Todas las familias felices
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Todas las familias felices se asemejan,
cada familia infeliz lo es a su manera
LEÓN TOLSTOI, Anna Karenina
Una familia de tantas
El padre. Pastor Pagán sabe guiñar. Es un profesional del guiño. Para él, guiñar un ojo —uno solo— es una forma de cortesía. Toda la gente con la que trata concluye el negocio con un guiño. El director del banco cuando tramita un préstamo. El cajero cuando cobra un cheque. El administrador cuando se lo da. El contador cuando se hace el tonto y no lo registra. El delegado del patrón cuando le da la orden de ir al banco. El portero. El chofer. El jardinero. La criada. Todo el mundo le guiña. Guiñan los faroles de los automóviles, las luces de tránsito, el relámpago en el cielo, las hierbas en la tierra y las águilas en el aire, para no hablar de los aviones que sobrevuelan todo el santo día la casa de Pastor Pagán y su familia. El ronroneo felino de los motores sólo es interrumpido por los guiños del tráfico en la Avenida Revolución. Pastor les responde con su propio guiño, movido por la certeza de que así lo dictan las buenas maneras. Ahora que está pensionado, se acuerda de sí mismo como de un guiñador profesional que jamás abrió los dos ojos al mismo tiempo y cuando lo hizo, ya era demasiado tarde. Un guiño de más, se recriminaba a sí mismo, un guiño de más. No se retiró. Lo retiraron a los cincuenta y dos años. ¿De qué se iba a quejar? En vez de castigarlo, le dieron una buena compensación. Junto con el retiro temprano vino el regalo de esta casa, no una gran mansión pero sí una vivienda decente. Una reliquia de la lejana época "aztequista" de la Ciudad de México, cuando a los arquitectos nacionalistas de los años treinta les dio por construir casas con aspecto de pirámides indias. O sea, la casa se iba haciendo angosta entre la planta baja y el tercer piso. Éste resultaba inhabitable por estrecho. Pero su hija Alma encontró que era ideal para su igualmente estrecha vida, dedicada a jugar con la red y encontrar en el mundo virtual de Internet la vida necesaria —o suficiente— para ya no salir más de la casa, pero sintiendo que era parte de una vasta tribu invisible conectada a ella como ella se conectaba, estimulada, a un universo que le parecía el único digno de apropiarse de "la cultura". La planta baja, propiamente el sótano, lo ocupa ahora el hijo Abel, reintegrado al hogar a los treinta y dos años, después de intentar una fracasada vida independiente. Regresó orgulloso para no demostrar que regresó contrito. Pastor lo recibió sin decir palabra. Como si no hubiera pasado nada. En cambio, Elvira, la mujer de Pastor, recuperó al hijo con signos de alborozo. Nadie comentó que Abel, regresando al hogar, admitía que a su edad sólo podía vivir gratis en el seno de la familia. Como un niño. Sólo que el niño acepta su situación sin problemas. Con alegría.
La madre. Elvira Morales cantaba boleros. Allí la conoció Pastor Pagán, en un cabaret de medio pelo cerca del Monumento a la Madre, en la Avenida Villalongín. Desde jovencita, Elvira cantó boleros en su casa, al bañarse, al ayudar en la limpieza y antes de dormirse. Las canciones eran su plegaria. La ayudaban a soportar la vida triste de una hija sin padre y con una madre desolada. Nadie la ayudó. Se hizo sola, sola llegó a pedir trabajo a un cabaret de Rosales, fue aceptada, gustó, luego mejoró de barrio y comenzó a creerse todo lo que cantaba. El bolero no es bueno con las mujeres. A la hembra la trata de "hipócrita, sencillamente hipócrita" y añade: "perversa, te burlaste de mí". Elvira Morales, para darle convicción a sus canciones, asumía la culpa de las letras, se preguntaba si en verdad su savia fatal emponzoñaba a los hombres y si su sexo era la hiedra del mal. Ella se tomó muy en serio las letras de los boleros. Por eso entusiasmaba, convencía y provocaba aplausos noche tras noche a la luz blanca de los reflectores que por fortuna oscurecían los rostros de los asistentes. El público era la cara oscura de la luna y Elvira Morales podía entregarse a ciegas a las pasiones que pronunciaba, convencida de que eran ciertas y de que, siendo ella en la canción una "aventurera", no lo sería en la vida real. Al contrario, daría a entender que vendería caro, carísimo, su amor y que aquel que de su boca la miel quisiera, pagaría con brillantes su pecado... Elvira Morales podía entonar melódica la ruindad de su destino, pero fuera de la escena guardaba celosamente su "admirable primavera" (rima con "aventurera"). Después del show, jamás se mezclaba con los asistentes. Regresaba a su camerino, se vestía y volvía a casa, donde la esperaba su desdichada madre. Las solicitudes de los parroquianos —una copa, un bailecito, un poquito de amor— eran rechazadas, las flores tiradas a la basura, los regalitos devueltos. Y es que Elvira Morales, en todos sentidos, tomaba en serio lo que cantaba. Conocía por el bolero los peligros de la vida: mentira, cansancio y miseria. Pero la letra la autorizaba a creer, a creer de verdad, que "un cariño verdadero, sin mentiras ni maldad" se puede encontrar cuando "el amor es sincero".
La hija. Alma Pagán hizo un esfuerzo por acomodarse en el mundo. Que nadie le dijera que no lo intentó. A los dieciocho años, entendió que una carrera le estaba vedada. No había tiempo ni dinero. La preparatoria era el tope, sobre todo si los recursos de la familia (tan escasos) iban a apoyar a su hermano Abel en la Universidad. Alma era una chica muy atractiva. Alta, esbelta, de pierna larga y talle angosto, pelo negro recortado en casco, busto generoso sin exagerar, piel mate y mirada velada, boca entreabierta y naricilla nerviosa, Alma parecía que ni mandada a hacer para la novedosa ocupación de edecán en ceremonias oficiales. Ataviada igual que las otras tres o seis o doce muchachas escogidas para presentaciones de empresas, congresos internacionales, actos oficiales, camisa blanca con chaquetilla y falda azul marinas, medias oscuras y tacones altos, la función de Alma consistía en estarse quieta detrás del orador de turno, renovar los vasos de agua en los paneles, no mover un músculo facial, nunca sonreír y menos desaprobar lo que fuese. Expulsar sus emociones y ser el perfecto maniquí. Un día reunió a las cinco compañeras de una función de beneficencia y se vio idéntica a ellas, todas igualitas entre sí, toda diferencia borrada. Eran clones la una de la otra. No tenían más destino que ser idénticas entre sí sin nunca ser idénticas a sí mismas, parecerse en la inmovilidad y luego desaparecer, jubiladas por la edad, los kilos o una media negra corrida. Esta idea horrorizó a Alma Pagán. Se despidió de la chamba y como era joven y bonita encontró empleo como azafata en una línea aérea que servía al interior de la República. No quería estar lejos de su familia y por eso no buscó servir en vuelos internacionales. Acaso adivinaba su propio destino. Sucede. Como también ocurre que en los vuelos nocturnos los pasajeros masculinos, apenas se bajaban las luces, se aprovechaban y le acariciaban de paso las piernas, o le miraban con hambre el escote, o, de plano, le pellizcaban una nalga mientras servía las cubas y las cocas. La gota que derramó el vaso (de cuba, de coca) fue el asalto que un gordo yucateco le hizo cuando ella salía del lavabo y él la empujó hacia adentro, cerró la puerta y comenzó a sobarla mientras la llamaba "linda hermosa". De un rodillazo en la panza, Alma dejó al peninsular sujeto sentado en el excusado, sobando, en vez de los senos de Alma, la panza de la guayabera. Alma no presentó queja. Era inútil. El pasajero siempre tenía razón. Al cabezón yucateco no le harían nada. A ella le atribuirían hacerse la confianzuda con los pasajeros y si no la despedían, le cobrarían multa. Por eso Alma se retiró de toda actividad mundana y se instaló en el piso alto de la casa de sus padres con todo el aparato audiovisual que de allí en adelante sería su universo seguro, cómodo y satisfecho. Había ahorrado y pudo pagar los aparatos ella misma.