente el que se sacia comiendo. Toc, toc, toc, los había oído un rato antes puntear sobre el parqué. A ver si va a llenármelo de agujeros. Por la paz de casa, no se lo reprochó. Sólo iban a estar un rato. Habían venido a despedirse. Y a él, a las nueve de la mañana, ya le olía la boca a whisky o a una bebida de esas con las que comercia.
—Ama, ¿seguro que te las arreglarás sola?
—¿Por qué no vais en autobús al aeropuerto? El taxi de aquí a Bilbao os va a costar un dineral.
Él:
—No te preocupes por eso.
Las maletas, la incomodidad, la lentitud, alegó.
—Sí, pero vais con tiempo, ¿no?
—Ama, no insistas. Está decidido que iremos en taxi. Es lo más cómodo.
Quique empezaba a impacientarse.
—Es lo único cómodo.
Añadió que se iba a fumar un cigarrillo a la calle mientras habláis. Olía fuerte a perfume ese hombre. Pero la boca le huele a bebida y no son más que las nueve de la mañana. Se despidió mirándose la cara en el espejo del recibidor. Presumido. Y después, ¿autoritario, cordial pero seco?, a Nerea:
—No tardes.
Cinco minutos, le prometió. Luego resultaron quince. A solas, a su madre: que aquel viaje a Londres significaba mucho para ella.
—Me cuesta imaginar que pintes algo en las conversaciones de tu marido con los clientes. ¿O es que sin decirme nada te has puesto a trabajar en su empresa?
—En Londres voy a hacer un serio intento por salvar nuestro matrimonio.
—¿Otro intento?
—El último.
—Y esta vez, ¿cuál será la táctica? ¿Te quedarás a su lado para que no te la pegue con la primera que le salga al paso?
—Ama, por favor. No me lo pongas más difícil.
—Estás muy guapa. ¿Has cambiado de peluquería?
—Sigo yendo a la misma.
Nerea bajó de pronto el tono de voz. A los primeros bisbiseos su madre se volvió a mirar hacia la puerta de la vivienda, como si temiera que algún extraño las estuviese espiando. No, nada, que habían desechado la idea de adoptar un bebé. Tanto que decían. Que si un chino, un ruso, un morenito. Que si chica o chico. Nerea no había perdido la ilusión, pero Quique se había echado atrás. Él quiere un hijo propio, carne de su carne. Bittori:
—¿Le da ahora por hablar como en la Biblia?
—Se cree moderno, pero es más tradicional que el arroz con leche.
Nerea se había informado por su cuenta de los trámites para solicitar la adopción y, sí, cumplían todos los requisitos. El dinero no suponía impedimento. Estaba dispuesta a viajar hasta la otra punta del mundo y a ser por fin madre aunque no hubiese dado a luz a la criatura. Pero Quique había zanjado la conversación con brusquedad. Que no y que no.
—Un poco insensible el muchacho, ¿no crees?
—Desea un varoncito suyo, que se le parezca, que juegue algún día en la Real. Está obsesionado, ama. Y lo va a tener. ¡Uf, cuando se empeña en algo! No sé con quién. Con alguna que se preste. No me lo preguntes. No tengo ni idea. Alquilará un vientre pagando lo que haya que pagar. Lo que es por mí, le ayudaría a encontrar una mujer sana que le cumpla el antojo.
—Estás chalada.
—Aún no se lo he contado. Supongo que estos días, en Londres, habrá ocasión. Lo he pensado bien. No tengo ningún derecho a exigirle que sea infeliz.
Rozaron mejillas junto a la puerta de la vivienda. Bittori: que sí, que se arreglaría sola, que buen viaje. Nerea, desde el rellano, mientras esperaba la llegada del ascensor, dijo algo sobre la mala suerte, pero que no debemos renunciar a la alegría. Después sugirió a su madre que cambiara de felpudo.
2
Octubre benigno
Antes de lo del Txato creía, pero ahora no cree. Con lo devota que fue de joven. Si hasta estuvo en un tris de profesar. Ella y aquella amiga del pueblo de la que más vale no acordarse. Las dos se apearon del propósito a última hora, con un pie en el noviciado. Ahora todo eso de la resurrección de los muertos y la vida eterna y el Creador y el Espíritu Santo le parecen patrañas.
La irritaron mucho unas palabras del obispo haciendo como que. No se atrevió a negarle la mano a un señor tan importante. La sintió como una viscosidad. En cambio, sí lo miró a la cara para expresarle en silencio, con la luz de sus ojos, que ya no era creyente. Nada más ver al Txato en el ataúd, su fe en Dios reventó como una burbuja. Incluso lo notó físicamente.
Y, sin embargo, de vez en cuando va a misa, impulsada quizá por la fuerza de la costumbre. Se sienta en un banco de la parte posterior de la iglesia, mira las espaldas y cogotes de los asistentes, habla consigo misma. Es que en casa hay mucha soledad. Ella no es de meterse en bares ni cafeterías. ¿Compras? Las justas. Se le esfumó la coquetería, ¿otra burbuja?, que tuvo antes de lo del Txato. Y porque Nerea insiste, que, si no, llevaría las mismas prendas de vestir día tras día.
En vez de entrar en las tiendas, prefiere sentarse en la iglesia y practicar su ateísmo silencioso. Se tiene prohibidos la blasfemia y el desprecio a los feligreses allí reunidos. Mira las imágenes y dice/piensa: no. A veces lo dice/piensa meneando un poco la cabeza en señal de rechazo.
Si se celebra una misa, se queda más tiempo. Entonces se dedica a negar entre sí cuanto afirma el sacerdote. Oremos. No. Este es el cuerpo de Cristo. No. Y en ese plan todo el rato. En ocasiones, vencida por el cansancio, echa con la debida discreción una cabezada.
Salió de la iglesia de los capuchinos, en la calle Andía, con el cielo ya oscuro. Era jueves. Hacía una temperatura agradable. A media tarde había visto que el letrero luminoso de una farmacia señalaba veinte grados. Tráfico, transeúntes, palomas. Distinguió una cara conocida. Sin dudarlo, cambió de acera. El cambio brusco de dirección la obligó a adentrarse en la plaza de Guipúzcoa. La atravesó por el camino que bordea el estanque. Se entretuvo mirando los patos. Hacía tanto tiempo que no pasaba por allí. Si mal no recordaba, desde que Nerea era niña. Recordó cisnes negros que ahora no se ven. Din don din. El carillón de la Diputación la sacó de sus pensamientos.