HUGH HOWEY
Vestigios
minotauro
Título original:
Dust
Primera edición: octubre de 2014
© Hugh Howey, 2013
© Traducción de Manuel Mata, 2014
© Editorial Planeta, S. A., 2014
Avda. Diagonal, 662-664, 7. a planta. 08034 Barcelona
www.edicionesminotauro.com
www.planetadelibros.com
Todos los derechos reservados
ISBN: 978-84-450-0215-5
Depósito legal: B. 20.358-2014
Fotocomposición: Medium
Impresión: Romanyá Vails, S.A.
Impreso en España Printed in Spain
Para los supervivientes
Prólogo
—¿Hay alguien ahí?
—¿Hola? Sí. Aquí estoy.
—¡Ah! Lukas. No decías nada. Por un momento pensé… que eras otra persona.
—No, soy yo. Sólo me estaba ajustando los cascos. Ha sido una mañana muy atareada.
—¿Ah, sí?
—Sí. Cosas aburridas. Reuniones del comité. En este momento andamos un poco escasos de personal por aquí. Demasiadas reasignaciones.
—Pero ¿las cosas se han calmado? ¿Hay algún levantamiento del que informar?
—No, no. Todo está volviendo a la normalidad. La gente se levanta por las mañanas y va a trabajar. Al llegar la noche se desploman sobre sus camas. Esta semana hemos tenido una lotería muy grande, lo que ha hecho felices a muchos.
—Eso está bien. Muy bien. ¿Cómo marchan los trabajos con el servidor seis?
—Bien, gracias. Todas las contraseñas funcionan. De momento sólo hemos encontrado más de lo mismo. Aunque no sé por qué es tan importante.
—Seguid buscando. Todo es importante. Si está ahí, tiene que ser por algo.
—Lo mismo dijiste de la información de los libros. Pero a mí la mayoría me parecen disparates. Siempre me pregunto si algo de eso será real, no puedo evitarlo.
—¿Por qué? ¿Qué estás leyendo?
—He llegado hasta el volumen C. Esta mañana era algo sobre un… hongo. Espera un momento. A ver que lo encuentre… Aquí está. El Cordyceps.
—¿Y eso es un hongo? Nunca había oído hablar de él.
—Aquí dice que les hace algo a las hormigas en el cerebro, que lo reprograma como si fuese una máquina y las hace trepar a lo alto de una planta antes de morir…
—¿Una máquina invisible capaz de reprogramar cerebros? Estoy casi seguro de que no es una casualidad que estés leyendo eso.
—¿Ah, sí? ¿Y qué significa, entonces?
—Significa… que no somos libres. Ninguno de nosotros.
—Qué alentador. Ahora entiendo por qué me obliga a realizar estas llamadas.
—¿Vuestra alcaldesa? ¿Por eso…? Lleva algún tiempo sin responder.
—Ya. Está ocupada. Trabajando en algo.
—¿En qué?
—Mejor no te lo digo. No creo que te gustase.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Que a mí tampoco me gusta. He intentado disuadirla. Pero a veces puede ser un poco… obstinada.
—Si es algo que va a causar problemas, creo que tendría que estar al corriente. Estoy aquí para ayudar. Puedo distraerlos…
—Lo que pasa es que… ella no se fía de ti. De hecho, ni siquiera cree que seas siempre la misma persona.
—Lo soy. Soy yo. Lo que pasa es que las máquinas le hacen algo a mi voz.
—Sólo te digo lo que ella piensa.
—Ojalá cambiase de opinión. Estoy deseando ayudar, en serio.
—Te creo. Pero pienso que lo mejor que puedes hacer ahora por nosotros es cruzar los dedos.
—¿Y eso por qué?
—Porque tengo la sensación de que todo esto no va a traer nada bueno.
PRIMERA PARTE
LA PERFORACIÓN
SILO 18
Llovía polvo en las salas de Mecánica; lo liberaba el temblor generado por la violencia de la perforación. En los techos, el cableado se mecía con delicadeza dentro de los arneses. Las tuberías traqueteaban. Y desde la sala del generador, un staccato de impactos llenaba el aire y rebotaba en las paredes, haciendo recordar a quienes lo escuchaban un tiempo en el que la maquinaria, desequilibrada, giraba de manera peligrosa.
En medio de este horrible estrépito se encontraba Juliette Nichols, con el mono desabrochado hasta la cintura, las mangas sueltas anudadas alrededor del abdomen y la camiseta manchada de polvo y sudor. Estaba apoyada con todo su peso contra la excavadora y sus brazos fibrosos temblaban cada vez que el pesado pistón metálico de la máquina impactaba contra el muro de hormigón del silo Dieciocho.
Podía sentir la trepidación en la dentadura. Cada hueso y cada articulación de su cuerpo se estremecían y las viejas heridas le recordaban su existencia de manera dolorosa. A un lado, los mineros que normalmente se encargaban de la perforadora observaban la escena con aire de insatisfacción. Juliette apartó la cabeza del hormigón cubierto de polvo y los vio, con los brazos cruzados sobre los pechos fornidos y las mandíbulas apretadas en gesto ceñudo, molestos quizá con ella por haberse apropiado de su máquina. O tal vez por el tabú de excavar donde excavar estaba prohibido.
Se tragó el polvo y la creta que se le estaban acumulando en la boca y se concentró en la pared agrietada. Había otra posibilidad, una posibilidad que no podía por menos que considerar. Por su culpa habían muerto buenos mecánicos y mineros. Había estallado una guerra brutal porque se había negado a limpiar. ¿Cuántos de los hombres y las mujeres que estaban observándola mientras excavaba habrían perdido algún ser querido, un amigo del alma o un familiar? ¿Cuántos de ellos la culpaban? No podía ser ella la única.
La excavadora corcoveó y se produjo un impacto estruendoso, como si dos cosas de metal hubieran chocado. Juliette dirigió los martillos hidráulicos hacia un lado, donde había aflorado la osamenta de varillas de refuerzo en medio de la blanca carne del hormigón. Ya había logrado excavar un auténtico cráter en la pared exterior del silo. Sobre sus cabezas asomaba una primera hilera de varillas, con los extremos pulidos como velas consumidas por la acción del soplete que les había aplicado. Después de otros setenta centímetros de hormigón se había encontrado con una segunda hilera. Las paredes del silo eran más gruesas de lo que se había imaginado. Con los miembros entumecidos y los nervios a flor de piel, hizo avanzar la máquina sobre las orugas y el pistón con forma de punta de flecha del martillo neumático comenzó a horadar la piedra que separaba las varas de acero. De no haber visto los planos con sus propios ojos —y de no haber sabido que había otros silos ahí fuera— ya se habría rendido. Era como si estuviese tratando de abrirse paso a través de la mismísima Tierra. Le temblaban tanto los brazos que sus manos estaban casi borrosas. Era la condenada pared del silo lo que estaba atacando, lo que acometía con la intención de atravesarla, de abrirse paso hasta el exterior.
Los mineros se agitaban, incómodos. Juliette dejó de prestarles atención para centrarse en el lugar de la perforación al oír que, con un repicar metálico, el martillo mordía de nuevo el acero. Se concentró en el pliegue de piedra blanca que separaba las varillas. Pisó con fuerza la palanca de avance, apoyó todo su peso sobre la máquina y la excavadora avanzó un par de centímetros más sobre sus oxidadas orugas. Ya hacía algún tiempo que habría tenido que descansar. Tenía tanta creta en la boca que empezaba a asfixiarse; sus brazos necesitaban descanso; el suelo estaba sembrado de escombros entre la base de la excavadora, e incluso entre sus propios pies. Quitó a puntapiés algunos de los más grandes y siguió excavando.
Su temor era no poder convencerlos de que la dejaran continuar si volvía a parar. Por muy alcaldesa —o jefa de turno— que fuese, ya había visto a muchos hombres de cuya intrepidez estaba segura marcharse de la sala del generador con el ceño fruncido. Parecían aterrados por la posibilidad de que perforase uno de los sacrosantos sellos y dejase entrar el nocivo y asesino aire del exterior. Juliette veía cómo la miraban, conscientes de que había estado en el exterior, como si fuese una especie de fantasma. Muchos de ellos se mantenían a distancia, como si estuviera aquejada por alguna enfermedad.
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