Índice
Este libro está dedicado en prueba de amistad y admiración
al doctor Doron Swade MBE y a la doctora Betty Alexandra Toole
Prólogo
Es posible que el lector ya sepa quién fue Ada Lovelace y sienta una enorme curiosidad por el personaje. Si no es así, confío en que este libro se la despierte.
Ada me empezó a fascinar cuando estaba escribiendo Jacquard’s Web: How a Hand-Loom Led to the Birth of the Information Age [La red de Jacquard: de cómo un telar manual dio lugar a la era de la información] (2004). En ese momento, el interés por su obra ya se había generalizado. Existe un lenguaje de programación muy conocido que lleva su nombre y que el Departamento de Defensa de Estados Unidos inventó a finales de la década de 1970 para fundir un gran número de lenguajes. En 2009 se creó en el centro cultural Southbank, de Londres, el Día Internacional de Ada Lovelace, que conmemora las aportaciones de las mujeres a la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas. En Hollywood se está haciendo una película sobre Ada, Enchantress of Numbers [La maga de los números], con guión de Shanee Edwards.
El mundo científico ha tendido a discriminar a las mujeres. Así, no se reconoció, en general, el admirable trabajo del personal femenino de Bletchley Park, la instalación militar británica donde se descifraron los códigos alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Y todos los homenajes oficiales a los descubridores de la doble hélice del ADN pasaron por alto la decisiva aportación de Rosalind Franklin: una injusticia que abochornó a sus colegas varones, distinguidos con el Premio Nobel.
No me propongo estudiar aquí las causas históricas de este fenómeno. («Las cosas están cambiando: no seré la última [en recibirlo]», ironizó Elinor Ostrom en 2009, cuando se convirtió en la primera mujer galardonada con el Premio Nobel de Economía.) En todo caso, no cabe duda de que hoy existe un enorme interés por conocer la historia de las mujeres que han contribuido a los avances científicos.
Aunque su sombra la persiguió siempre, Ada no conoció en realidad a su padre, lord Byron, que la abandonó cuando tenía poco más de un mes. Su madre, en cambio, no la desatendió ni mucho menos: hija de un matrimonio ilustrado, que le había brindado una educación lo bastante buena para permitirle moverse en círculos liberales, lady Byron gobernó férreamente la vida de Ada.
Sin embargo, su trayectoria está ligada sobre todo a la de su íntimo amigo, Charles Babbage, el científico que inventó la primera calculadora mecánica. Los dos compartían un incansable afán de conocimiento. El lunes, 14 de agosto de 1843 Ada le escribió a Babbage:
Quisiera contribuir en mi modesta medida a describir e interpretar las leyes y obras de Dios Todopoderoso para que la humanidad las aplique con la máxima eficacia; y, ciertamente, no sería para mí un pequeño honor convertirme en una de sus más ilustres profetisas (en el sentido que atribuyo a esta palabra).
A juzgar por el tono tan íntimo que adquirió su correspondencia, no cabe duda de que tuvieron una relación romántica.
Ada Lovelace supo ver más allá de la inmediata aplicación de los inventos de su amigo. Babbage era refractario a tales especulaciones: según parece, no concebía sus máquinas más que como calculadoras. Ada intuyó el nuevo campo que se abriría para la innovación una vez unidas la matemática pura y la práctica con cálculos que excedían la capacidad humana. Visionaria, comprendió que el artificio de Babbage podía aplicarse, por ejemplo, a «una pieza musical, por compleja que sea»: una idea que hoy, un siglo y medio después, nos parece muy normal, pero que a los científicos de aquella época les resultaba inimaginable.
Ada era amable, imaginativa, nerviosa y vehemente. Le gustaba mucho destacar palabras en sus escritos subrayándolas (en las citas del libro figuran en cursiva). Tenía mala salud, y las matemáticas la ayudaban a concentrarse. Al final de su vida, enferma de cáncer, mitigó los terribles dolores con fármacos que hoy reconocemos como drogas alucinógenas. Después de una larga y penosísima lucha contra la enfermedad, que al parecer soportó con entereza, murió a los treinta y seis años, la misma edad que su padre.
Una de las críticas más feroces de Ada la encontramos en la tesis doctoral de Bruce Collier, The Little Engines that Could’ve [Los pequeños ingenios que habrían podido…] (1990). Collier describe la obra de Babbage con rigor y perspicacia, ofreciendo abundante información técnica. De Ada, sin embargo, dice lo siguiente:
Hay un asunto secundario sobre el que se ha escrito demasiado, a saber, las aportaciones de Ada Lovelace. […] No es exagerado decir que era maníaco-depresiva, que tenía una idea delirante de su talento, y que apenas entendía a Charles Babbage y la máquina analítica. […] En mi opinión, estos documentos bien conocidos confirman claramente que estaba loca de remate. […] No descarto que su trastorno mental se debiera al abuso de drogas. […] Supongo que alguien tenía que ser la figura más sobrevalorada de la historia de la informática.
Me habría gustado preguntarle a Collier si hoy, más de veinte años después de escribir la tesis, seguía pensando lo mismo de Ada. Por desgracia, murió hace unos años.
Comparemos ahora la opinión de Collier, que no conoció a Ada, con la de Charles Babbage. El 9 de septiembre de 1843 le escribió lo siguiente a Michael Faraday, el polifacético científico que descubrió la electrólisis y la inducción magnética:
Esta maga ha dominado con su hechizo la más abstracta de las ciencias. La ha aprehendido con una fuerza de la que apenas ningún intelecto masculino es capaz (por lo menos en nuestro país).
En cuanto a la locura que se le atribuye, no existe información fidedigna que apoye esta conjetura, que en realidad se debe, sospecho, a que a ciertos historiadores de la informática les molestaba que una mujer pudiera hacer sombra a Babbage. Por otro lado creo que, cuando se estaba muriendo en medio de grandes dolores, que, a falta de otro analgésico, aliviaba malamente con el láudano (una tintura de opio), Ada desvariaba a menudo. Pero a cualquiera, del sexo que sea, le ocurriría lo mismo en una situación así.
En la página web The Ada Initiative , que tiene por finalidad apoyar a las mujeres «en la tecnología y la cultura abiertas», se critica con mucho tino la suposición de que Ada era una desequilibrada o incluso una demente, y por tanto incapaz de aportar ninguna idea útil a Babbage:
Curiosamente, estos argumentos casi nunca se esgrimen para poner en duda la autoría de un hombre en las obras hechas en colaboración. Un trastorno mental o un carácter difícil redunda a veces en el prestigio de los científicos y matemáticos varones: valgan como ejemplos Nikola Tesla, John Nash e Isaac Newton, pero podemos citar muchos más.
Palabras muy certeras, a mi entender. Por lo demás, y en el caso de Ada, la hipótesis del desequilibrio psíquico me parece insostenible en vista de los documentos actualmente disponibles (diré en descargo de Bruce Collier que posiblemente no los conocía todos). A los hombres que la formulan a menudo les guía el sexismo más que ningún motivo racional. Sin embargo, dada la secular opresión de las mujeres, que se han visto relegadas a un papel subalterno en la política, la cultura y las ciencias, no es extraño que muchos hombres se resistan a otorgar a Ada un lugar destacado en la historia de la informática.
Espero convencer al lector de que Ada Byron, condesa de Lovelace y única hija legítima de lord Byron, merece sin duda figurar entre los gigantes de la informática, así como en la lista de mujeres de talento extraordinario a las que no se animó a desarrollarlo del todo por el solo hecho de ser mujeres. Este libro surge de la admiración por su genio, que ninguna biografía ha reconocido cabalmente hasta ahora. A Ada, al contrario que a otros científicos, no le costó ningún esfuerzo asimilar problemas complejos, lo que le permitió trascenderlos aventurando hipótesis con las que se adelantaría a su tiempo.